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LAS DOS DESPUÉS DE MEDIANOCHE Stephen King LOS LAGOLIEROS A LA UNA DESPUÉS DE MEDIANOCHE nos relata, en LOS LAGOLIEROS, la estremecedora historia de un piloto comercial que viaja como pasajero en un vuelo desde Los Ángeles hasta Boston. Durante el trayecto se queda dormido y al despertar descubre que solamente quedan diez pasajeros a bordo. La tripulación ha desaparecido y ninguna de las ciudades que sobrevuelan constesta a sus señales de radio. PARA JOE, OTRO VOLADOR INTREPIDO En el desierto vi una criatura desnuda, bestial, que, acuclillada en el suelo, tenía su corazón entre las manos y comía de él. Dije: «¿Es bueno, amigo?» Y él contestó: «Es amargo..., amargo, pero me gusta porque es amargo y porque es mi corazón.» STEPHEN CRANE Voy a besarte chica, y a abrazarte, voy a hacer todas las cosas que te dije en la hora de la medianoche. WILSON PlCKETT LA UNA DESPUÉS DE MEDIANOCHE UNA NOTA SOBRE LOS LAGOLIEROS A mí los cuentos se me ocurren en circunstancias y momentos diferentes: en el coche, bajo la ducha, mientras camino e incluso durante las fiestas. En un par de ocasiones han acudido a mi mente en sueños. Pero raras veces los escribo en cuanto se me ocurre la idea, y nunca llevo un cuaderno de notas encima. No anotar las ideas constituye un ejercicio de autopreservación. Se me ocurren muchas, pero sólo un pequeño porcentaje es bueno, así que las guardo en una especie de archivo mental. Allí, las malas terminan por autodestruirse, como la cinta de Control al comienzo de cada episodio de Misión imposible. Pero las buenas no. De vez en cuando, al abrir el cajón del archivo para echar una mirada a lo que queda, ese pequeño montón de ideas me mira, cada una de ellas con su brillante imagen central. En el caso de Los lagolieros, la imagen era una mujer que apretaba la mano contra una grieta en la pared de un jet comercial. No servía de nada recordarme a mí mismo que sabía muy poco sobre aviación comercial. Lo hacía, pero a pesar de ello la imagen persistía cada vez que abría el archivo para guardar en él otra idea. Las cosas llegaron a tal extremo que hasta podía oler el perfume de la mujer (era L'Envoi), ver sus ojos verdes y escuchar su respiración jadeante. Una noche, mientras estaba en la cama a punto de dormirme, advertí que aquella mujer era un fantasma. Recuerdo que me senté en la cama, apoyé los pies en el suelo y encendí la luz. Me quedé un rato sentado, sin pensar en nada concreto, al menos aparentemente. Sin embargo, allá al fondo el tipo que de verdad realiza este trabajo por mí estaba ocupado diseñando su espacio y preparándose para volver a poner todas las máquinas en funcionamiento. Al día siguiente, empecé —o empezó— a escribir esta historia. Tardé alrededor de un mes, y se resolvió con mayor facilidad que otras, siguiendo un desarrollo suave y natural a medida que avanzaba. De vez en cuando, los cuentos y los bebés llegan al mundo casi sin dolores de parto, y es lo que sucedió con éste. Motivado por el clima apocalíptico que lo envolvía, semejante a una novela que yo había escrito anteriormente, La bruma, encabecé cada capítulo de la misma manera anticuada, rococó. Salí de este cuento sintiéndome casi también como cuando entré en él, cosa que sucede en contadas ocasiones. Soy un investigador holgazán, pero esta vez me esforcé en hacer mis deberes. Tres pilotos —Michael Russo, Frank Soares y Douglas Damon— me ayudaron a entender las cosas y a no cometer disparates. Cuando les prometí no romper nada, se pusieron a mi disposición. ¿Lo he hecho todo bien? Lo dudo. Eso no le sucedió ni siquiera al gran Daniel Defoe. En Robinson Crusoe, nuestro héroe se desnuda, nada hasta el barco del que ha escapado hace poco y, una vez allí, se llena los bolsillos de objetos que necesitará para sobrevivir en su isla desierta. Por otro lado, tenemos el caso de aquella novela (cuyo título y autor omitiremos por misericordia) sobre el metro de Nueva York, en la que al parecer el autor confunde los cubículos de los conductores con lavabos públicos. Para terminar, he aquí mi particular muestra de reconocimiento: agradezco a los señores Russo, Soares y Damon lo que entendí bien; me culpo a mí mismo por lo que entendí mal. Esta afirmación no es mera cortesía. Por lo general, los errores no se producen por haber recibido una información incorrecta, sino que son fruto de la incapacidad para plantear la pregunta adecuada. Es cierto que me he tomado una o dos libertades con el avión en el que se encuentran a punto de embarcar, pero no se trata más que de pequeñas licencias que parecían necesarias para el desarrollo del relato. Bueno, ya está bien de hablar de mí. Suban a bordo. Naveguemos por los cielos hostiles. CAPÍTULO UNO MALAS NOTICIAS PARA EL CAPITÁN ENGLE. LA PEQUEÑA CIEGA. EL PERFUME DE LA DAMA. LA BANDA DE LOS DALTON LLEGA A TOMBSTONE. EL EXTRAÑO CASO DEL VUELO 29. 1 Exactamente a las diez y catorce minutos de la noche, Brian Engle detuvo el American Pride L1011 ante la puerta 22 y apagó el letrero luminoso de «Ajústense los cinturones». Luego, dejó escapar un silbante suspiro entre los dientes y desabrochó la banda que le cruzaba el hombro. No recordaba la última vez que se había sentido tan aliviado, y tan cansado, al término de un vuelo. Tenía un intenso y desagradable dolor de cabeza, y ya había decidido qué haría por la noche. Nada de tragos en el salón de oficiales ni de cena; ni siquiera de un baño cuando regresara a Westwood. Tenía intención de echarse en la cama y dormir catorce horas seguidas. El vuelo 7 de American Pride —Servicio Flagship de Tokio a Los Ángeles— se había demorado por la aparición de fuertes vientos contrarios y por la típica congestión del LAX, que era, según Engle, el peor aeropuerto de Estados Unidos sin contar el de Logan, en Boston. Para colmo, durante la última parte del viaje había surgido un problema en el sistema de presurización, al principio sin importancia, pero que fue empeorando gradualmente hasta convertirse en algo preocupante. De hecho, había estado a punto de producirse una descompresión explosiva, aunque por suerte se había detenido a tiempo. A veces, esos problemas se estabilizan repentina y misteriosamente, y eso era lo que había sucedido en esta ocasión. Los pasajeros que estaban desembarcando ahora desde el otro lado de la cabina de control no tenían ni la más remota idea de lo cerca que habían estado de convertirse en paté humano durante el vuelo de esa noche desde Tokio, pero Brian sí, y eso le había provocado una jaqueca espantosa. —Este cabrón va a ir derecho a que le hagan un diagnóstico —dijo a su copiloto—. Saben que va y cuál es el problema, ¿vale? El copiloto asintió. —No les gusta, pero lo saben. —Me importa una mierda lo que les guste o deje de gustarles, Danny. Esta noche hemos estado a punto. Danny Keene asintió. Sabía que era cierto. Brian suspiró y se frotó la nuca. La cabeza le dolía como una muela cariada. —Tal vez me esté haciendo viejo para este negocio. Naturalmente, era el tipo de comentario que todos los de la profesión hacían de vez en cuando, sobre todo al terminar un turno malo. Brian sabía perfectamente que no era demasiado viejo para el trabajo, que a los cuarenta y tres años apenas había entrado en la mejor edad para un piloto de aviación. Sin embargo, esa noche casi lo creía. ¡Dios! Estaba muy cansado. Se oyó un golpe en la puerta de la cabina. Steve Searles, el navegante, se volvió y abrió sin ponerse de pie. Al otro lado de la puerta había un hombre con el uniforme verde de American Pride. Parecía un funcionario del control de pasajeros, pero Brian sabía que no lo era. Era John (o quizá James) Deegan, subdelegado de operaciones de American Pride en el LAX. —¿Capitán Engle? —¿Sí? De pronto, las alarmas internas se pusieron en funcionamiento y la jaquecaempeoró. Su primera idea, no producto de la lógica sino de la tensión y la fatiga, fue que iban a intentar hacerlo responsable de la nave averiada. Era una idea paranoica, por supuesto, pero es que él estaba paranoico. —Me temo que tengo malas noticias para usted, capitán. —¿Se trata del escape? —preguntó Brian, elevando el tono de voz en exceso, por lo que resultó inevitable que algunos de los pasajeros miraran a su alrededor. Deegan meneaba la cabeza. —Se trata de su esposa, capitán Engle. Por un instante, Brian no tuvo ni la menor idea de acerca de qué hablaba el hombre. Se quedó inmóvil, mirándolo con la boca abierta y sintiéndose exquisitamente estúpido. Después comprendió. Por supuesto, se refería a Anne. —Mi ex esposa. Nos divorciamos hace dieciocho meses. ¿Qué le pasa? —Ha habido un accidente —dijo Deegan—. Será mejor que venga a la oficina. Brian lo miró con curiosidad. Después de las tres largas y tensas últimas horas, todo aquello parecía extrañamente irreal. Reprimió el impulso de decirle a Deegan que si era una especie de Objetivo indiscreto, podía irse a joder a otro. Pero, por supuesto, no lo era. Los jefazos de las compañías aéreas no eran gente dada a las bromas, y menos a expensas de los pilotos que habían estado a punto de tener desagradables problemas en pleno vuelo. —¿Qué le pasa a Anne? —se oyó preguntar Brian, esta vez en voz más baja. Era consciente de que su copiloto lo miraba con cautelosa compasión—. ¿Se encuentra bien? Deegan bajó la mirada hacia sus brillantes zapatos. Entonces, Brian supo que las noticias eran muy malas y que Anne se hallaba muy lejos de estar bien. Lo supo, pero le resultó imposible creerlo. Anne sólo tenía treinta y cuatro años, estaba sana y era una mujer de hábitos moderados. Por otra parte, en más de una ocasión Brian había pensado que era la única conductora completamente cuerda de la ciudad de Boston, e incluso tal vez de todo el estado de Massachusetts. Ahora se oyó preguntar otra cosa. Realmente era como si un extraño se le hubiera metido en el cerebro y usara su boca a modo de micrófono: —¿Está muerta? John o James Deegan miró a su alrededor como si buscara ayuda, pero junto a la puerta sólo había un auxiliar de vuelo deseando a los pasajeros una agradable noche en Los Ángeles y lanzando de vez en cuando miradas ansiosas hacia la cabina, probablemente preocupado por lo mismo que se le había ocurrido a Brian, es decir, que por alguna razón iban a culpar a la tripulación del lento escape que había convertido en una pesadilla las últimas horas del vuelo. Deegan estaba solo. Volvió a mirar a Brian y asintió. —Sí. Me temo que sí. ¿Tendrá la amabilidad de acompañarme, capitán Engle? 2 Quince minutos después de la medianoche, el capitán Engle se acomodaba en el asiento 5A correspondiente al vuelo 29 de American Pride, un vuelo interno de Los Ángeles a Boston. Unos quince minutos más tarde, aquel vuelo conocido por los viajeros transcontinentales como el «nocturno» estaría en el aire. Recordaba haber pensado hacía un rato que, si el LAX no era el aeropuerto comercial más peligroso de Estados Unidos, entonces lo era Logan. A causa de la más desagradable de las coincidencias, ahora tendría la oportunidad de experimentar ambos lugares en cuarenta y ocho horas: el LAX como piloto y Logan como viajero con pase. Su jaqueca, que había ido de mal en peor desde el aterriza e con el vuelo 7, se hizo más intensa. «Un incendio —pensó—. Un maldito incendio. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué pasó con los detectores de humo? ¡Era un edificio nuevo!» Se le ocurrió que en los últimos cuatro o cinco meses apenas había pensado en Anne. Al parecer, durante el primer año posterior al divorcio, Anne era lo único en lo que había pensado: que hacía, qué ropa llevaba y, naturalmente, con quién salía. Cuando por fin se puso en marcha el proceso de curación, todo sucedió muy rápido, como si le hubieran inyectado un antibiótico revitalizador del espíritu. Había leído lo suficiente sobre el divorcio como para saber cuál solía ser ese agente revitalizador: no un antibiótico, sino otra mujer. En otras palabras, el efecto reactivo. Pero, en el caso de Brian, no había otra mujer, al menos por el momento. Tan sólo algunas citas y un cauteloso encuentro sexual (había llegado a convencerse de que en la era del SIDA todos los encuentros sexuales extramatrimoniales eran cautelosos), pero ninguna otra mujer en serio. Simplemente, se había curado. Brian observó la llegada de los demás pasajeros. Una mujer joven, de cabello rubio, caminaba junto a una niña con gafas oscuras. La mano de la niña se apoyaba en el codo de la rubia. La mujer murmuró algo y la niña miró inmediatamente hacia donde sonaba la voz. Brian comprendió que era ciega por el peculiar gesto de la cabeza. Le hizo gracia pensar en la cantidad de cosas que revelaban los pequeños gestos. «Anne —pensó—. ¿No tendrías que estar pensando en Anne?» Pero su cansado cerebro insistía en apartarse del tema. Anne había sido su esposa. Anne era la única mujer a quien había pegado. Anne, ahora, estaba muerta. Se le ocurrió que podía organizar una gira de conferencias para hablar a grupos de divorciados. O de divorciadas, le daba igual. El tema sería el divorcio y el arte del olvido. «El momento ideal para el divorcio es poco después del cuarto aniversario —les diría—. Vean mi caso. Pasé el año siguiente en el purgatorio, preguntándome cuál era mi parte de culpa y cuál la de ella, preguntándome si había sido correcto o incorrecto presionarla con el tema de los hijos. Ése era el problema entre nosotros: nada dramático, como las drogas o el adulterio, sino el eterno dilema entre hijos y carrera. Después fue como si tuviera un ascensor dentro de la cabeza y Anne estuviera dentro, y el ascensor se precipitara al vacío...» Sí, se había derrumbado. Y durante los últimos meses Brian había conseguido no pensar en Anne, ni siquiera cuando tenía que enviarle el cheque de la pensión. Era una cantidad muy razonable, muy civilizada, sobre todo considerando que Anne ganaba ochenta mil al año sin impuestos. La pagaba su abogado, y era un gasto más del presupuesto mensual que éste le enviaba a Brian, un pequeño gasto de dos mil dólares perdido entre la cuenta de la luz y el pago de la hipoteca del piso. Vio acercarse por el pasillo a un adolescente con pinta de matón, un estuche de violín bajo el brazo y un yarmulke en la cabeza. El chico parecía nervioso y excitado, y tenía los ojos llenos de futuro. Brian lo envidió. Durante el último año de matrimonio había habido mucha amargura y cólera entre ellos, hasta que por último, unos cuatro meses antes del fin, sucedió: su mano dijo «ve», antes de que su cerebro pudiera decir «no». No le gustaba recordarlo. Ella había bebido demasiado en una fiesta y cuando regresaron a casa empezó a fastidiarlo. «Brian, no sigas dándome la lata con eso. Simplemente, déjame tranquila. No hablemos más de niños. Si quieres una prueba de esperma, ve al médico. Mi trabajo es la publicidad, no hacer niños. Estoy harta de tu discurso machista...» Entonces fue cuando la abofeteó, con violencia y en la boca. El golpe había interrumpido con brutal limpieza la última palabra. Se quedaron mirándose uno a otro en el apartamento donde ella moriría más tarde, ambos más escandalizados y asustados de lo que estaban dispuestos a admitir (aunque quizás ahora, sentado en el asiento 5A y mirando subir a los pasajeros del vuelo 29, Brian estaba admitiéndolo finalmente). Ella se tocó la boca, que había empezado a sangrar, y le mostró los dedos. «Me has pegado», dijo. En su voz no había ira, sino perplejidad. A él se le ocurrió que tal vez fuera la primera vez que alguien ponía una mano airada sobre una parte del cuerpo de Anne Quinlan Engle. «Sí —contestó—. Puedes apostar a que lo hice. Y volveré a hacerlo si no te callas. No vas a volver a fustigarme con esa lengua, encanto. Será mejor que te pongas un candado, te lo digo por tu bien.Se acabó. Si quieres tener a alguien dando vueltas por la casa, cómprate un perro.» El matrimonio siguió funcionando a duras penas unos meses más, pero en realidad había terminado en el instante en que la palma de la mano de Brian tocó violentamente la comisura de la boca de Anne. Lo había provocado, Dios sabía que lo había provocado, pero de todos modos hubiera dado cualquier cosa por borrar ese desdichado segundo. Mientras los últimos pasajeros subían a bordo, pensaba de un modo casi obsesivo en el perfume de Anne. Recordaba exactamente su fragancia, pero no su nombre. ¿Cómo se llamaba? ¿Lissome? ¿Lithsome? ¿Lithium? ¡Por el amor de Dios! El nombre danzaba apenas a unos milímetros de su alcance. Era enloquecedor. «La echo de menos —pensó estúpidamente—. Ahora que se ha ido para siempre, la echo de menos. ¿No es sorprendente?» ¿Lawnboy? ¿Algún nombre estúpido como ése? «¡Basta! —Ordenó a su fatigado cerebro—. Olvídalo.» «Vale —aceptó su cerebro—. No hay ningún problema, puedo dejarlo. Puedo dejarlo en el momento que quiera. ¿No sería Lifebuoy? No, eso es un jabón. Lo siento. ¿Lovebite? ¿Lovelorn?» Brian se ajustó el cinturón, se reclinó, cerró los ojos y aspiró un perfume al que no podía dar nombre. Entonces, la azafata le habló. Por supuesto. Brian Engle tenía la teoría de que a las azafatas las adiestraban en un curso para pos-graduados que podría llamarse «Aprenda a fastidiar al ganso», para que no ofrecieran ningún servicio a los pasajeros mientras éstos no hubieran cerrado los ojos. Y, por supuesto, debían esperar hasta estar razonablemente seguras de que el pasajero dormía, antes de despertarlo para preguntarle si quería una manta o una almohada. —Perdone... —empezó a decir. Pero se detuvo. Brian vio que sus ojos iban de las charreteras de su chaqueta negra a la gorra, con su incomprensible garabato de huevos revueltos, colocada en el asiento vacío que había junto a él. La muchacha volvió a pensárselo y comenzó de nuevo. —Perdone, capitán, ¿le apetece café o zumo de naranja? A Brian le divirtió ver que la había turbado un poco. Hizo un gesto en dirección a la mesa situada al principio del compartimento, exactamente debajo del pequeño monitor rectangular. Sobre la mesa había dos cubos de hielo. De cada uno de ellos sobresalía el esbelto cuello verde de una botella de vino. —Naturalmente, también hay champán. Engle se quedó un momento pensativo. «Love Boy; va por ahí, pero tampoco es.» —Nada, gracias —dijo—. Y no querré ningún servicio durante el vuelo. Creo que dormiré hasta Boston. ¿Cuál es el informe meteorológico? —Nubes a seis mil metros desde las Grandes Llanuras hasta Boston, pero sin problemas. Estaremos a once mil. ¡Ah! Hemos recibido informes acerca de la aurora boreal sobre el desierto de Mohave. Tal vez quiera verla. Brian alzó las cejas. —Debe de estar bromeando. ¿La aurora boreal sobre California? ¿Y en esta época del año? —Es lo que nos han dicho. —Alguien ha estado tomando droga barata —comentó Brian, y ella rió—. Creo que sólo dormiré, gracias. —Muy bien, capitán —dijo, y vaciló una vez más antes de continuar— Usted es el capitán que acaba de perder a su esposa, ¿no? La jaqueca latía y gruñía, pero Brian se obligó a sí mismo a sonreír. La mujer, que en realidad era apenas una niña, no lo hacía con mala intención. —Era mi ex esposa. Pero sí, lo soy. —Lamento muchísimo su pérdida. —Gracias. —¿He volado antes con usted, señor? La sonrisa de Brian reapareció. —No lo creo. Durante los últimos cuatro años más o menos he estado en servicio transatlántico —respondió, y, como parecía necesario, le tendió la mano—. Brian Engle. Ella la estrechó. —Melanie Trevor. Engle sonrió otra vez, después se echó hacia atrás y volvió a cerrar los ojos. Se dejó ir, pero no quiso quedarse dormido. Los anuncios anteriores al vuelo, seguidos del ruido del despegue, volverían a despertarlo. Ya tendría tiempo de dormir cuando estuvieran en el aire. El vuelo 29, como la mayoría de los vuelos de inyección, despegó enseguida. Brian pensó que aquella característica debía de figurar en primer lugar en su negra lista de atractivos. El avión era un Boeing 767 con algo más de la mitad del pasaje. En primera clase había otra media docena de pasajeros. Ninguno de ellos le pareció borracho o pendenciero. Eso era bueno. Tal vez consiguiera realmente dormir durante todo el viaje hasta Boston. Miró pacientemente a Melanie Trevor mientras ella señalaba las puertas de emergencia, demostraba cómo usar la mascarilla en caso de pérdida de presión (procedimiento que, no hacía mucho, Brian había revivido interiormente con cierta urgencia) y cómo inflar el salvavidas que había debajo de cada asiento. Cuando el avión despegó, la muchacha se acercó a él y volvió a preguntarle si quería beber algo. Brian meneó la cabeza, le dio las gracias y apretó el botón que reclinaba el asiento. Cerró los ojos e inmediatamente se quedó dormido. Nunca volvió a ver a Melanie Trevor. 3 Unas tres horas después de que el vuelo 29 despegara, una niña llamada Dinah Bellman se despertó y preguntó a su tía Vicky si podía tomar un vaso de agua. La tía Vicky no contestó, así que Dinah volvió a preguntar. Al no obtener respuesta, se estiró para tocar el hombro de su tía; pero ya estaba segura de que su mano sólo tocaría el respaldo de un asiento vacío, y eso fue lo que ocurrió. El doctor Feldman le había dicho que los niños ciegos de nacimiento solían desarrollar una gran sensibilidad —casi como una especie de radar— con relación a la presencia o ausencia de gente en sus inmediaciones, pero en realidad Dinah no necesitaba esa información. Sabía que era cierto. No funcionaba siempre, pero casi, sobre todo si la persona en cuestión era su lazarillo. «Bueno, debe de haber ido al lavabo y volverá enseguida», pensó Dinah. Pero de todos modos sintió una extraña y difusa inquietud. No se había despertado de golpe. Había sido un proceso lento, como el de un saltador emergiendo a la superficie de un lago. Si la tía Vicky, que tenía el asiento de ventanilla, la hubiese rozado para salir al pasillo en los dos últimos minutos, Dinah lo hubiera notado. «Así que se fue antes —se dijo—. Tal vez hubiera ido al lavabo... no pasa nada, Dinah. O tal vez al volver se detuvo a charlar con alguien.» El problema era que Dinah no oía hablar a nadie en el compartimento principal del gran avión; sólo oía el ronroneo regular de los motores del jet. La sensación de intranquilidad aumentó. La voz de la señorita Lee, su terapeuta (aunque Dinah siempre pensaba en ella como la maestra de ciegos), sonó en el interior de su cabeza: «No debes tener miedo del miedo, Dinah. Todos los niños tienen miedo de vez en cuando, sobre todo en situaciones nuevas. Y más los niños ciegos. Créeme, lo sé.» Y Dinah la creía porque, al igual que ella, la señorita Lee era ciega de nacimiento. «No renuncies a tu miedo, pero tampoco te entregues a él. Conserva la calma e intenta razonar. Te sorprenderá la cantidad de veces que este sistema funciona, sobre todo en situaciones nuevas.» Bien, eso coincidía. Aquélla era la primera vez que Dinah volaba en algo. Nunca lo había hecho, y menos para realizar un viaje de costa a costa montada en un inmenso jet transcontinental. «Intenta razonar.» Veamos, había despertado en un lugar extraño y su lazarillo se había ido. Desde luego eso resultaba inquietante pese a saber que la ausencia era temporal. Al fin y al cabo, su lazarillo no podía haber decidido irse al frankfurt más cercano porque tenía hambre, si estaba encerrada en un avión que volaba a once mil metros de altura. En cuanto al extraño silencio que reinaba en el compartimento..., bueno, al fin y al cabo, aquello era el «nocturno». Tal vez los otros pasajeros estuvieran durmiendo. «¿Todos? —Preguntó incrédula la parte preocupada de su cerebro—. ¿Dormirían todos? ¿Era eso posible?» Y entonces encontró la respuesta: la película. Los que estaban despiertos miraban la película. Por supuesto.Se sintió invadida por un alivio casi palpable. La tía Vicky le había dicho que la película era Cuando Harry encontró a Sally, con Billy Crystal y Meg Ryan, y que pensaba verla..., si conseguía no dormirse, claro. Dinah pasó la mano con suavidad por el asiento de su tía, buscando los auriculares, pero no estaban allí. En lugar de eso, sus dedos encontraron un libro de bolsillo. Seguramente era una de esas novelas románticas que le gustaban a la tía Vicky, donde, como ella decía, se hablaba de los tiempos en que los hombres eran hombres, en lugar de serlo las mujeres. Los dedos de Dinah avanzaron un poco más y encontró otra cosa: piel suave, de grano fino... Un instante después identificó una cremallera y luego la tira de cuero. Era el bolso de la tía Vicky. La inquietud de Dinah retornó, esta vez duplicada. Sobre el asiento de la tía Vicky no estaban los auriculares, pero sí su bolso, que contenía todos los cheques de viaje, salvo uno de veinte dólares que estaba en el monedero de Dinah. Lo sabía porque antes de salir de su casa, en Pasadena, había oído a mamá y a la tía Vicky hablando sobre ese asunto. ¿Acaso la tía Vicky se iría al lavabo dejando su bolso sobre el asiento? ¿Lo haría, teniendo en cuenta que su compañera de viaje no sólo tenía diez años, sino que estaba dormida y además era ciega? Dinah no lo creía. «No renuncies a tu miedo, pero tampoco te entregues a él. Conserva la calma e intenta razonar.» Sin embargo, no le gustaba ese asiento vacío, y tampoco el silencio que reinaba en el avión. Le parecía muy sensato que la mayoría de la gente estuviera durmiendo y que los que estaban despiertos guardaran silencio por consideración a ellos, pero seguía sin gustarle. Dentro de su cerebro despertó y empezó a gruñir un animal con dientes y garras extremadamente afilados. Conocía su nombre. Era el pánico, y si no lo controlaba deprisa podía hacer algo que las avergonzara a ambas, a ella y a la tía Vicky. «Cuando pueda ver, cuando los doctores de Boston me arreglen los ojos, no tendré que pasar por estos ratos estúpidos.» Eso era verdad, por supuesto, pero no le servía de gran ayuda en ese momento. De pronto, Dinah recordó que, después de sentarse, la tía Vicky había cogido su mano y le había doblado todos los dedos menos el índice, guiándolo al costado del asiento. Allí estaban los controles. Eran muy pocos y resultaba fácil recordar su función. Había dos ruedecillas que podían usarse cuando uno se ponía los auriculares: una era para pasar a los diferentes canales de audio; la otra, para controlar el volumen. El pequeño interruptor rectangular regulaba la luz que había sobre el asiento. «Ése no lo necesitarás —dijo la tía Vicky en tono afable—. Al menos, todavía no.» El último era un botón cuadrado. Cuando lo apretabas, venía la azafata. Ahora los dedos de Dinah tocaron ese botón y resbalaron sobre su superficie ligeramente convexa. «¿Realmente quieres hacerlo? —se preguntó. Y la respuesta llegó enseguida—: Sí, quiero.» Apretó el botón y escuchó el tenue sonido del timbre. Después esperó. No vino nadie. Sólo se oía el susurro aparentemente eterno de los motores del jet. Nadie hablaba. Nadie reía. («Supongo que la película no es tan divertida como creía la tía Vicky», pensó Dinah.) Nadie tosía. El asiento contiguo, el de la tía Vicky, seguía vacío, y ninguna azafata se inclinó sobre ella, envuelta en un tranquilizador aroma de perfume, champú y maquillaje, para preguntar si podía traerle algo de comer, o tal vez el deseado vaso de agua. Sólo el suave ronroneo regular de los motores. El animal del pánico lloriqueaba con más energía que nunca. Para combatirlo, Dinah se concentró en afinar aquella especie de radar, convirtiéndolo en algo así como un bastón invisible que podía blandir desde su asiento, en el centro del compartimento principal. Eso se le daba bien. A veces, cuando se concentraba mucho, casi creía que podía ver a través de los ojos de los demás. Una vez había mencionado esa sensación a la señorita Lee, pero su respuesta había sido extrañamente cortante. «La sensación de compartir la visión es una fantasía frecuente entre los ciegos —le había dicho—. Sobre todo entre los niños ciegos. Nunca cometas el error de fiarte de ella, Dinah, porque podrías caer rodando por la escalera o encontrarte de pronto bajo las ruedas de un coche.» Así que había desechado sus esfuerzos por «compartir la visión», como decía la señorita Lee, y en las pocas ocasiones en que la sensación regresaba, en que veía el mundo —en penumbras, acuoso, pero allí— a través de los ojos de mamá o de la tía Vicky, había tratado de librarse de ella del mismo modo que una persona que teme estar volviéndose loca procura no escuchar el murmullo de voces fantasmales. Pero ahora estaba asustada, de modo que sentía por otros, percibía por otros, y no los encontraba. Ahora, el terror había aumentado y los gritos del animal del pánico eran imperiosos. Sintió que en su garganta tomaba forma un chillido y apretó los dientes. Porque no saldría como un llanto o un grito. Si lo dejaba progresar, saldría de su boca como un alarido. «No gritaré —se dijo, decidida—. No pienso gritar y avergonzar a la tía Vicky. No pienso gritar y despertar a todos los que están durmiendo, ni asustar a los que están despiertos para que se acerquen corriendo y digan: "Mirad a la niña ciega, mirad a la aterrorizada niña ciega."» Ahora, esa sensación de radar, esa parte de ella que evaluaba toda clase de vagos datos sensoriales y que a veces creía ver a través de los ojos de los demás (dijera lo que dijese la señorita Lee), sólo servía para aumentar su miedo en lugar de aliviarlo. Porque esa sensación le decía que dentro de su radio de acción no había nadie. Nadie en absoluto. 4 Brian Engle estaba siendo víctima de un mal sueño. En su sueño, se encontraba otra vez al mando del vuelo 7 de Tokio a Los Ángeles, pero en esta ocasión el escape era mucho peor. En la carlinga flotaba una palpable sensación de catástrofe. Steve Searles lloraba mientras se comía una galleta danesa. «¿Cómo puedes comer estando tan alterado?», preguntó Brian. Un silbido agudo, como el de una tetera llena de agua hirviendo, empezó a penetrar en la carlinga. Supuso que se trataba del ruido producido por el escape de presión. Era una estupidez, por supuesto, porque los escapes casi siempre eran silenciosos hasta que se producía la explosión, pero dio por sentado que en los sueños todo era posible. «Porque adoro estas pastas y nunca volveré a comer otra», contestó Steve sin dejar de sollozar. Y entonces, de pronto, el silbido cesó. Apareció una sonriente y aliviada azafata —en realidad era Melanie Trevor—, diciendo que habían encontrado y sellado el escape. Brian se puso en pie y la siguió por el interior del avión hasta el compartimento principal, donde Anne Quinlan, su ex esposa, permanecía de pie en un pequeño espacio del que habían retirado los asientos. Junto a ella, escrita sobre una ventanilla podía leerse una frase críptica y ominosa: «Sólo estrellas fugaces.» Estaba escrita en rojo, el color del peligro. Anne iba vestida con el uniforme verde oscuro de las azafatas de American Pride, lo cual resultaba extraño. Ella era ejecutiva de una agencia de publicidad de Boston, y siempre había mirado frunciendo su fina y aristocrática nariz a los bodrios con los que volaba su marido. Tenía la mano apoyada en una grieta del fuselaje. «¿Ves, querido? —dijo muy orgullosa—. Todo está bajo control. Ni siquiera importa que me hayas pegado. Te he perdonado.» «¡Anne, no hagas eso!», gritó Brian. Pero ya era demasiado tarde. En el dorso de su mano apareció un pliegue que imitaba la grieta del fuselaje y que fue haciéndose más profundo a medida que la presión diferencial succionaba incansablemente su mano. Primero desapareció el dedo medio, después el anular, luego el índice y el pulgar. Se oyó el súbito ruido de una explosión —algo así como si un camarero ansioso hubiera destapado una botellade champán—, y toda la mano atravesó la grieta del avión. Sin embargo, Anne seguía sonriendo. «Es L'Envoi, querido —dijo mientras empezaba a desaparecer su brazo. Su cabello escapaba del pasador que lo sujetaba y flotaba en torno a su cara como si fuera una nube brumosa—. Es el que siempre he usado, ¿te acuerdas?» Sí, se acordaba, ahora se acordaba. Pero ya no tenía importancia. «¡Anne, vuelve!», gritó. Ella siguió sonriendo mientras su brazo era absorbido lentamente por el vacío que rodeaba el avión. «No duele, Brian. Puedes creerme.» La manga de su chaqueta verde de la compañía American Pride empezó a agitarse, y Brian vio que la carne de Anne pasaba por la grieta en forma de un líquido blanco y espeso. Parecía pegamento. «L'Envoi, ¿recuerdas?», preguntó Anne mientras era devorada por la grieta. Entonces, Brian pudo oír otra vez ese sonido que el poeta James Dickey llamó una vez «el vasto silbido animal del espacio». Fue aumentando de volumen a medida que el sueño se oscurecía y al mismo tiempo empezaba a ensancharse, para convertirse, no en el grito del viento, sino en el de la voz humana. Brian abrió los ojos. Durante un instante, sólo uno, se sintió desorientado por la nitidez del sueño. Pero él era un profesional que desempeñaba un trabajo arriesgado y de gran responsabilidad, un trabajo en el que uno de los requisitos indispensables era la capacidad de reacción. Estaba en el vuelo 29, y no en el 7; el trayecto no era Tokio-Los Ángeles, sino Los Ángeles-Boston; Anne ya había muerto, pero no víctima de un escape de presión, sino de un incendio en su apartamento de Atlantic Avenue, cerca del puerto. Sin embargo, el sonido persistía. Una niña profería penetrantes gritos. 5 —Por favor, ¿querría hablarme alguien? —Preguntó Dinah Bellman con claridad y en voz baja—. Lo siento, pero mi tía no está y soy ciega. Nadie contestó. Cuarenta filas y dos compartimentos más adelante, el capitán Brian Engle soñaba que su navegante lloraba mientras se comía una galleta danesa. Sólo se oía el murmullo continuado de los motores. El pánico volvió a oscurecer su mente, y Dinah hizo lo único que se le ocurría para mantenerlo a raya. Se desabrochó el cinturón, se levantó y salió al pasillo. —¿Hola? —Preguntó en voz más alta—. ¡Hola, cualquiera! Sin respuesta. Dinah empezó a llorar. Sin embargo, se controló y empezó a caminar lentamente por el pasillo. «Cuenta —le advirtió frenéticamente una parte de su cerebro—. Cuenta las filas que pasas porque si no te perderás y no podrás encontrar el camino de regreso.» Se detuvo en la fila de asientos de babor, delante de la que había ocupado la tía Vicky y ella, y se inclinó con los brazos y los dedos extendidos. Se preparó para tocar la cara dormida del hombre que estaba sentado allí. Sabía que había un hombre porque la tía Vicky había hablado con él apenas un minuto antes de que el avión despegara. Al contestar, su voz había salido del asiento que quedaba justo en frente del de Dinah. Eso lo sabía. Localizar la ubicación de las voces era parte de su vida, un hecho habitual de la existencia, como respirar. El hombre se sobresaltaría cuando sus dedos lo tocaran, pero a Dinah ya no le importaba. Sin embargo, el asiento estaba vacío. Completamente vacío. Dinah se incorporó con las mejillas húmedas y las sienes latiéndole de terror. No podían estar juntos en el lavabo, ¿verdad? Por supuesto que no. Tal vez hubiera dos lavabos. En un avión de ese tamaño debía de haber dos lavabos. Pero eso tampoco importaba. La tía Vicky no hubiera dejado su bolso por ningún motivo. Dinah estaba segura. Empezó a avanzar lentamente, deteniéndose en cada fila de asientos y acercándose a los más próximos: primero al de babor y después al de estribor. Tocó un bolso en uno y lo que parecía un portafolios en otro; una pluma y un bloc en un tercero; en otros dos, auriculares. Tocó algo pegajoso en un audífono de la segunda serie de asientos. Se frotó los dedos, hizo una mueca y los limpió en el paño que cubría la cabecera del asiento. Era cera, estaba segura. Tenía esa inconfundible textura pastosa. Dinah Bellman continuó avanzando lentamente por el pasillo, sin tomarse ya la molestia de ser cuidadosa en sus exploraciones. No importaba. No oprimía ningún ojo ni ninguna mejilla, ni tampoco tiraba del pelo de nadie. Todos los asientos que tocó estaban vacíos. «No puede ser —pensó aterrada—. Simplemente, no puede ser. Estábamos rodeadas de gente cuando subimos. ¡Yo los oí! ¡Los sentí! ¡Los olí! ¿Dónde se han metido?» Ignoraba dónde, pero sabía que se habían ido. Cada vez estaba más segura de eso. En algún momento, mientras ella dormía, su tía y los demás pasajeros del vuelo 29 habían desaparecido. «¡No! —gritaba la parte más racional de su cerebro con la voz de la señorita Lee—. ¡No, Dinah, es imposible! Si todos se han ido, ¿quién pilota el avión?» Empezó a moverse más deprisa, agarrándose a los bordes de los asientos. Sus ojos ciegos permanecían abiertos detrás de las gafas oscuras y el borde de su vestido rosado revoloteaba. Había perdido la cuenta, pero en su angustia por el silencio continuado aquél era un detalle sin importancia. Volvió a detenerse y tanteó con las manos el asiento de la derecha. Esta vez tocó el cabello, pero el lugar donde estaba situado no era el correcto. El pelo descansaba sobre el asiento, ¿cómo podía ser? Lo apretó y lo cogió. De pronto tuvo una intuición súbita y terrible. «Es pelo, pero el hombre a quien pertenece se ha ido. Es un cuero cabelludo. Tengo en la mano el cuero cabelludo de un muerto.» Y entonces fue cuando Dinah Bellman abrió la boca y empezó a proferir los alaridos que arrancaron a Brian Engle de su sueño. 6 Albert Kaussner estaba acodado en la barra, bebiendo Branding Iron Whiskey. Los hermanos Earp —Wyatt y Virgil— permanecían a su derecha, y Doc Halliday a su izquierda. En el momento en que Albert levantaba su vaso para hacer un brindis, un hombre con pata de palo entró saltando en el Sergio Leone Saloon. —¡Es la banda de los Dalton! —gritó—. ¡Los Dalton acaban de entrar en Dodge! Wyatt se volvió tranquilamente y lo miró. Su rostro delgado y moreno resultaba atractivo. Se parecía mucho a Hugh O'Brian. —Estamos en Tombstone, Muffin —dijo—. Tienes que controlar el canguelo. —¡Bueno, están entrando estemos donde estemos! —Exclamó Muffin—. ¡Y parecen estar furiosos, Wyatt! Parecen estar realmente furiosos. Como para corroborar su afirmación, en la calle empezaron a sonar disparos. Se oyó el ronco estallido de los 44 del Ejército (probablemente robados) mezclado con las explosiones más nítidas y fuertes de los rifles Garand. —No te cagues en los pantalones, Muffy —dijo Doc Halliday, echándose el sombrero hacia atrás. A Albert no le sorprendió comprobar que Doc se parecía a Robert De Niro. Siempre había creído que si había alguien apropiado para hacer el papel del dentista tuberculoso ése era De Niro. —¿Qué decís, muchachos? —preguntó Virgil Earp, mirando a su alrededor. Virgil no se parecía a nadie. —Vamos —dijo Wyatt—. Estoy hasta el gorro de los malditos Clanton. —Son los Dalton, Wyatt —rectificó tranquilamente Albert. —¡Me importa un pimiento! ¡Por mí, como si quieren ser John Dillinger y Pretty Boy Floyd! —Exclamó Wyatt—. ¿Estás con nosotros o no, As? —Estoy contigo —dijo Albert Kaussner en el tono suave pero amenazador del asesino nato. Apoyó una mano en la culata de su Buntline Special de cañón largo y se llevó la otra a la cabeza un momento, para asegurarse de que tenía el yarmulke bien puesto. Lo tenía. —Muy bien —dijo Doc—. Vamos a patear algún trasero Dalton. Salieron los cuatro juntos por las puertas batientes, justo en el momento en que la campana de la iglesia baptista de Tombstone empezaba a tañer señalando el mediodía. Los Dalton bajaban al galope por la calle Mayor, agujereando los cristales de las ventanas y los postigos. Convirtieron en fuente el barril de agua que había delante del almacén de ramos generales de Duke.Ike Dalton fue el primero en ver a los cuatro hombres de pie en la calle polvorienta con las chaquetas abiertas para dejar libres las culatas de los revólveres. Ike tiró brutalmente de las riendas de su caballo, que se levantó apoyado en las patas traseras, relinchando e impregnando de espuma el bocado. Ike Dalton se parecía un poco a Rutger Hauer. —Mirad a quien tenemos aquí —dijo en tono burlón—. Es Wyatt Earp y el mariposón de su hermano Virgil. Emmett Dalton (que se parecía a Donald Sutherland después de pasarse un mes acostándose tarde) se detuvo junto a Ike. —Y también el maricón de su amigo el dentista —bramó—. ¿Quién más quiere...? —Pero en ese momento vio a Albert y se quedó lívido. La fina sonrisa se desvaneció de sus labios. Paw Dalton se detuvo junto a sus dos hijos. Paw se parecía muchísimo a Slim Pickens. —¡Dios mío! —Susurró Paw—. ¡Es As Kaussner! En ese momento, Frank James detuvo su cabalgadura junto a la de Paw. Tenía la cara de color tierra. —¡Qué demonios, chicos! —Exclamó Frank—. No me importa atemorizar a uno o dos pueblos en un día aburrido, pero nadie me advirtió que estaría el Judío de Arizona. Albert As Kaussner, conocido como el Judío de Arizona desde Sedalia hasta Steamboat Springs, dio un paso adelante. Su mano revoloteó sobre la culata del Buntline. Escupió a un lado una bola de tabaco sin apartar su escalofriante mirada gris de los matones a caballo que tenía frente a él, a seis metros escasos de distancia. —Muchachos, empezad a moveros —ordenó el Judío de Arizona—. Según mis cálculos el infierno no está ni medio lleno. La banda de los Dalton apareció en el preciso instante en que el reloj de la torre de la iglesia baptista de Tombstone daba la última campanada del mediodía en el cálido aire del desierto. As palpó el arma y la desenfundó a una velocidad vertiginosa. Cuando empezaba a hacer girar el cañón con la palma de la mano izquierda, enviando una lluvia de muerte del calibre 45 hacia la banda de los Dalton, una niña que estaba de pie frente al hotel Longhorn empezó a gritar. «Que alguien haga callar a esa mocosa —pensó As—. ¿Qué demonios le pasa? Lo tengo todo bajo control. No en vano me llaman el judío más rápido al oeste del Mississippi.» Pero los gritos siguieron dispersándose por el aire, oscureciéndolo al salir, y todo empezó a hacerse añicos. Durante un instante, Albert, perdido en la oscuridad a través de la cual fragmentos de su sueño caían y giraban vertiginosamente, no estuvo en ninguna parte. La única constante era aquel grito terrible que sonaba como el silbido de una tetera demasiado llena. Abrió los ojos y miró a su alrededor. Estaba en su asiento, en la parte delantera del compartimento principal del vuelo 29. Desde la parte trasera del avión, una niña de diez o doce años, con un vestido rosa y gafas oscuras, avanzaba por el pasillo. «¿Y ésta quién es? ¿Una estrella de cine o algo así?», pensó. Lo que resultaba evidente es que estaba muy asustada. Una desagradable manera de salir de su sueño favorito. —¡Eh! —Exclamó suavemente, como sino quisiera despertar a los demás pasajeros—. ¡Eh, chica! ¿Qué pasa? La niña volvió bruscamente la cabeza en dirección a la voz. Un instante después, volvió también el cuerpo y echó a correr hacia los asientos centrales, ordenados en filas de a cuatro, golpeándose los muslos contra uno de ellos. Entonces, rebotó y cayó hacia atrás, tropezando en el brazo de uno de los de babor y aterrizando en su asiento con las piernas levantadas. «¿Dónde están todos? —gritaba—. ¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!» —¡Eh, azafata! —exclamó Albert, preocupado, mientras se desabrochaba el cinturón. Luego se levantó, se volvió hacia la niña que gritaba y... entonces se detuvo. Miraba hacia la parte trasera del avión, y lo que vio lo dejó paralizado. Lo primero que pensó fue: «Supongo que, tal como están las cosas, no tengo que preocuparme de si despierto a los demás pasajeros.» A Albert le pareció que el compartimento principal del 767 estaba vacío. 7 Brian Engle casi había llegado a la mampara que separaba el compartimento de primera clase del de ejecutivos cuando comprendió que el de primera estaba totalmente vacío. Se detuvo apenas un instante y continuó caminando. Tal vez los demás hubieran abandonado sus asientos para ver quién gritaba tanto. Naturalmente, sabía que no era así. Hacía mucho tiempo que llevaba pasajeros, el suficiente como para conocer sus reacciones psicológicas en grupo. Cuando un pasajero sufría un ataque de nervios, no era habitual que los demás se movieran. La mayoría renunciaba humildemente a la acción individual al entrar en el pájaro, sentarse y abrocharse el cinturón. Una vez realizadas esas cosas sencillas, todo lo relacionado con la resolución de problemas se convertía automáticamente en responsabilidad de la tripulación. El personal de las compañías aéreas llamaba gansos a los pasajeros, pero en realidad eran ovejas. De cualquier modo, la mayor parte de las tripulaciones consideraba estupenda esa actitud, pues facilitaba la tarea de manejar a los nerviosos. Sin embargo, como era lo único que en apariencia tenía sentido, Brian ignoró lo que sabía y continuó caminando. Todavía estaba envuelto en los jirones de su propio sueño, y parte de su cerebro seguía convencido de que era Anne quien gritaba, de que la encontraría en el compartimento principal con la mano adherida a una grieta del fuselaje del avión, una grieta abierta bajo un cartel que rezaba: «Sólo estrellas fugaces.» En el compartimento de ejecutivos había un solo pasajero, un hombre mayor vestido con un traje marrón de tres piezas. Su cabeza calva resplandecía suavemente bajo la luz de la lámpara de lectura. Sus manos hinchadas a causa de la artritis reposaban sobre la hebilla del cinturón. Estaba profundamente dormido y roncaba a todo trapo, ajeno a toda la algarabía. Al entrar al compartimento principal, la energía que impulsaba a Brian hacia delante quedó anulada por la incredulidad más absoluta. Vio a un adolescente de pie junto a una niña que había caído sobre uno de los asientos de babor. Pero el chico no la miraba a ella, sino que miraba hacia la parte trasera del avión con la boca abierta, de modo que la mandíbula inferior casi tocaba el cuello de su camiseta Hard Rock Cafe. La reacción de Brian fue la misma que la de Albert Kaussner: «¡Dios mío! ¡El avión está completamente vacío!», pensó. Entonces vio a una mujer que asomaba por estribor y salía al pasillo para ver qué sucedía. Tenía el aspecto desorientado y abotargado de alguien a quien arrancan de un sueño profundo. En medio del avión, en el pasillo central, un hombre joven con un jersey de cuello alto estiraba la cabeza hacia la niña y la miraba con ojos inexpresivos. Otro hombre, de unos sesenta años, se levantó de un asiento cercano al puesto de observación de Brian y se quedó allí, parado e indeciso. Llevaba una camisa de franela roja y parecía totalmente desconcertado. Los encrespados rizos de su cabello le conferían el aspecto de un científico loco. —¿Quién grita? —Preguntó a Brian—. ¿El avión tiene problemas, señor? No se estará cayendo, ¿verdad? La niña dejó de gritar. En un intento desesperado por levantarse del asiento donde se había desplomado, estuvo a punto de caer hacia delante. El chico la cogió a tiempo. Se movía con una lentitud de mareo. «¿Adonde han ido? —Pensó Brian—. ¡Dios mío! ¿Dónde se han metido todos?» Pero ahora sus pies lo llevaban hacia la niña. Pasó junto a otro pasajero que seguía durmiendo: una chica de unos diecisiete años. Su boca abierta producía una impresión desagradable, y respiraba con inhalaciones largas y secas. Brian llegó junto al adolescente y la niña del vestido rosa. —¿Dónde están, tío? —preguntó Albert Kaussner. Había pasado el brazo en torno a los hombros de la niña, pero no la miraba. Sus ojos examinaban sin descanso el compartimento principal, casi desierto—. ¿Aterrizamos en alguna parte mientras estaba durmiendo? —¡Mi tía ha desaparecido!—Sollozó la niña—. ¡Mi tía Vicky! ¡Creí que el avión estaba vacío! ¡Creí que estaba sola! Por favor, ¿dónde está mi tía? ¡Quiero ver a mi tía! Brian se arrodilló un momento junto a ella, de modo que quedaron más o menos a la misma altura. Observó las gafas oscuras y recordó haberla visto con la mujer rubia. —Estás bien —afirmó—. Estás bien, jovencita. ¿Cómo te llamas? —Dinah —contestó, sollozando—. No puedo encontrar a mi tía. Soy ciega y no puedo verla. Me desperté y el asiento estaba vacío... —¿Qué pasa? —preguntó el joven del jersey de cuello alto. Hablaba por encima de la cabeza de Brian, ignorándolo a él y a Dinah. Se dirigía al chico de la camiseta Hard Rock y al hombre mayor de la camisa de franela—. ¿Dónde están los demás? —Estás bien, Dinah —repitió Brian—. Aquí hay más gente. ¿Los oyes? —S... sí, los oigo. Pero ¿dónde está mi tía Vicky? ¿Y a quién han matado? —¿Matado? —preguntó bruscamente la mujer que se había acercado desde estribor. Brian miró un momento hacia arriba y vio que era joven, bonita, morena—. ¿Han matado a alguien? ¿Nos han asaltado? —No han matado a nadie —aseguró Brian, por decir algo. Se sentía raro, como una barca a la que le hubieran soltado las amarras—. ¡Cálmate, preciosa! —¡He tocado su cabello! —Insistió Dinah—. ¡Alguien le ha arrancado el cabello! Aquello resultaba demasiado extraño como para aceptarlo junto a todo lo demás, de modo que Brian descartó la posibilidad de que fuera cierto. De pronto, con escalofriante intensidad, le asaltó la misma duda que antes a Dinah: ¿quién carajo estaba pilotando el avión? Se incorporó y se volvió hacia el hombre mayor con camisa de franela. —Tengo que ir a la parte delantera —dijo—. Quédese con la pequeña. —Vale —aceptó el hombre de la camisa roja—. Pero ¿qué pasa? Un hombre de unos treinta y cinco años, con téjanos planchados y camisa Oxford, se unió al grupo. A diferencia de los demás, parecía totalmente tranquilo. Sacó del bolsillo unas gafas con montura de concha, las sacudió y se las puso. —Parece que faltan algunos pasajeros, ¿no es eso? —Preguntó, con un acento británico tan almidonado como su camisa—. ¿Y qué sucede con la tripulación? ¿Alguien lo sabe? —Es lo que voy a averiguar —respondió Brian, avanzando otra vez. Al llegar al extremo del compartimento principal, se volvió y contó rápidamente. Otros dos pasajeros se habían unido al grupo que rodeaba a la niña de las gafas oscuras. Uno era la adolescente que hacía un momento dormía profundamente; se tambaleaba como si estuviera borracha o drogada. El otro era un caballero anciano con una chaqueta deportiva raída. En total, ocho, más el propio Brian y el tipo del compartimento de ejecutivos, que por el momento seguía durmiendo. Diez personas. «¡Por el amor de Dios! ¿Dónde está el resto?» Pero no era el momento más indicado para preocuparse de eso. Había problemas más importantes. Brian continuó avanzando a toda prisa, dedicándole apenas una mirada al viejo calvo que dormía en el compartimento de ejecutivos. 8 El área de servicio, encajonada entre la pantalla y los asientos de primera clase, estaba vacía. La cocina también, pero allí Brian vio algo sumamente inquietante: el carrito de las bebidas estaba aparcado junto al lavabo de estribor. En el estante inferior había algunos vasos usados. «Estaban preparándose para servir bebidas —pensó—. Acababan de sacar el carrito cuando sucedió..., fuera lo que fuese. Esos vasos usados son los que sirvieron antes de despegar. Así que lo que haya sucedido debe de haber pasado en la media hora posterior al despegue, tal vez algo más. ¿No preveían turbulencias sobre el desierto? Creo que sí. Y estaba aquel extravagante comentario acerca de la aurora boreal...» Durante un instante, Brian tuvo la convicción de que eso último formaba parte de su sueño, porque sin duda era extraño. Pero, después de reflexionar, se convenció de que Melanie Trevor, la azafata, lo había dicho realmente. «No importa. ¿Qué ha pasado? ¡Por Dios! ¿Qué ha pasado?» No lo sabía, pero sí sabía que el espectáculo del carrito de bebidas abandonado le producía una sensación de terror y espanto supersticioso. Durante un segundo pensó que así debían de haberse sentido los primeros en subir a bordo del Mary Celeste y contemplar un barco desierto con las velas desplegadas, la mesa del capitán puesta para la cena, todas las cuerdas cuidadosamente enrolladas y la pipa de un marinero quemando el resto de su tabaco en la proa... Realizando un tremendo esfuerzo, Brian apartó de su mente aquellas ideas que le dejaban paralizado y se acercó a la puerta que separaba el área de servicio de la carlinga. Golpeó. Tal como había temido, no hubo respuesta. Y aunque sabía que era inútil insistir, apretó el puño y golpeó varias veces. Nada. Intentó hacer girar el picaporte. No se movió. Aquélla era una medida obligatoria en la época de los viajes no programados a La Habana, Beirut y Teherán. Sólo los pilotos podían abrirla. Brian podía conducir ese avión, pero no desde allí fuera. —¡Eh! —gritó—. ¡Eh, muchachos! ¡Abrid la puerta! Pero ya lo sabía. Las azafatas habían desaparecido; casi todos los pasajeros habían desaparecido; Brian Engle estaba dispuesto a apostar cualquier cosa a que los dos pilotos del 767 también habían desaparecido. Estaba convencido de que el vuelo 29 se dirigía hacia el este con el piloto automático. CAPÍTULO DOS OSCURIDAD Y MONTAÑAS. EL HALLAZGO DEL TESORO. LA NARIZ DE CUELLO ALTO. NI EL LADRIDO DE LOS PERROS. NO SE PERMITE EL PÁNICO. CAMBIO DE DESTINO. 1 Brian había pedido al hombre mayor de la camisa roja que cuidara de Dinah, pero, cuando ésta oyó a la mujer que se había acercado desde estribor —la que tenía bonita voz—, se aferró a ella con temerosa intensidad, acercándose y buscando su mano con una especie de tímida determinación. Después de los años pasados con la señorita Lee, Dinah reconocía la voz de una maestra en cuanto la escuchaba. La mujer morena aceptó su mano de buen grado. —¿Dijiste que te llamas Dinah, encanto? —Sí —dijo Dinah—. Soy ciega, pero después de la operación que van a hacerme en Boston, probablemente podré volver a ver. Los doctores dicen que hay un setenta y cinco por ciento de posibilidades de que recupere un poco de visión y un cuarenta por ciento de que la recupere toda. ¿Cómo te llamas? —Laurel Stevenson —contestó la mujer morena. Sus ojos seguían explorando el compartimento principal y su rostro parecía no poder desprenderse de su expresión inicial de incredulidad atónita. —El laurel es una flor, ¿no? —preguntó Dinah, hablando con increíble vivacidad. —¡Aja! —exclamó Laurel. —Perdóneme —intervino el hombre de galas con montura de concha y acento británico—. Voy hacia la parte delantera a reunirme con nuestro amigo. —Yo también voy —dijo el hombre mayor de la camisa roja. —¡Quiero saber qué está pasando aquí! —exclamó de pronto el hombre con el jersey de cuello alto. En su cara mortalmente pálida destacaban dos manchas de color a la altura de las mejillas, brillantes como si llevaran colorete—. Exijo saber ahora mismo lo que está pasando. —No me sorprende en absoluto —dijo el británico mientras comenzaba a avanzar. El hombre de la camisa roja fue tras él. La adolescente con mirada perdida los siguió unos metros, pero se detuvo en la mampara que separaban el compartimento principal del de ejecutivos como si no supiera bien dónde estaba. El caballero anciano de la chaqueta raída se acercó al portillo de babor, se inclinó y miró. —¿Qué ve? —preguntó Laurel Stevenson. —Oscuridad y montañas —respondió el hombre de la chaqueta deportiva. —¿Las Rocosas? —preguntó Albert. El hombre asintió. —Creo que sí, joven. Albert decidió ir también hacia delante. Tenía diecisiete años, era inteligente y la pregunta misteriosa de la noche también se le había ocurrido a él: ¿quién pilotaba el avión? Pero después decidió que no importaba, al menos por el momento. Volaban apaciblemente, de modo que era presumible que alguienestuviera pilotando, y si ese alguien resultaba ser algo —en otras palabras, el piloto automático—, él no podía hacer nada al respecto. Como Albert Kaussner, era un violinista de talento —no exactamente un prodigio— que se dirigía al Conservatorio de Berklee. Como As Kaussner, era (al menos en sus sueños) el judío más rápido del oeste del Mississippi, un cazador de recompensas que descansaba los sábados, no ponía los zapatos encima de la cama y mantenía siempre los ojos abiertos, uno en espera de que se presentara la oportunidad y el otro de que apareciera un café kosher en la carretera polvorienta. Suponía que As era su manera de escabullirse de unos padres superprotectores que no le habían permitido participar en la liguilla de béisbol porque podía dañar sus valiosas manos y que, en el fondo de su corazón, estaban convencidos que un simple estornudo era el inicio de una neumonía. El era un violinista pistolero, una interesante combinación, pero no sabía nada de aviones. Y la pequeña había dicho algo que al mismo tiempo le había intrigado y le había helado la sangre en las venas. «¡He tocado su cabello! —Había dicho—. ¡Alguien le ha arrancado el cabello!» Se apartó de Dinah y Laurel (el hombre de la chaqueta vieja se había acercado a estribor y miraba por una de las ventanillas, y el del jersey de cuello alto avanzaba en dirección a los demás, con los ojos entornados en actitud pendenciera), y empezó a desandar el recorrido de Dinah por el pasillo. «¡Alguien le ha arrancado el cabello!», había dicho. Unas filas más allá, Albert vio a qué se refería. 2 —Señor, rezo para que la gorra de piloto que vi en uno de los asientos de primera clase le pertenezca —dijo el británico. Brian estaba de pie ante la puerta cerrada, con la cabeza gacha, pensando a toda velocidad. Cuando el otro habló detrás de él, se incorporó sorprendido y giró sobre sus talones. —No tenía intención de asustarlo —dijo suavemente el británico—. Me llamo Nick Hopewell —añadió tendiéndole la mano. Brian la estrechó. Al hacerlo, cumpliendo con la parte que le correspondía del antiguo ritual, se le ocurrió que debía de ser un sueño provocado por el tenso viaje desde Tokio y el descubrimiento, al llegar, de que Anne había muerto. Parte de su cerebro sabía que no era así, exactamente igual que había sabido que el alarido de la niña no tenía nada que ver con que el compartimento de primera clase estuviera desierto, pero se aferró a esa idea del mismo modo que se había aferrado a la otra. Le servía de ayuda, así que ¿por qué no? Todo lo demás era demencial. Tanto, que cualquier intento por reflexionar acerca de ello le producía una sensación de fiebre y mareo. Además, en realidad no había tiempo para pensar; simplemente, no había tiempo, y descubrió que en cierta forma eso era un alivio. —Brian Engle —dijo—. Encantado de conocerlo, aunque las circunstancias son... —Y se encogió de hombros, desamparado. ¿Cuáles eran exactamente las circunstancias? No se le ocurría ningún adjetivo que pudiera describirlas de manera adecuada. —Algo extrañas, ¿no? —Aceptó Hopewell—. Supongo que por el momento será mejor no pensar en ellas. ¿La tripulación contesta? —No —dijo Brian, y de pronto golpeó la puerta con el puño, frustrado. —Tranquilo, tranquilo —murmuró Hopewell—. Hábleme de la gorra, señor Engle. No tiene ni idea de la satisfacción y el alivio que sentiría si pudiera llamarle capitán Engle. Brian sonrió a su pesar. —Soy el capitán Engle —afirmó—. Pero, dadas las circunstancias, supongo que puede llamarme Brian. Nick Hopewell cogió la mano izquierda de Brian y la besó con entusiasmo. —Creo que le llamaré Salvador —dijo—. ¿Le molesta mucho? Brian echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír. Nick también rió. Estaban allí de pie, ante la puerta cerrada de la cabina de un avión casi vacío, riendo a carcajadas, cuando llegaron el hombre de la camisa roja y el del jersey de cuello alto, que los miraron como si se hubieran vuelto locos. 3 Albert Kaussner cogió el cabello con la mano derecha y se quedó mirándolo, pensativo. Era negro, y brillaba bajo la luz del techo. Se trataba de una excelente peluca, y no le sorprendió en absoluto que asustara a la niña. Si no hubiera podido verlo, también Albert se habría asustado. Volvió a dejar la peluca sobre el asiento, echó una mirada al bolso que descansaba en el asiento contiguo y observó con más atención lo que había junto al bolso. Era una alianza de oro. La cogió, la examinó y la dejó donde estaba. Empezó a caminar lentamente hacia la cola del avión. En menos de un minuto, Albert se había quedado tan estupefacto que olvidó la cuestión de quién pilotaba el avión o de cómo iban a bajar de allí si estaba funcionando con el piloto automático. Los pasajeros del vuelo 29 habían desaparecido, pero dejando tras de sí un fabuloso —y en ocasiones enigmático— tesoro. Albert encontró joyas en casi todos los asientos: anillos de casados en su mayor parte, pero también diamantes, esmeraldas y rubíes. Había pendientes, la mayoría de ellos baratijas, aunque a Albert algunos le parecieron muy caros. Su madre tenía algunas joyas valiosas, y ciertas cosas de las que había allí hacían que sus mejores joyas parecieran saldos. Había broches, collares, gemelos, pulseras de identificación. Y relojes, infinidad de relojes de diferentes marcas: Timex, Rolex... Debía de haber por lo menos doscientos sobre los asientos, en el suelo, por los pasillos... Resplandecían bajo las luces. Había por lo menos sesenta pares de gafas. Con montura de metal, de concha, de oro. Había gafas discretas, gafas punky y gafas con diamantes falsos en las patillas. Había Ray-Ban, Polaroid y Foster Grant. Había hebillas de cinturones, pasadores y pilas de repuesto. Billetes no, pero sí unos cuatrocientos dólares en moneda fraccionaria. Había billeteros. No tantos como bolsos, pero sí más de una docena, piel de todas las calidades y de plástico. Había cortaplumas y por lo menos una docena de calculadoras de bolsillo. Y también cosas más raras. Cogió un cilindro de plástico de color carne y lo examinó durante casi treinta segundos antes de llegar a la conclusión de que era un consolador y dejarlo rápidamente. Había una cucharilla de oro sujeta a una fina cadena. Aquí y allá, en los asientos y en el suelo, había objetos brillantes de metal casi todos de plata, aunque también los había de oro. Cogió un par para ratificar el juicio de su cerebro inquieto: algunos eran fundas dentales, pero en su mayor parte se trataba de empaste de dientes humanos. Y en una de las filas traseras encontró dos diminutos cilindros de acero. Los miró con detenimiento antes de comprender que eran clavos quirúrgicos, y que no pertenecían al suelo de un avión casi desierto sino a la rodilla u hombro de algún pasajero. Descubrió a otro pasajero, un joven con barba que estaba despatarrado sobre dos asientos de la última fila, roncando sonoramente y oliendo como una destilería. A dos asientos de distancia encontró un aparato que parecía un marcapasos. Albert se detuvo en la cola del avión y miró hacia delante por el ancho y vacío tubo del fuselaje. —¿Qué coño está pasando aquí? —preguntó con un hilo de voz. 4 —¡Exijo saber qué está pasando aquí! —dijo, alzando la voz el hombre del jersey de cuello alto. Entró en el área de servicio, situada en la parte delantera de primera clase, como un invasor montado en un caballo hostil. —¿En este momento? Estamos a punto de romper la cerradura de esta puerta —dijo Nick Hopewell, clavando una mirada brillante en Cuello Alto—. La tripulación parece haber abdicado junto con todos los demás, pero de todos modos tenemos suerte. Mi nuevo amigo es un piloto que estaba volando con pase y... —Desde luego, aquí hay un botarate, y tengo intención de descubrir quién es, créame —amenazó Cuello Alto, pasando junto a Nick sin dedicarle ni una mirada y acercando su cara a la de Brian, tan agresivo como un jugador que disputa una pelota—. ¿Ustedtrabaja para American Pride, amigo? —Sí —respondió Brian—. Pero ¿por qué no dejamos eso por ahora, señor? Es importante que... —¡Yo le diré lo que es importante! —gritó Cuello Alto. Un fino rocío de saliva cubrió las mejillas de Brian, el cual tuvo que reprimir un impulso súbito y violento de rodear con sus manos el cuello de ese idiota y descubrir cuánto podía apretar antes de que se rompiera algo dentro—. ¡Esta mañana a las nueve tengo una reunión en el Prudential Center con representantes de la Banca Internacional! ¡A las nueve en punto! Reservé un asiento en este vehículo de buena fe, y no tengo intención de llegar tarde a mi cita. Quiero saber tres cosas: quién autorizó un aterrizaje no programado de este avión mientras yo dormía, dónde se realizó ese aterrizaje y por qué se hizo. —¿Ha visto alguna vez Star Trek —preguntó de pronto Nick Hopewell. La cara congestionada de Cuello Alto se volvió hacia Nick. Su expresión decía que, en su opinión, el inglés estaba obviamente loco. —¿De qué demonios habla? —De un maravilloso programa americano —respondió Nick—. Ciencia ficción. La exploración de extraños mundos nuevos, como el que aparentemente existe en el interior de su cabeza. Y si no cierra el pico enseguida, imbécil, me encantará hacerle una demostración de la famosa llave Vulcano del señor Spock. —¡No puede hablarme así! —Bramó Cuello Alto—. ¿Sabe quién soy? —Por supuesto —dijo Nick—. Es un gusanillo estúpido que ha confundido su tarjeta de embarque con credenciales que proclaman que es el Sumo Sacerdote de la Creación. Además, está muy asustado. No hay nada de malo en ello, pero podría haberlo. La cara de Cuello Alto estaba tan congestionada que Brian empezó a temer que le explotara la cabeza. Una vez había visto una película donde pasaba eso y no quería verlo en la vida real. —¡No puede hablarme así! ¡Ni siquiera es ciudadano americano! Nick Hopewell se movió con tal rapidez que Brian apenas vio lo que estaba pasando. El hombre del jersey de cuello alto estaba aullando ante la cara de Nick, que permanecía de pie junto a Brian con las manos en jarras sobre sus téjanos planchados. Un instante después, Cuello Alto tenía la nariz atrapada entre el pulgar y el índice de la mano derecha de Nick. Cuello alto intentó apartarse. Los dedos de Nick apretaron y su mano giró levemente, como si estuviera ajustando un tornillo o dando cuerda a un despertador. Cuello Alto rugió. —Puedo romperla —advirtió Nick con suavidad—. Créame, es lo más fácil del mundo. Cuello Alto intentó retroceder. Sus manos golpeaban sin resultado el brazo de Nick. Éste volvió a dar una vuelta y Cuello Alto rugió por segunda vez. —Creo que no me ha oído. Puedo romperla, ¿entiende? Si entiende, haga una seña. Y retorció por tercera vez la nariz de Cuello Alto. En esta ocasión, Cuello Alto no rugió, sino que aulló. —¡Ostras! —exclamó detrás de él la chica drogada—. Una llave de nariz. —No tengo tiempo para discutir sus citas de negocios —le dijo con calma Nick a Cuello Alto—. Ni tampoco para ocuparme de una histeria disfrazada de agresividad. Nos encontramos ante una situación difícil e incomprensible. Es evidente, señor, que usted no forma parte de la solución, y no tengo ninguna intención de permitir que se convierta en parte del problema. En consecuencia, voy a enviarlo de regreso al compartimento principal. Este caballero de la camisa roja... —Don Gaffney —interrumpió el caballero de la camisa roja. Se le veía tan atónito como al propio Brian. —Gracias —dijo Nick, que seguía apretando la nariz de Cuello Alto con aquella llave sorprendente, mientras Brian veía fluir un hilillo de sangre por uno de los atormentados orificios nasales del hombre. Luego, lo atrajo hacia sí y prosiguió con voz cálida y confiada—: El señor Gaffney, aquí presente, será su escolta. En cuanto llegue al compartimento principal, mi fastidioso amigo, se sentará con su cinturón de seguridad bien ajustado. Más tarde, cuando el capitán se haya asegurado de que no vamos a chocar contra una montaña, un edificio u otro avión, tal vez podamos hablar más extensamente de su situación. En este momento, sin embargo, su interferencia es innecesaria. ¿Comprende todas las cosas que le he dicho? Cuello Alto emitió un balido dolorido y escandalizado. —Si comprende, levante los pulgares por favor. Cuello Alto levantó un pulgar. Brian vio que la uña había sido sometida a una cuidadosa manicura. —Estupendo —dijo Nick—. Otra cosa. Cuando le suelte la nariz tal vez sienta deseos de venganza. Sentirse así es fabuloso, pero dar rienda suelta a ese sentimiento sería un error. Quiero que recuerde que lo que le he hecho a su nariz puedo repetirlo con toda facilidad con sus testículos. De hecho, puedo retorcerlos tanto que al soltarlos usted saldría volando por la cabina, como el avioncito de un niño. Espero que ahora se vaya con el señor... —Y miró inquisitivamente al hombre de la camisa roja. —Gaffney —repitió el hombre de la camisa roja. —Eso, Gaffney. Lo siento. Espero que se vaya con el señor Gaffney. No discuta, no se niegue. En realidad, si dice aunque sea una palabra, se descubrirá explorando mundos de dolor hasta ahora desconocidos. Si entiende esto, demuéstremelo con el pulgar. Cuello Alto meneó su pulgar con tanto entusiasmo, que durante un instante pareció un excursionista con diarrea tratando de parar un coche. —Perfecto —dijo Nick, y le soltó la nariz. Cuello Alto retrocedió, mirando a Nick Hopewell con ojos enfurecidos y perplejos. Parecía un gato al que acabaran de despertar con un cubo de agua fría. En sí misma, la ira hubiera dejado indiferente a Brian. Fue la perplejidad lo que le inspiró cierta compasión. Él también estaba perplejo. Cuello Alto se llevó una mano a la nariz para verificar que todavía estaba en su sitio. De cada fosa nasal fluía un delgado hilillo de sangre, no más ancho que la banda de un paquete de cigarrillos. Miró con incredulidad las yemas de sus dedos manchadas de sangre. Abrió la boca. —Yo no lo haría, señor —dijo Don Gaffney—. El tipo habla en serio. Es mejor que venga conmigo. Cogió a Cuello Alto del brazo. Durante un momento, éste opuso resistencia a su amistoso tirón y volvió a abrir la boca. —No me parece una buena idea —intervino la chica que parecía drogada—. Si no se las pira, perderá. Cuello Alto cerró la boca y permitió que Gaffney lo guiara de regreso a la parte trasera del compartimento de primera. Miró una vez por encima del hombro, con ojos dilatados y atónitos, y volvió a llevarse los dedos a la nariz. Mientras tanto, Nick había perdido todo interés por el hombre. Miraba por una de las ventanillas. —Al parecer estamos sobrevolando las Rocosas —dijo—, y a una altura bastante segura. Brian también miró un instante. Eran las Rocosas, sí, y por su aspecto debían de encontrarse aproximadamente en el centro de la cadena. Calculó la altitud en unos diez mil metros. Más o menos lo que le había dicho Melanie Trevor. Así que iban bien, al menos por el momento. —Venga —dijo—. Ayúdeme a forzar esta puerta. Nick se acercó. —¿Quiere que dirija esta parte de la operación, Brian? Tengo cierta experiencia. —Como quiera. Brian se descubrió preguntándose cómo habría adquirido Nick Hopewell su experiencia en retorcer narices y forzar puertas. Se le ocurrió que probablemente fuera una larga historia. —Resultaría útil saber hasta qué punto el cerrojo es resistente —dijo Nick—. Si golpeamos con demasiada fuerza, seremos catapultados al interior de la carlinga, y no me gustaría caer sobre algo que no merezca la pena. —No lo sé —respondió Brian—. Sin embargo, no creo que sea fuerte. —Vale —dijo Nick—. Dése la vuelta y colóquese de espaldas a mí, con el hombro derecho apuntando a la puerta. Brian obedeció. —Yo contaré. Cuando diga tres, empujaremos juntos. Al avanzar flexione las piernas. Tenemos más posibilidades de romper el cerrojo si golpeamos la puerta por debajo. No golpee con toda su fuerza. Más o menos la mitad. Si no es suficiente,siempre podemos volver a intentarlo. ¿Entiende? —Entiendo. La chica, que ahora parecía más despierta y lúcida, dijo: —No dejan una llave bajo el felpudo o algo así, ¿verdad? Nick la miró sobresaltado y se volvió hacia Brian. —¿Es posible que dejen alguna llave por ahí? Brian meneó la cabeza. —Me temo que no. Es una medida antiterrorista. —Claro —dijo Nick—. Claro que lo es —repitió, guiñándole un ojo a la chica—. Pero, de todos modos, a eso se le llama usar la cabeza. La chica le sonrió, vacilante. Nick volvió a mirar a Brian. —¿Listo? —Listo. —Vale, entonces..., uno... dos... tres. Se lanzaron contra la puerta, agachándose con sincronización perfecta antes de golpearla, y la puerta se abrió con absurda facilidad. Entre el área de servicio y la cabina de mando había un umbral pequeñísimo, en realidad un desnivel demasiado corto para considerarse un escalón. Brian tropezó con la punta del zapato, y habría caído de lado en la cabina si Nick no lo hubiera cogido por el hombro. El hombre era veloz como un gato. —Está bien —dijo, más para sí mismo que a Brian—. Veamos con qué tenemos que enfrentarnos, ¿de acuerdo? 5 La cabina estaba vacía. Al verlo, a Brian se le pusieron los pelos de punta. Sabía perfectamente que un 767 podía volar miles de kilómetros con el piloto automático, utilizando la información introducida en el sistema de navegación informatizado —sólo Dios sabía la cantidad de kilómetros que él mismo había volado así—, pero ver los dos asientos vacíos era una cosa muy distinta. Eso fue lo que le asustó. En toda su carrera no había visto jamás una carlinga vacía durante el vuelo. Ahora la estaba viendo. Los controles del piloto se movían solos, realizando las correcciones infinitesimales necesarias para mantener el avión en la ruta programada para ir a Boston. Las luces del tablero estaban en verde. Las dos pequeñas alas que aparecían encima del indicador de altitud del avión permanecían inmóviles sobre el horizonte artificial. Más allá de las dos pequeñas ventanillas rasgadas, un billón de estrellas parpadeaban en el cielo del amanecer. —¡Guau! —exclamó la adolescente en voz baja. —Caramba —dijo Nick al mismo tiempo—. Mire aquí, compañero. Nick señalaba una taza de café medio vacía que estaba sobre la consola de servicio, junto al brazo izquierdo del asiento del piloto. Al lado del café había una galleta danesa mordida. Al verla, el sueño regresó de pronto a la mente de Brian, que se estremeció violentamente. —Fuera lo que fuese, pasó muy rápido —dijo Brian—. Mire aquí. Y aquí. Señaló primero el asiento del piloto y después el suelo, junto al asiento del copiloto. Dos relojes de pulsera centelleaban bajo la luz de los controles: un Rolex a prueba de presión y un Pulsar digital. —Si quieren relojes, tienen para elegir —dijo una voz detrás de ellos—. Allí detrás hay toneladas. Brian miró por encima del hombro y vio a Albert Kaussner, con el aspecto ordenado y juvenil que le proporcionaba su pequeña gorra y la camiseta Hard Rock Cafe. Junto a él estaba el caballero anciano de la chaqueta deportiva raída. —¿De veras? —preguntó Nick. Por primera vez parecía haber perdido todo su aplomo. —Relojes, joyas y gafas —dijo Albert—. Y bolsos. Pero lo más raro es que... hay cosas que estoy casi seguro de que salieron del interior de la gente. Cosas como clavos quirúrgicos y marcapasos. Nick miró a Brian Engle. El inglés se había quedado visiblemente pálido. —Yo partía más o menos del mismo supuesto que nuestro locuaz y grosero amigo —dijo—. Que el avión había aterrizado en alguna parte, por alguna razón, mientras dormía. Que la mayoría de los pasajeros y la tripulación se habían quedado en tierra por algún motivo. —Me hubiera despertado en el instante en que comenzara el descenso —dijo Brian—. Es por el hábito. Descubrió que no podía apartar la vista de los asientos vacíos, la taza de café medio vacía y la galleta danesa mordida. —En circunstancias normales, diría lo mismo —aceptó Nick—. Así que pensé que me habían puesto narcótico en la bebida. «No sé cómo se gana la vida este tipo —pensó Brian—, pero desde luego no vende coches de segunda mano.» —Nadie puso nada en mi vaso —dijo—, por la sencilla razón de que no tenía ninguno. —Ni yo —dijo Albert. —En cualquier caso, es imposible que se haya producido un aterrizaje y un despegue mientras dormíamos —explicó Brian—. Se puede conducir un avión con piloto automático, y el Concorde puede aterrizar automáticamente, pero para despegar es imprescindible una persona. —Entonces, no hubo aterrizaje —dijo Nick. —No. —Entonces, ¿adonde han ido, Brian? —No lo sé —contestó Brian. Se dirigió hacia el asiento del piloto y se sentó. 6 Estaban volando a once mil metros, tal como le había dicho Melanie Trevor, en dirección 090. Eso cambiaría una o dos horas después cuando el avión llegara más al norte. Brian cogió el gráfico de navegación, miró el indicador de velocidad del aire e hizo una serie de cálculos rápidos. Después, se puso los auriculares. —Centro de Denver, aquí el vuelo 29 de American Pride, corto. Cambió la posición del interruptor, pero no oyó nada. Nada en absoluto. Ni interferencias, ni conversaciones, ni señales del control de tierra ni de ningún otro avión. Controló la posición del transmisor: 7700, como debía ser. Volvió a mover el interruptor para transmitir otra vez. —Centro de Denver, conteste por favor, aquí el vuelo 29 de American Pride. Repito, el Heavy de American Pride. Tengo un problema, Denver, tengo un problema. Volvió a colocar el interruptor en posición de recibir y permaneció a la escucha. Entonces hizo algo que aceleró el corazón de Albert As Kaussner: golpeó con los nudillos el panel de control, debajo del equipo de radio. El Boeing 767 era un avión de alta tecnología, un avión piloto. En semejante avión, no se intentaba hacer funcionar los aparatos de esa manera. Lo que acababa de hacer el piloto era lo que uno hacía cuando la vieja radio Philco que había comprado por un dólar en la subasta de Kiwanis se negaba a funcionar al llegar a casa. Brian volvió a llamar al centro de Denver. No obtuvo respuesta. Ninguna respuesta. 7 Hasta ese momento, Brian se había sentido mareado y terriblemente perplejo. Ahora empezó a estar asustado, muy asustado. Hasta entonces no había tenido tiempo de sentir miedo. Le hubiera gustado que siguiera siendo así, pero no lo era. Pasó la radio a la frecuencia de emergencia y volvió a probar. No hubo respuesta. Era el equivalente a llamar al 911 en Manhattan y oír una grabación que decía que todos se habían ido de fin de semana. Cuando se llamaba por la banda de emergencia, siempre se obtenía una respuesta instantánea. «Por lo menos hasta ahora», pensó Brian. Pasó al UNICOM, donde los pilotos privados obtenían asesoramiento sobre el aterrizaje en los aeropuertos pequeños. Nada. Escuchó atentamente, pero no oyó nada. Y eso era imposible. Los pilotos privados charlaban como estorninos posados en el cable telefónico. La chica del Piper quería conocer el informe meteorológico. El tipo del Cessna se quedaría muerto en su asiento si no conseguía que alguien llamara a su esposa y le dijera que llevaba tres amigos a cenar. Los del Lear querían que la recepcionista del aeropuerto Arvada anunciara a los pasajeros del charter que llevaban quince minutos de retraso, y que tuvieran paciencia porque de todos modos llegaría a Chicago a tiempo para el partido de béisbol. Pero allí no se oía nada de eso. Al parecer, los estorninos habían volado y las líneas telefónicas estaban abandonadas. Volvió a pasar a la banda de emergencia de la FAA. —¡Denver, conteste! ¡Conteste ya! ¡Este es el vuelo 29 de AP! ¡Contesten, maldita sea! Nick le tocó el hombro. —Calma compañero. —¡El perro no quiere ladrar! —gritó Brian, frenético—. ¡Es imposible, pero es lo que está sucediendo! ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? ¿Ha habido una guerra nuclear, o qué? —Calma —repitió Nick—. Brian, tranquilícese y dígame qué quieredecir eso de que el perro no quiere ladrar... —¡Me refiero al centro de control de Denver! —Exclamó Brian—. ¡A ese perro! ¡Y a la emergencia de la FAA! ¡A ese perro! ¡Y al UNICOM! ¡A ese otro perro! Jamás... —Y movió otro interruptor sin acabar la frase—. Ésta es la banda onda media. Tendrían que estar saltando unos sobre otros como ranas sobre un pavimento ardiendo, pero no se oye una mierda. Probó otro interruptor y levantó la mirada hacia Nick y Albert Kaussner, que también se había acercado. —Denver no emite la señal VOR —dijo. —¿Y eso qué quiere decir? —Quiere decir que no tengo ni radio ni señal de navegación de Denver. Y mi tablero dice que todo funciona estupendamente. Y eso son tonterías. Tienen que serlo. Empezó a ocurrírsele una idea terrible, que surgió como el cuerpo de un ahogado que emerge a la superficie de un río. —Oye, chico, mira por la ventanilla. Por el lado izquierdo. Dime lo que ves. Albert Kaussner miró. Miró durante un buen rato. —Nada —dijo—. Nada en absoluto. Sólo el final de las Rocosas y el comienzo de las praderas. —¿No hay luces? —No. Brian se irguió sobre unas piernas que parecían débiles e incorpóreas. Se quedó mirando durante largo rato. Por último, Nick Hopewell dijo tranquilamente: —Denver ha desaparecido, ¿no es eso? Por los gráficos y el equipo de navegación de a bordo, Brian sabía que ahora deberían estar volando a menos de ochenta kilómetros de Denver, pero debajo sólo veía el paisaje oscuro y monótono que señalaba el comienzo de las Grandes Llanuras. —Sí —respondió—. Denver ha desaparecido. 8 Hubo un momento de absoluto silencio y después Nick Hopewell se volvió hacia el coro escénico, que en ese momento estaba formado por Albert, el hombre de la chaqueta raída y la chica. Nick batió palmas enérgicamente, como si fuera una maestra de parvulario. Sus palabras también sonaban como si lo fuera. —Bien, muchachos, vuelvan a sus asientos. Creo que aquí necesitamos un poco de tranquilidad. —Estamos tranquilos —objetó la chica, muy razonablemente. —Creo que lo que el caballero quiere decir no es tranquilidad, sino un poco de intimidad —dijo el hombre de la chaqueta raída. Su voz sonó educada, pero su mirada suave y preocupada estaba clavada en Brian. —Es exactamente lo que quiero decir —aceptó Nick—. Por favor. —¿Cree que está bien? —preguntó en voz baja el hombre de la chaqueta raída—. Parece bastante alterado. Nick contestó en el mismo tono confidencial. —Sí —dijo—. Estupendamente. Yo me ocuparé de él. —Vamos, chicos —dijo el hombre. Pasó un brazo por los hombros de la chica y el otro por los de Albert—. Volvamos y sentémonos. Nuestro piloto tiene cosas que hacer. Por lo que se refería a Brian, no tenían por qué haber bajado la voz. Era como un pez alimentándose bajo el agua, mientras por el cielo pasa una pequeña bandada. El sonido puede llegar hasta el pez, pero desde luego no le hace el menor caso. Brian estaba atareado pasando de una banda de emisión a otra, de un punto de navegación a otro. Era inútil. No había Denver, ni Colorado Springs, ni Omaha. Todo había desaparecido. Sentía que el sudor corría por sus mejillas como lágrimas y que la camisa se le pegaba a la espalda. «Debo de oler como un cerdo —pensó—, o como un...» Entonces tuvo una inspiración. Pasó a la frecuencia de la aviación militar, a pesar de que las normas lo prohibían expresamente. El Comando Estratégico del Aire era prácticamente dueño de Omaha. Ellos estarían en el aire. Se exponía a que le dijeran que saliera a toda pastilla de su frecuencia, y probablemente lo amenazarían con denunciarlo al FAA, pero Brian estaba dispuesto a aceptarlo con alegría. Tal vez fuera el primero en comunicarles que, al parecer, la ciudad de Denver se había ido de vacaciones. —Control de las Fuerzas Aéreas, Control de las Fuerzas Aéreas, aquí el vuelo 29 de American Pride. Tenemos un problema, un grave problema, ¿me entienden? Corto. Pero allí tampoco ladró ningún perro. Entonces fue cuando Brian sintió algo así como si un cerrojo empezara a ceder dentro de su cerebro. Entonces sintió que toda la estructura de pensamiento organizado empezaba a resbalar lentamente en dirección a un abismo oscuro. 9 En ese momento, Nick Hopewell apoyó una mano en la parte superior de su hombro, cerca del cuello. Brian dio un salto en el asiento y estuvo a punto de gritar. Volvió la cabeza y encontró la cara de Nick apenas a unos centímetros de la suya. «Ahora me cogerá la nariz y empezará a retorcerla», pensó Brian. Pero Nick no le cogió la nariz. Habló con una inmensa serenidad, con los ojos fijos en los de Brian, sin pestañear. —Veo una expresión en sus ojos, amigo mío... Aunque no necesito ver sus ojos para saber que está ahí. Puedo oírlo en su voz y verlo en la manera en que está sentado. Ahora, escúcheme con atención: el pánico no está permitido. Brian se quedó mirándolo, congelado por la mirada azul. —¿Me entiende? Habló con gran esfuerzo. —Nick, no dejan que un tipo haga el trabajo que yo hago si se deja vencer por el pánico. —Lo sé —dijo Nick—, pero ésta es una situación excepcional. Sin embargo, debe recordar que en este avión hay una docena de personas o más, y que su trabajo es el de siempre: llevarlos a tierra de una pieza. —¡No necesita decirme cuál es mi trabajo! —le espetó Brian. —Me temo que sí —dijo Nick—. De todas formas, ya parece estar mucho mejor, me alivia decirlo. Pero el cambio no se reducía a parecer estar mejor; Brian estaba empezando a sentirse bien otra vez. Nick había clavado el alfiler en la parte más sensible: su sentido de la responsabilidad. «Era lo que pretendía», pensó Brian. —¿Cómo se gana la vida, Nick? —preguntó con voz temblorosa. Nick echó la cabeza hacia atrás y rió. —Como agregado júnior en la embajada británica, viejo. —¡Y un cuerno! Nick se encogió de hombros. —Bueno, es lo que dicen mis papeles y supongo que es bastante correcto. Si dijeran algo más, supongo que pondrían mecánico de Su Majestad. Arreglo cosas que necesitan ser arregladas. En este momento, a usted. —Gracias —replicó Brian, fastidiado—, pero ya no necesito arreglos. —De acuerdo. ¿Qué piensa hacer? ¿Puede navegar sin esos radares de tierra? ¿Puede evitar otros aviones? —Puedo navegar perfectamente con el equipo de a bordo —respondió Brian—. En cuanto a otros aviones —añadió, señalando la pantalla de radar—, este hijo de mala madre dice que no hay ninguno más. —Sin embargo, tal vez los haya —dijo suavemente Nick—. Podría ser que, por el momento, las condiciones de la radio y del radar no sean las óptimas. Usted mencionó la guerra nuclear, Brian. Creo que si hubiera habido un intercambio nuclear, lo sabríamos. Pero eso no quiere decir que no haya podido producirse algún accidente. ¿Conoce el fenómeno conocido como pulso electromagnético? Brian pensó un instante en Melanie Trevor. «¡Ah! Hemos recibido informes acerca de la aurora boreal sobre el desierto de Mohave. Tal vez quiera verla.» ¿Podía ser cierto que se tratara de algún extraño fenómeno atmosférico? Suponiendo que fuera posible, ¿por qué no se oía nada en la radio? ¿Por qué no había interferencia en la pantalla del radar? ¿Por qué esa negrura mortal? Se resistía a creer que la aurora boreal fuera responsable de la desaparición de ciento cincuenta y dos pasajeros. —¿Y bien? —preguntó Nick. —Usted es un excelente mecánico, Nick —contestó Brian por fin—, pero no creo que sea pulso electromagnético. Todo el equipo de a bordo, incluyendo el cambio direccional, parecen funcionar a la perfección —dijo señalando la lectura del compás digital—. Si hubiéramos experimentado un pulso electromagnético, ese bebé estaría girando como un loco. Pero está inmóvil. —¡Aja! ¿Piensa seguir hasta Boston? «¿Piensa...?» Con estas palabras, el resto de pánico desapareció. «Es lo correcto —pensó—. Ahora soy el capitán de esta nave, y en última instancia las cosas se reducen a eso. Debería habérmelo recordado antes, amigo mío, y nos hubiéramos evitado muchosproblemas.» —¿Afrontar Logan al amanecer sin tener ni idea de lo que pasa debajo o en el resto del mundo? Ni hablar. —Entonces, ¿cuál es nuestro destino? ¿O necesita tiempo para pensarlo? No era necesario. Empezó a revisar todas las cosas que necesitaba. —Ya lo sé —dijo—. Y creo que es hora de que me dirija a los pasajeros. A los pocos que quedan. En el momento en que se disponía a coger el micrófono el hombre calvo que había estado durmiendo en el compartimento de ejecutivos asomó la cabeza por la cabina. —Caballeros, ¿serían tan amables de decirme qué le ha sucedido al personal auxiliar de este vuelo? —preguntó quejoso—. He dormido una siesta estupenda, pero ahora me gustaría cenar. 10 Dinah Bellman se encontraba mucho mejor. Era estupendo estar rodeada de otras personas, sentir su presencia tranquilizadora. Estaba sentada entre un pequeño grupo formado por Albert Kaussner, Laurel Stevenson y el hombre de la chaqueta raída, que se había presentado como Robert Jenkins. Según dijo, era autor de más de cuarenta novelas de misterio y se dirigía a Boston para intervenir en un simposio de aficionados al género. —Ahora —anunció—, me encuentro envuelto en un misterio mucho más extravagante que cualquiera de los que me hubiese atrevido a escribir. Los cuatro estaban sentados en la zona central, cerca de la cabecera del compartimento principal. El hombre del jersey de cuello alto estaba sentado a estribor, varias filas más atrás, apretando con un pañuelo su nariz (que en realidad había cesado de sangrar minutos antes) y consumiéndose de furia en solitario esplendor. Cerca de él estaba Don Gaffney, que lo vigilaba inquieto. Gaffney sólo se había dirigido a Cuello Alto una vez, para preguntarle su nombre, pero éste no había contestado. Simplemente, había clavado en Gaffney una mirada de intensidad tétrica por encima del ramillete arrugado de su pañuelo. Gaffney no insistió. —¿Alguien tiene alguna idea de lo que está sucediendo? —Preguntó Laurel—. Se supone que mañana inicio mis primeras auténticas vacaciones en diez años y ahora sucede esto. Resultó que Albert estaba mirando detenidamente a la señorita Stevenson cuando ésta habló. Al decir lo de las primeras auténticas vacaciones en diez años, vio que sus ojos iban de derecha a izquierda y parpadeaban velozmente tres o cuatro veces, como si una mota de polvo se le hubiera metido dentro. Se le ocurrió una idea que era casi una certeza: la dama mentía. Por alguna razón, la dama mentía. La observó con más detenimiento, pero no vio nada realmente notable: una mujer con una especie de belleza en decadencia, una mujer que estaba en puertas de abandonar la veintena y adentrarse en la mediana edad (y para Albert, la mediana edad empezaba decididamente a los treinta), una mujer que pronto resultaría descolorida e invisible. Pero ahora tenía color; sus mejillas ardían. Albert desconocía el significado de la mentira, pero pudo ver que había refrescado su belleza por un instante. «Esta dama debería mentir más a menudo», pensó Albert. De inmediato, antes de que él u otro pudiera responderle, la voz de Brian surgió por los altavoces. —Señoras y caballeros, les habla el capitán. —¡Capitán de mierda! —exclamó Cuello Alto. —¡Cállese! —barbotó Gaffney desde el otro lado del pasillo. Cuello Alto lo miró sorprendido y obedeció. —Como indudablemente saben, nos enfrentamos a una situación muy extraña —continuó Brian—. No necesitan que les explique nada; para comprender, basta con que miren a su alrededor. —Yo no comprendo nada —murmuró Albert. —Sé algunas otras cosas que no les pondrán exactamente de buen humor, pero puesto que el asunto nos afecta a todos, quiero ser lo más sincero posible. No puedo establecer comunicación con tierra. Por otra parte, hace unos cinco minutos deberíamos haber visto las luces de Denver desde el avión. No las vimos. La única conclusión que puedo sacar por ahora es que alguien olvidó pagar el recibo de la luz. Y hasta que sepamos algo más, creo que es la única conclusión que se puede sacar. Hizo una pausa. Laurel tenía cogida la mano de Dinah. Albert emitió un silbido bajo que dejaba traslucir el miedo. Robert Jenkins, el escritor de misterio, dirigía una mirada soñadora hacia el espacio con las manos descansando en los muslos. —Ésas son las malas noticias —continuó Brian—. Las buenas son éstas: el avión no ha sufrido daños, tenemos mucho combustible y estoy calificado para pilotar esta marca y modelo, así como para aterrizar. Creo que todos estamos de acuerdo en que aterrizar con seguridad es nuestro objetivo prioritario. Mientras lo intentamos, no se puede hacer nada más, y quiero que estén seguros de que lo conseguiremos. Lo último que quiero comunicar es que nuestro destino actual es Bangor, en Maine. Cuello Alto se incorporó bruscamente. —¿Quéeee? —gimió. —Nuestro equipo de navegación está en perfectas condiciones de funcionamiento, pero no puedo decir lo mismo del VOR, el sistema de navegación que también utilizamos. Por consiguiente, he decidido no entrar en el espacio aéreo de Logan. No he podido encontrar por radio a nadie, ni en tierra ni en el aire. El equipo de radio del aparato parece funcionar bien, pero, dadas las circunstancias, creo que no puedo fiarme de las apariencias. El aeropuerto internacional de Bangor presenta las siguientes ventajas: el tramo corto es por tierra, no por agua; el tráfico aéreo a la hora estimada de llegada, alrededor de las ocho y media de la mañana, será muy escaso..., suponiendo que lo haya; además Bangor, que era una base de las Fuerzas Aéreas, tiene la pista comercial más larga de la Costa Este. Nuestros amigos británicos y franceses aterrizan allí con el Concorde cuando no pueden descender en Nueva York. Cuello Alto berreó: —¡Tengo una importante reunión de negocios en el Pru esta mañana a las nueve y le prohibo descender en un aeropuerto perdido de Maine! Dinah dio un salto y se apartó del sonido de la voz de Cuello Alto, apretando la mejilla contra un seno de Laurel Stevenson. No lloraba —en todo caso, todavía no—, pero Laurel sintió que su pecho empezaba a agitarse. —¿Me oye? —Continuó berreando Cuello Alto—. ¡Me esperan en Boston para hablar de una transacción de bonos anormalmente grande y tengo intención de llegar a tiempo a esa reunión! —Y, desabrochándose el cinturón, empezó a ponerse en pie. Tenía las mejillas rojas y la frente blanca como la cera. En sus ojos había una mirada neutra que a Laurel le pareció aterradora—. ¿Entiende? —Por favor —dijo Laurel—. Por favor, señor, está asustando a la pequeña. Cuello Alto volvió la cabeza, y la inquietante mirada negra se posó en ella. Laurel podía haber esperado. —¿Asustando a la pequeña? Estamos desviándonos hacia un diminuto aeropuerto de mierda en medio de nada, y lo único que le preocupa es... —Siéntese y cierre el pico, o le zurro —dijo Gaffney, poniéndose en pie. Era por lo menos veinte años mayor que Cuello Alto, pero también más pesado y de complexión más atlética. Se había arremangado las mangas de su camisa roja de franela hasta los codos, y cuando apretó los puños, los músculos de sus antebrazos se hincharon. Tenía el aspecto de un leñador que empieza a ablandarse. El labio superior de Cuello Alto se estiró sobre los dientes. Aquella mueca canina asustó a Laurel, porque no creía que el tipo supiera que estaba poniendo cara rara. Fue la primera en preguntarse si aquel hombre no estaría loco. —No creo que pudiera hacerlo solo, papi —dijo. —No será necesario —dijo el calvo del compartimento de ejecutivos— Si no se calla, yo le ayudaré. Albert Kaussner reunió todo su valor y dijo: —Y yo también, putz. Decirlo fue un gran alivio. Se sentía como uno de los tipos de El Álamo, pisando la línea que el coronel Travis había dibujado en el polvo. Cuello Alto miró a su alrededor. Su labio volvió a levantarse y caer en esa extraña mueca canina. —Ya veo, ya veo. Todos contra mí. ¡Estupendo! —Exclamó, sentándose y mirándolos con truculencia—.Pero si supieran algo sobre el mercado de bonos sudamericanos... No terminó. En el brazo del asiento que estaba a su lado había una servilleta de papel. La cogió y empezó a pellizcarla. —No tiene por qué ser así —dijo Gaffney—. No nací pendenciero, señor, y tampoco me siento inclinado a serlo. Laurel pensó que intentaba parecer agradable, pero en sus palabras se percibía la fatiga y tal vez también la cólera. —Debería relajarse y tomárselo con calma. ¡Mire el lado positivo! Probablemente, la compañía aérea le devolverá el importe íntegro del billete. Cuello Alto miró fugazmente en dirección a Don Gaffney y después desvió la mirada hacia la servilleta. Dejó de pellizcarla y empezó a desgarrarla en largas tiras. —¿Alguien sabe cómo hacer funcionar ese pequeño horno de la cocina? —Preguntó Calvo como si no hubiera pasado nada—. Quiero cenar. Nadie contestó. —Me lo temía —dijo Calvo apesadumbrado—. Estamos en la era de la especialización. Tiempos lamentables para estar vivos. Y con este pronunciamiento filosófico, Calvo se retiró nuevamente al compartimento de ejecutivos. Laurel bajó la vista y vio que, tras las gafas oscuras con su desenfadada montura de plástico rojo, las mejillas de Dinah estaban humedecidas por el llanto. Laurel olvidó parte de su miedo y confusión, al menos temporalmente y abrazó a la niña. —No llores, cariño... Ese hombre está muy alterado, pero ya se encuentra mejor. «Si te parece que permanecer sentado con aspecto de zombie, mientras corta en diminutas tiras una servilleta de papel es encontrarse mejor», pensó Laurel. —Estoy asustada —susurró Dinah—. Para ese hombre, todos somos monstruos. —No, no lo creo —dijo Laurel sorprendida y un poco desconcertada—. ¿Cómo se te ocurre eso? —No lo sé —contestó Dinah. Le gustaba esa mujer, le había gustado desde el instante en que escuchó su voz, pero no tenía intención de decirle que por un momento los había visto a todos, ella incluida, mirando al hombre que gritaba. Había estado dentro del hombre que gritaba. Se llamaba señor Tooms, o Tunney, o algo así, y para él todos tenían el aspecto de un grupo de trolls malos y egoístas. Si le dijera algo así a la señorita Lee, ella pensaría que estaba loca. ¿Por qué esta mujer, a quien Dinah acababa de conocer, iba a ser distinta de la señorita Lee? Así que no dijo nada. Laurel la besó en la mejilla. Sintió su piel caliente bajo los labios. —No tengas miedo, cariño. Estamos viajando sin problemas, ¿lo sientes? Dentro de unas horas estaremos otra vez en tierra firme. —Eso está muy bien, pero yo quiero ver a mi tía Vicky. ¿Dónde crees que está? —No lo sé, encanto —dijo Laurel—. Ojalá lo supiera. Dinah volvió a pensar en los rostros que veía el hombre furibundo: rostros malos, crueles... Pensó en su propia cara tal como él la percibía: una porcina cara de bebé con los ojos ocultos tras unas enormes gafas oscuras. Entonces, le falló el valor y empezó a llorar con ásperos sollozos que a Laurel le partían el corazón. Abrazó a la niña porque era lo único que se le ocurría y pronto ella también empezó a llorar. Lloraron juntas durante casi cinco minutos, y después Dinah empezó a calmarse. Laurel miró al joven delgado que se llamaba Albert o Alvin, no recordaba bien, y vio que sus ojos también estaban húmedos. Albert la pilló observándolo y desvió rápidamente la mirada hacia sus manos. Dinah emitió un último sollozo entrecortado. Después, con la cabeza apoyada en el pecho de Laurel, dijo: —No creo que llorar nos ayude, ¿verdad? —No, supongo que no —aceptó Laurel—. ¿Por qué no intentas dormir, Dinah? CAPÍTULO TRES EL MÉTODO DEDUCTIVO. ACCIDENTES Y ESTÁTICA. POSIBILIDADES ESPECULATIVAS. PRESIÓN EN LOS FOSOS. EL PROBLEMA DE BETHANY. SE INICIA EL DESCENSO. 1 —Esa niña dijo algo interesante hace aproximadamente una hora —dijo de pronto Robert Jenkins. Mientras tanto, la niña en cuestión se había vuelto a dormir, pese a sus dudas sobre su capacidad para hacerlo. También Albert Kaussner se había adormilado, tal vez para regresar a las míticas calles de Tombstone. Había bajado el estuche del violín del maletero y lo tenía sobre el regazo. —¡Qué! —exclamó, al tiempo que se incorporaba. —Lo siento —dijo Jenkins—. ¿Estaba dormitando? —De eso nada —respondió Albert—. Estaba totalmente despierto. —Y para demostrarlo volvió hacia Jenkins dos ojos grandes y enrojecidos, rodeados por un oscuro cerco. Jenkins pensó que parecía un mapache, sorprendido mientras escarba en los cubos de basura—. ¿Qué fue lo que dijo? —Le dijo a la señorita Stevenson que no creía que pudiera dormir porque ya había dormido antes. Más temprano. Albert miró un instante a Dinah. —Bueno, pues ahora duerme como un tronco —dijo. —Ya lo veo, pero no se trata de eso, querido muchacho. No se trata de eso en absoluto. Albert pensó en decirle al señor Jenkins que As Kaussner, el judío más rápido al oeste del Mississippi y el único texano que sobrevivió a la batalla de El Álamo, no sentía demasiado placer al ser llamado «querido muchacho», pero decidió dejarlo pasar, al menos por el momento. —Entonces, ¿de qué se trata? —Yo también estaba dormido. Me quedé frito incluso antes de que el capitán, quiero decir nuestro capitán original, apagara el letrero de «No fumar». Siempre he sido así. Trenes, autobuses, aviones... Me duermo en cuanto arranca el motor. ¿Y usted, querido muchacho? — ¿Qué? —¿Estaba dormido? Lo estaba, ¿no? —Bueno, sí. —Todos estábamos dormidos. La gente que desapareció estaba despierta. Albert se quedó pensativo. —Bueno... Sí, es posible. —Tonterías —dijo Jenkins en un tono casi jovial—. Me gano la vida escribiendo libros de misterio. Se podría decir que la deducción es mi pan nuestro de cada día. ¿No cree que si alguien hubiera estado despierto cuando todas esas personas fueron eliminadas, habría empezado a vociferar «asesinos» a voz en grito y todos nos habríamos despertado? —Supongo que sí —respondió Albert, pensativo—. Excepto tal vez aquel tipo que está en la parte trasera. Creo que ni una sirena de ataque aéreo podría despertarlo. —Vale, anoto su deducción. Pero no gritó nadie, ¿verdad? Y tampoco se ha ofrecido nadie a contarnos lo que sucedió. De modo que deduzco que sólo los pasajeros despiertos fueron sustraídos. Junto con la tripulación, claro. —Sí. Quizá sea así. —Se le ve preocupado, querido muchacho. Por su expresión deduzco que, pese a sus atractivos, la idea no le parece perfecta. ¿Puedo preguntar por qué? ¿Me he olvidado de algo? La expresión de Jenkins decía que no lo creía posible, pero que su madre le había enseñado a ser cortés. —No lo sé —admitió Albert—. ¿Cuántos somos? ¿Once? —Sí. Contando al tipo de atrás, el que está en estado comatoso, somos once. —Si usted tiene razón, ¿no deberíamos ser más? —¿Por qué? Pero Albert permaneció en silencio, sobresaltado por una imagen vivida y repentina de su infancia. Había sido criado en una oscura dimensión teológica por padres que no eran ortodoxos pero tampoco agnósticos. Él y sus hermanos habían crecido observando la mayor parte de las tradiciones (o leyes, o lo que fueran), habían celebrado su Bar-Mitsva y habían sido educados para saber quiénes eran, de dónde venían y qué se suponía que significaba eso. Y la historia que Albert recordaba con mayor claridad de sus visitas al Templo, durante la infancia, era la de la plaga final que había caído sobre el Faraón, el terrible tributo exigido por el ángel oscuro de la mañana. Ahora veía al ángel dentro de su cabeza, pero no sobrevolando Egipto, sino el avión. Y vio que se llevaba a la mayoría de sus pasajeros estrechándolos contra su terrible pecho, no porque hubieran olvidado manchar el umbral de sus puertas (o quizá sus asientos) con la sangre del cordero, sino porque... ¿Por qué? Albert no lo sabía, pero de todos modos se estremeció. Y deseó que no se le hubiera ocurrido pensar en aquella vieja historia siniestra. «Será mejor que deje marchar a mis amigos voladores», pensó. Pero no resultabadivertido. —¿Albert? —La voz del señor Jenkins parecía llegar de muy lejos—. Albert, ¿se encuentra bien? —Sí, estaba pensando —dijo, después de aclararse la garganta—. Si todos los pasajeros dormidos quedaron, ya sabe, descartados, tendríamos que ser por lo menos sesenta. Tal vez más. Lo que quiero decir es que este avión es nocturno. —Querido muchacho, ¿alguna vez...? —¿Podría llamarme Albert, señor Jenkins? Es mi nombre. Jenkins palmeó el hombro de Albert. —Lo siento. De verdad. No pretendo parecer condescendiente. Estoy alterado, y cuando estoy alterado tengo tendencia a retirarme, como una tortuga que esconde la cabeza en su caparazón. Sólo que yo me retiro a la ficción. Creo que estaba representando a Philo Vanee. Es un detective, un gran detective creado por el difunto S. S. Van Dyne. Supongo que nunca lo ha leído. En estos días apenas lo lee nadie, y es una lástima. En todo caso, le pido excusas. —Está bien —dijo Albert, incómodo. —Se llama Albert, y Albert le llamaré a partir de ahora —prometió Robert Jenkins—. Lo que quería preguntarle es si había viajado alguna otra vez en el vuelo nocturno. —No, ni siquiera había viajado de costa a costa. —Bueno, yo sí. Muchas veces. En algunas ocasiones, he ido contra mi tendencia natural y he permanecido un rato despierto. Sobre todo cuando era más joven y los vuelos eran más ruidosos. Después de esto, podría admitir mi edad diciendo que mi primer viaje de costa a costa fue en un propulsor TWA que hizo dos aterrizajes para repostar. Según he observado, muy poca gente se pone a dormir en estos vuelos durante la primera hora o así; después, en cambio, prácticamente todos lo hacen. Durante esa primera hora, la gente se dedica a mirar el paisaje, hablar con sus esposas o compañeros de viaje, tomar uno o dos tragos... —Quiere decir que se instalan —sugirió Albert. Lo que decía el señor Jenkins le parecía perfectamente sensato, aunque él no lo hubiera hecho. Había estado tan excitado con el viaje inminente y la nueva vida que le esperaba que apenas había dormido las dos noches anteriores. En consecuencia, se había apagado como una luz en cuanto el 767 despegó. —Hacen pequeños nidos —matizó Jenkins—. ¿Observó por casualidad el carrito de las bebidas delante de la cabina, queri... Albert? —Vi que estaba allí —contestó Albert. Los ojos de Jenkins resplandecieron. —¡Exacto! Porque lo veía, o tropezaba con él. Pero ¿lo observó realmente? —Supongo que no, si usted vio algo que yo no vi. —Albert, no es el ojo el que observa, sino el cerebro, la mente deductiva entrenada. Yo no soy ningún Sherlock Holmes, pero observé que acababan de sacarlo del pequeño armario donde lo guardan, y que los vasos utilizados durante el servicio previo al vuelo seguían en el estante inferior. De ello deduzco lo siguiente: el avión despegó con normalidad, ascendió a su altura de crucero y, por suerte, pusieron en funcionamiento el piloto automático. Después, el capitán apagó el letrero de «Ajústense los cinturones». Eso debió de ser a la media hora de vuelo, si no interpreto mal los signos, es decir, hacia la una de la madrugada. Cuando se apagó el indicador de los cinturones, la azafata se puso en pie e inició su primera tarea: preparar cócteles para unas ciento cincuenta personas a unos siete mil metros de altura, mientras el aparato seguía subiendo. Entre tanto, el piloto puso el automático para que nivelara el avión al llegar a los once mil metros, y continuara volando hacia el este siguiendo la dirección correcta. Algunos pasajeros, once en concreto, se quedaron dormidos. Otros, tal vez dormitaban, aunque no tan profundamente como para salvarse de lo que sucedió, y el resto estaba totalmente despierto. —Preparando sus nidos —puntualizó Albert. —¡Exacto! ¡Construyendo sus nidos! —Jenkins hizo una pausa y agregó, en tono melodramático—: ¡Y entonces sucedió! —¿Qué sucedió, señor Jenkins? —Preguntó Albert—. ¿Tiene alguna idea sobre eso? Jenkins permaneció largo rato en silencio. Cuando por fin contestó, el tono jocoso había desaparecido de su voz. Escuchándolo, Albert comprendió que, tras aquellos modos un tanto teatrales, se escondía un hombre tan asustado como él. Descubrió que eso no le importaba. Hacía que el anciano escritor de misterio con su chaqueta raída pareciera más real. —El misterio de la habitación cerrada es el caso donde el método deductivo se presenta en su aspecto más puro —dijo Jenkins—. Yo mismo he escrito algunos relatos basados en ese método. Para hacer honor a la verdad, bastantes, pero jamás supuse que formaría parte de uno. Albert lo miró y no supo qué decir. Recordó un cuento de Sherlock Holmes llamado La banda moteada, en el que una serpiente venenosa entraba en la famosa habitación cerrada por un conducto de ventilación. El inmortal Sherlock ni siquiera había necesitado despertar todas sus células grises para resolver ese misterio. Pero, aun cuando el compartimento de carga del avión hubiera estado lleno de serpientes venenosas, repleto de ellas, ¿dónde estaban los cuerpos? ¡Dios mío! ¿Dónde estaban los cuerpos? El miedo volvió a invadirlo. Parecía fluir por sus piernas en dirección a sus partes vitales. Pensó que nunca, en toda su vida, se había sentido tan lejos del famoso pistolero As Kaussner. —Si sólo fuera el avión —continuó suavemente Jenkins—, supongo que se me ocurriría una explicación. Al fin y al cabo, así es como me he ganado la vida durante los últimos veinticinco años. ¿Le gustaría escuchar uno de esos argumentos? —Claro —dijo Albert. —Muy bien. Supongamos que una oscura organización del gobierno llamada La Tienda decide llevar a cabo un experimento y que nosotros somos sus conejillos de Indias. Dadas las circunstancias, el objetivo de ese experimento podría ser observar los efectos de un severo estrés mental y emocional en un grupo de americanos medios. Ellos, los científicos que realizan el experimento, llenan el sistema de oxígeno del avión con alguna droga hipnótica inodora... —¿Existen esas cosas? —preguntó fascinado Albert. —Por supuesto que sí —afirmó Jenkins—. Por ejemplo, la diazalina o el metoprominol. Recuerdo la época en que los lectores que se las daban de «serios» se reían de las novelas de Fu-Manchú, de Sax Rohmer. Las tachaban de melodramas histéricos en su más pura expresión —dijo, meneando lentamente la cabeza—. Ahora, gracias a la investigación biológica y la paranoia de agencias como la CÍA y la DÍA, vivimos en un mundo que podría ser la peor pesadilla de Sax Rohmer. La diazalina, que en realidad es un gas nervioso, sería lo más apropiado. Se supone que actúa con gran rapidez. Después de liberarla en el aire, todos se quedan dormidos salvo el piloto, que está respirando aire no contaminado a través de una máscara. —Pero... —empezó a decir Albert. Jenkins sonrió y levantó una mano. —Ya sé cuál es su objeción, Albert, y puedo explicarla. ¿Me permite? Albert asintió. —El piloto toma tierra, por ejemplo, en una pista secreta de Nevada. Los pasajeros que estaban despiertos cuando se liberó el gas, y por supuesto la azafata, son desembarcados por hombres siniestros con blancos trajes de La amenaza de Andrómeda. Los que estaban dormidos, usted y yo entre ellos, mi joven amigo, siguen durmiendo, sólo que un poco más profundamente que antes. Entonces, el piloto vuelve a situar el avión en la altura y dirección correctas, y conecta el automático. Cuando el avión llega a las Rocosas, los efectos del gas empiezan a desvanecerse. La diazalina es una de las drogas llamadas claras, que no dejan efectos posteriores apreciables. En otras palabras, no produce resaca. Por el intercomunicador, el piloto escucha a la niña ciega gritando en busca de su tía. Sabe que despertará a los demás. El experimento está a punto de comenzar. De modo que se levanta y abandona la cabina, cerrando la puerta tras de sí. —¿Cómo podría hacerlo? Fuera no hay picaporte. Jenkins agitó una mano con negligencia. —Eso es lo más fácil del mundo, Albert: utilizandoun trozo de cinta adhesiva con la parte pegajosa hacia fuera. Cuando el pestillo se suelta desde el interior, la puerta queda cerrada. Una sonrisa de admiración empezó a extenderse por la cara de Albert, y de pronto se congeló. —En ese caso, el piloto sería de nosotros —dijo. —Sí y no. En mi relato, Albert, el piloto es el piloto. El piloto que por casualidad iba a bordo, supuestamente con destino a Boston, el que estaba sentado en primera clase, a menos de diez metros de la puerta de la cabina, cuando la mierda golpeó el ventilador. —El capitán Engle —dijo Albert en voz baja y horrorizada. Jenkins contestó con el tono complacido y complaciente del profesor de geometría que acaba de escribir QED en la parte inferior de un teorema especialmente difícil. —El capitán Engle —repitió. Ninguno de los dos se dio cuenta de que Cuello Alto los miraba con ojos brillantes y febriles. Cuello Alto cogió la revista de a bordo de la bolsa del asiento delantero, arrancó la cubierta y empezó a romperla en tiras largas y estrechas, dejándolas caer al suelo, donde fueron a hacer compañía a las tiras de servilleta que rodeaban sus mocasines. Sus labios se movían sin emitir ningún sonido. 2 Si Albert hubiera sido un estudioso del Nuevo Testamento, habría comprendido cómo se sintió Saulo, aquel celoso perseguidor de los primeros cristianos, cuando en el camino de Damasco las escamas cayeron de sus ojos. Contempló a Robert Jenkins con entusiasta admiración, sin el menor resto de modorra. Naturalmente, si te parabas a pensarlo —o si alguien como el señor Jenkins, que, prescindiendo de su chaqueta raída, evidentemente tenía la mente despejada, lo pensaba por ti—, el asunto era demasiado obvio para no verlo. Prácticamente toda la tripulación del vuelo 29 de American Pride había desaparecido entre el desierto de Mohave y la Gran Frontera. Sin embargo, uno de los pocos supervivientes resultaba ser, ¡Oh sorpresa!, otro piloto de American Pride que, según sus propias palabras, estaba «calificado para pilotar esta marca y modelo, así como para aterrizar». Jenkins había estado mirando atentamente a Albert, y ahora sonrió. No era una sonrisa demasiado alegre. —Es una explicación tentadora, ¿no cree? —dijo. —Tendremos que capturarlo en cuanto aterricemos —dijo Albert, frotándose febrilmente una mejilla—. Usted, yo, el señor Gaffney y ese tipo británico. Parece fuerte. Pero ¿qué pasará si el británico está en el ajo? Podría ser, ya sabe, el guardaespaldas del capitán Engle. Por si alguien adivinaba el asunto, como ha hecho usted. Jenkins abrió la boca para contestar, pero antes de que pudiera hacerlo Albert continuó: —Tendremos que arreglárnoslas para atraparlos a los dos. —Y ofreció al señor Jenkins una apretada sonrisa. Una sonrisa As Kaussner: fría, tensa, peligrosa. La sonrisa de un hombre que es más veloz que el rayo y lo sabe—. Tal vez no sea el tipo más listo del mundo, señor Jenkins, pero tampoco soy la rata de laboratorio de nadie. —El problema es que no se sostiene, ¿sabe? —dijo Jenkins con serenidad. Albert parpadeó. —¿El qué? —El argumento que acabo de esbozar. No se sostiene. —Pero... Usted dijo... —Dije que si sólo se tratara del avión, podría encontrar una explicación. Y lo hice. Una buena. Si fuera una idea para un libro, apuesto a que mi agente podría venderla. Por desgracia, no se trata sólo del avión. Tal vez Denver estuviera todavía allí abajo, pero en ese caso todas las luces estaban apagadas. He estado controlando nuestra ruta con mi reloj, y ahora puedo decir que no es sólo Denver. También Omaha, Des Moines... Muchacho, allí abajo no hay ni rastro de ellas. De hecho, no he visto absolutamente ninguna luz. Ni granjas, ni silos, ni astilleros, ni fronteras interestatales. Esas cosas se ven de noche, ¿sabe? Con esa nueva iluminación de alta intensidad, se ven muy bien, aunque uno esté a casi diez mil metros de altura. La tierra está totalmente a oscuras. Ahora bien, puedo creer que haya una organización gubernamental lo bastante inmoral como para drogamos con objeto de observar nuestras reacciones. Al menos hipotéticamente. Lo que no puedo creer es que nadie, ni siquiera La Tienda, sea capaz de convencer a todos los que están debajo de nuestra ruta de vuelo de que apaguen las luces para reforzar la ilusión de que estamos solos. —Bueno, tal vez todo sea un montaje —sugirió Albert—. Tal vez en realidad estemos todavía en tierra, y lo que vemos por las ventanillas sea una proyección. Ya sabe a lo que me refiero. Una vez vi una película donde pasaba algo así. Jenkins meneó lenta y pesarosamente la cabeza. —Estoy seguro de que era una película muy interesante, pero no creo que funcionara en la vida real. No lo creo, a menos que nuestra teórica organización hubiera perfeccionado una especie de pantalla súper gigante para proyectar en tres dimensiones. Pase lo que pase, no sucede sólo dentro del avión, Albert, y ahí es donde la deducción falla. —Pero ¡el piloto...! —exclamó Albert desconcertado—. ¿Qué me dice de que estuviera casualmente en el lugar y en el tiempo adecuados? —¿Es usted aficionado al béisbol, Albert? —¿Eh? No. Es decir, a veces miro a los Dodgers en la tele, pero en realidad no. —Bueno, permítame comunicarle lo que debe de ser la estadística más sorprendente jamás registrada en un juego donde abundan las estadísticas. En 1957, Ted Williams alcanzó la base con dieciséis bateos consecutivos. Esta racha comprendió seis partidos de béisbol. En 1941, Joe DiMaggio bateó bien en cincuenta y seis juegos. Sin embargo, el cálculo de probabilidades de la hazaña de DiMaggio no es nada comparado con el de la proeza de Williams, que se ha estimado en torno a una de cada dos billones. A los aficionados al béisbol les gusta decir que la racha de DiMaggio nunca será igualada. No estoy de acuerdo. Pero estaría dispuesto a apostar que, si dentro de cien años siguen jugando al béisbol, las dieciséis bases seguidas de Williams se sostendrán. —¿Y eso qué significa? —Significa que, en mi opinión, la presencia del capitán Engle esta noche no es ni más ni menos que una casualidad, como las dieciséis bases consecutivas de Williams. Y, considerando nuestras circunstancias, se trata de una afortunada casualidad. Albert, si la vida fuera como una novela de misterio, donde la casualidad no está permitida y nunca se sostienen las apuestas por mucho tiempo, las cosas serían mucho más ordenadas. No obstante, he descubierto que en la vida real la casualidad no es la excepción, sino la regla. —Entonces, ¿qué sucede? —susurró Albert. Jenkins dejó escapar un largo e inquieto suspiro. —Me temo que no soy la persona adecuada para responder a eso. Es una pena que no tengamos a bordo a Larry Niven o a John Varley. —¿Quiénes son esos tipos? —Escritores de ciencia ficción —contestó Jenkins. 3 —Supongo que no lee ciencia ficción, ¿verdad? —preguntó de pronto Nick Hopewell. Brian se volvió a mirarlo. Desde que él tomara el control del vuelo 29 dos horas antes, Nick había estado sentado en silencio en el asiento del copiloto. Había asistido sin decir palabra a los esfuerzos de Brian por comunicarse con alguien, con cualquiera, en tierra o en el aire. —Me volvía loco cuando era pequeño —dijo Brian—. ¿Y usted? Nick sonrió. —Hasta que cumplí los dieciocho años, creía firmemente que la Santísima Trinidad la encarnaban Robert Heinlein, John Christopher y John Wyndham. Compañero, he estado sentado aquí recordando esas viejas historias, pensando en cosas tan exóticas como saltos en el tiempo y en el espacio, y expediciones espaciales alienígenas. Brian asintió. Se sentía aliviado; resultaba reconfortante confirmar que no era el único en tener ideas raras. —Quiero decir que en realidad no tenemos manera de saber si allá abajo queda algo, ¿no? —No —respondió Brian—. No tenemos. Al sobrevolar Illinois, las nubes bajas habían ocultado la oscura mole de la tierra. Brian estaba seguro de que seguía siendo la tierra —incluso a once mil metros,las Rocosas parecían tranquilizadoramente familiares—, pero más allá de eso no estaba seguro de nada. Y la cobertura de nubes podía mantenerse hasta Bangor. No tenía forma de saberlo sin establecer comunicación con el Control de Tráfico Aéreo. Había estado especulando con diferentes explicaciones, pero la más desagradable era la siguiente: que saldrían del interior de una de las nubes y descubrirían que todo signo de vida humana —incluyendo el aeropuerto donde pensaba aterrizar— había desaparecido. Y entonces, ¿dónde posaría ese pájaro? —Siempre he pensado que esperar es la parte más dura —dijo Nick. «¿La parte más dura de qué?», se preguntó Brian, pero no lo dijo. —¿Y si bajara a unos mil quinientos metros o así? —Propuso repentinamente Nick—. Sólo para echar una rápida mirada. Tal vez la visión de algunos pueblos y de las autopistas interestatales nos tranquilizara. Brian ya lo había pensado. Había considerado esa posibilidad con un intenso anhelo. —Resulta tentador —dijo—, pero no puedo hacerlo. —¿Por qué no? —Nick, los pasajeros siguen siendo mi responsabilidad primordial. Aunque explicara de antemano lo que voy a hacer, lo más probable es que cundiera el pánico. Estoy pensando sobre todo en nuestro charlatán amigo de la cita urgente en el Pru. El tipo al que le retorció la nariz. —Puedo manejarlo —contestó Nick—. Y también a otros que se pongan nerviosos. —Estoy seguro de ello —dijo Brian—, pero no veo la necesidad de asustarlos innecesariamente. Y terminaremos por enterarnos. No podemos quedarnos aquí arriba para siempre, ¿sabe? —Muy cierto, compañero —dijo secamente Nick. —De todos modos, podría hacerlo si estuviera seguro de que a mil o mil quinientos metros estaría por debajo de la capa de nubes, pero sin ATC y sin otros aviones con los que hablar, no puedo saberlo. Ni siquiera sé qué tiempo hace allá abajo, y no estoy hablando de cosas normales. Si quiere, puede reírse, pero... —No me río, colega. Ni siquiera estoy cerca de la risa. Créame. —Bueno, suponga que hemos dado un salto en el tiempo, como en una novela de ciencia ficción. ¿Qué pasaría si atravesara las nubes y pudiéramos echar un vistazo a un grupo de brontosauros pastando en el campo del granjero John, antes de ser destrozados por un ciclón o incinerados por una tormenta eléctrica? —¿Cree que es posible? —preguntó Nick. Brian lo miró con atención para ver si era una pregunta sarcástica. No lo parecía, pero resultaba difícil decirlo. Los británicos eran famosos por su cáustico sentido del humor, ¿no? Brian pensó en contarle que una vez había visto algo semejante en un episodio de Dimensión desconocida, pero decidió que no contribuiría a reforzar su credibilidad. —Supongo que es muy improbable, pero ya me comprende... Sencillamente, no sabemos con qué nos enfrentamos. Podríamos chocar con una montaña nuevecita en lo que solía ser el centro de Nueva York. O con otro avión. ¡Diablos! Incluso con una plataforma lanzadora de cohetes. Al fin y al cabo, si hemos dado un salto en el tiempo, podríamos estar tanto en el futuro como en el pasado. Nick miró hacia fuera por la ventanilla. —Parece que tenemos el cielo para nosotros solos. —Aquí arriba sí. Pero allá abajo, ¿quién sabe? Y la incertidumbre es una situación arriesgada para un piloto. Tengo intención de sobrevolar Bangor cuando lleguemos, si todavía se mantienen las nubes. Conduciré el avión hasta situarlo sobre el Atlántico y, cuando regresemos, bajaré. Si hacemos el descenso inicial sobre el agua, nuestras posibilidades serán mayores. —De modo que, por ahora, nos limitamos a seguir. —Correcto. —Y a esperar. —Correcto otra vez. Nick suspiró. —Bueno, usted es el capitán. —Tres en raya —dijo Brian, sonriendo. 4 En lo más profundo de las fosas abismales de los océanos Pacífico e índico, hay peces que viven y mueren sin ver ni sentir jamás el Sol. Esas criaturas fabulosas recorren las profundidades como globos fantasmagóricos, encendidos desde dentro por su propia radiación. Aunque parecen delicados, en realidad son maravillas de diseño biológico, construidas para soportar presiones que dejarían a un hombre más plano que un cristal en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, su gran fuerza es también su gran debilidad. Prisioneros de sus extraños cuerpos, permanecen eternamente encerrados en los oscuros abismos. Si se los captura y se los arrastra hasta la superficie, hacia el Sol, simplemente estallan. Lo que los destruye no es la presión, sino su ausencia. Craig Toomy había sido criado en su propia fosa oscura, había vivido en su atmósfera de alta presión. Su padre había sido un ejecutivo del Banco de América, que se ausentaba de casa durante largos períodos. En realidad, una caricatura del súper ejecutivo tipo A, que exigía a su hijo con la misma furia despiadada con que se exigía a sí mismo. Las historias nocturnas que le relataba a Craig, cuando éste era un niño, aterrorizaban al pequeño. Y no era extraño, porque el terror era exactamente la emoción que Roger Toomy quería despertar en él. La mayor parte de aquellos relatos trataban de una raza de monstruos llamados los lagolieros. Su trabajo, su misión en la vida (en el mundo de Roger Toomy todo tenía un trabajo, una tarea seria que realizar) era cazar a los niños holgazanes que perdían el tiempo. Cuando tenía siete años, Craig ya era un súper esforzado tipo A, como su padre. Y ya había tomado la decisión de su vida: los lagolieros nunca lo atraparían. Un boletín de calificaciones en el que todas las notas no fuesen A era inaceptable. Una A era objeto de un sermón lleno de advertencias sobre lo que representaría una vida dedicada a cavar pozos o vaciar cubos de basura, y una B terminaba en castigo, que solía ser el confinamiento en su habitación durante una semana. Durante esa semana, Craig sólo podía salir para ir a la escuela y comer. No tenía derecho a salir a jugar como premio por su buen comportamiento. Por otro lado, logros extraordinarios, como aquella vez en que Craig ganó el decatlón triescolar, no traían consigo elogios o premios. Cuando Craig enseñó a su padre la medalla que le habían dado en aquella ocasión —delante de todos los estudiantes—, su padre le dedicó una mirada, gruñó y volvió a sumergirse en la lectura del periódico. Craig tenía nueve años cuando su padre murió de un ataque al corazón. En realidad, se sintió más bien aliviado de que hubiera desaparecido esa réplica burocrática al general Patton. Su madre era una alcohólica, cuya tendencia a la bebida sólo había sido controlada por el miedo que tenía al hombre con quien se había casado. En cuanto Roger Toomy estuvo bajo tierra, donde ya no podía buscar sus botellas y romperla, o abofetearlas, o pedirle que se controlara, ¡por el amor de Dios!, Catherine Toomy se dedicó en serio al trabajo de su vida. Alternativamente, asfixiaba a su hijo con su amor o lo congelaba con su rechazo, según la cantidad de ginebra que corriera en ese momento por sus venas. Su conducta era con frecuencia peculiar y a veces extravagante. El día en que Craig cumplió diez años, puso un fósforo de madera entre dos de los dedos de sus pies, lo encendió y cantó el «Cumpleaños feliz» mientras el fósforo iba consumiéndose lentamente y la llama acercándose a la piel. Le dijo que, si intentaba resistirse o tirarlo, lo llevaría de inmediato al orfanato. La amenaza del orfanato era frecuente cuando Catherine Toomy iba cargada. —De todas maneras, debo hacerlo —le dijo mientras encendía el fósforo, que sobresalía entre los dedos de su lloroso hijo como una especie de depauperada vela de aniversario—. Eres igual que tu padre. Él no sabía divertirse, y tú tampoco. Eres una lata, Craiggy-weggy. Terminó la canción y apagó el fósforo antes de que la piel del segundo y tercer dedos del pie derecho llegara a quemarse. Pero Craig nunca olvidó la llama amarilla, el palito rizado y ennegrecido, y el calor que iba en aumento mientras su madre barbotaba con su monótona y desafinada vozde borracha: —Cumpleaños feliz, querido Craiggy-weggy, te deseamos todos cumpleaños feliz. Presión. Presión en los abismos. Craig Toomy siguió obteniendo Aes y pasando mucho tiempo en su habitación. El lugar que había sido su prisión se convirtió en su refugio. Allí, fundamentalmente estudiaba, pero a veces, cuando las cosas no iban bien, cuando se sentía acorralado, cogía una hoja tras otra de papel borrador y las rompía en tiras estrechas, que dejaba caer y amontonarse lentamente en torno a sus pies, mientras sus ojos miraban a través del espacio. Sin embargo, esos períodos en blanco no eran frecuentes. Entonces no. Obtuvo el título de graduado en el instituto. Su madre no asistió a la ceremonia. Estaba borracha. Quedó noveno de su clase en la Escuela de Empresariales de la UCLA. Su madre no fue. Estaba muerta. En las profundidades abismales del centro de su corazón, Craig estaba convencido de que finalmente los lagolieros habían ido a buscarla. Craig comenzó a trabajar para la Corporación Bancaria Desert Sun de California, como miembro del programa de entrenamiento de ejecutivos. Le fue muy bien, lo cual no tenía nada de sorprendente. Craig Toomy había sido formado para conseguir Aes, para medrar sometido a las altas presiones de las grandes profundidades. Y, a veces, tras enfrentarse a un pequeño revés en el trabajo (y en aquellos días, apenas cinco años atrás, todos los reveses eran menores), regresaba a su apartamento de Westwood, a menos de ochocientos metros del que ocuparía Brian Engle después de su divorcio, y desgarraba pequeñas tiras de papel durante horas. Poco a poco, aquellos episodios fueron haciéndose más frecuentes. Durante esos cinco años, Craig corrió por la vía rápida corporativa como un galgo persiguiendo a un conejo mecánico. Los rumores decían que tenía muchas posibilidades de convertirse en el vicepresidente más joven de los gloriosos cuarenta años de historia del Desert Sun. Pero algunos peces están hechos para emerger hasta determinado punto, ni un milímetro más. Si transgreden ese límite interno, estallan. Hacía ocho meses que a Craig Toomy le habían asignado su primer gran proyecto: el equivalente corporativo a una tesis doctoral. El proyecto era obra del Departamento de Bonos. Los bonos —bonos extranjeros y bonos basura (con frecuencia eran lo mismo)— eran la especialidad de Craig. El proyecto en cuestión proponía la compra de un número limitado de bonos sudamericanos muy sospechosos —llamados a veces «bonos de morosos»—, según un plan cuidadosamente establecido. La teoría que subyacía a estas compras era bastante razonable, dada la posibilidad limitada de asegurarlos que había, y las exenciones de impuestos que se producían en la facturación dejaban sustanciosos beneficios (el Tío Sam estaba prácticamente derrumbándose para evitar el colapso de la compleja estructura de la deuda sudamericana). Sólo se trataba de llevarlo a cabo con mucho cuidado. Craig Toomy propuso un plan que despertó bastantes recelos. Se centraba en una gran compra de diversos bonos argentinos, considerados normalmente como los peores de un mal lote. Craig defendió con entusiasmo y persuasión su plan, presentando datos, cifras y proyecciones para demostrar su teoría de que los bonos argentinos eran mucho más sólidos de lo que parecían. Insistió en que, con un solo golpe audaz, Desert Sun podría convertirse en el comprador más importante y rico de bonos extranjeros del oeste americano. Según dijo, los beneficios que obtendrían no serían tan importantes como la credibilidad a largo plazo que conseguirían. Tras una larga discusión, a veces acalorada, la propuesta de Craig recibió luz verde. Tom Holby, uno de los vicepresidentes sénior, se llevó aparte a Craig después de la reunión para felicitarlo y hacerle una advertencia. —Si al término del año fiscal esto ha salido como usted piensa, se convertirá en nuestra mascota. Si no, va a encontrarse en un lugar muy poco acogedor, Craig. Le sugiero que dedique los próximos meses a construirse un refugio. —No necesitaré un refugio, señor Holby —dijo confiadamente Craig—. Después de esto, lo que necesitaré será un planeador. Puede estar seguro de que será la compra de bonos del siglo. Algo así como encontrar diamantes en la liquidación de un granero. Espere y verá. Aquella noche se fue a casa temprano. Cuando la puerta del apartamento estuvo cerrada con triple llave, la sonrisa confiada desapareció de sus labios y fue reemplazada por la inquietante mirada neutra. De camino a casa había comprado las últimas revistas. Las llevó a la cocina, las colocó ordenadamente frente a sí, sobre la mesa, y empezó a romperlas en tiras largas y estrechas. Siguió haciéndolo durante más de seis horas. Rasgó papel hasta que todas las hojas de Newsweek, Time y U.S. News & World Repon quedaron esparcidas por el suelo, alrededor de él. Sus mocasines Gucci estaban cubiertos de tiras. Parecía el único superviviente tras una explosión en una fábrica de cintas perforadas de teletipo. La compra de bonos que había propuesto —sobre todo la de los argentinos— suponía un riesgo mucho mayor de lo que había dejado entrever. Había sacado adelante su propuesta exagerando algunos datos, suprimiendo otros, e incluso inventando algunos. Muy pocos, es verdad. Después se había ido a casa y había desgarrado tiras de papel durante horas, preguntándose por qué lo había hecho. No sabía nada de los peces que viven en los abismos, viviendo sus vidas y muriendo sus muertes sin haber visto nunca el Sol. No sabía que hay peces y hombres cuya hete noire no es la presión, sino su ausencia. Sólo sabía que había sentido el irrefrenable impulso de comprar aquellos bonos, de dar en una diana situada en su propia frente. Ahora tenía que reunirse con representantes de bonos de cinco corporaciones bancarias importantes, en el Prudential Center de Boston. Compararían sus notas, especularían acerca del futuro del mercado de bonos, discutirían sobre las compras de los últimos dieciséis meses y sus resultados. Y antes de que terminara el primer día de los tres que duraría la conferencia, todos sabrían lo que Craig Toomy sabía desde hacía nueve días: que, en ese momento, los bonos que había comprado valían menos de seis centavos. Y, no mucho después, el jefazo de la Desert Sun descubriría el resto de la verdad: que él había comprado más de tres veces lo que le habían autorizado a comprar. También había invertido hasta el último penique de sus ahorros personales, aunque no creía que eso pudiera importarles. ¿Quién puede saber cómo se siente el pez capturado en uno de esos profundos abismos y arrastrado velozmente hasta la superficie, hacia la luz de un sol cuya existencia jamás ha sospechado? ¿No es por lo menos posible que sus últimos momentos estén presididos por el éxtasis en lugar de por el horror? ¿No es posible que sienta la realidad aplastante de toda esa presión precisamente en el momento en que por fin va a desaparecer? ¿No es posible que en los segundos anteriores a la explosión piense —en la medida en que los peces puedan pensar, quiero decir—, envuelto en una especie de frenesí de júbilo: «Por fin me he liberado de aquel peso»? Probablemente no. Probablemente los peces de esas profundidades oscuras no sienten en absoluto, al menos de una forma reconocible para nosotros, y desde luego no piensan. Pero la gente sí. En lugar de sentir vergüenza, cuando Craig Toomy embarcó en el avión de American Pride rumbo a Boston se sintió invadido por un inmenso alivio y una especie de felicidad inquieta, horrorizada. Iba a estallar y descubrió que le importaba un pimiento. En realidad, lo esperaba con ansiedad. Mientras ascendía a la superficie, sentía que la presión iba desprendiéndose de la superficie de su piel. Por primera vez en semanas, no había rasgado papel. El sueño lo había vencido antes incluso de que el vuelo 29 despegara, y había dormido como un bebé hasta que esa mocosita ciega empezó a maullar. Y ahora ledecían que todo había cambiado. Pero él no podía permitirlo. No debía permitirlo. Había estado firmemente atrapado en la red, había sentido el embriagador ascenso y el estiramiento de la piel provocado por el choque de fuerzas. Ahora no podían cambiar de idea y volver a arrojarlo a las profundidades. ¿Bangor? ¿Bangor, en Maine? ¡Ah, no! De ninguna manera. Craig Toomy advertía nebulosamente que la mayor parte de la gente del vuelo 29 había desaparecido, pero no le importaba. Ellos no eran lo importante. No formaban parte de lo que a su padre siempre le había gustado llamar el panorama global. La reunión en el Pru formaba parte del panorama global. Esa idea demencial de desviarse a Bangor, en Maine, ¿de quién había sido exactamente? Naturalmente, del piloto. Idea de Engle, ese supuesto capitán. Ahora bien, Engle... Engle muy bien podía formar parte del panorama global. De hecho, podía ser un agente del enemigo. En el fondo de su corazón, Craig lo había sabido desde el instante en que Engle empezó a hablar por el intercomunicador. Pero ahora ya no necesitaba depender de su corazón, ¿verdad? Claro que no. Había estado escuchando la conversación entre el chico flaco y el hombre con la chaqueta de rebajas. El gusto del hombre era terrible, pero sus palabras le habían parecido muy sensatas a Craig Toomy, al menos hasta cierto punto. «En ese caso, el piloto sería uno de nosotros», había dicho el chico. «Sí y no —había contestado el tipo de la chaqueta barata—. En mi relato, el piloto es el piloto. El piloto que por casualidad iba a bordo, supuestamente con destino a Boston, el que estaba sentado en primera clase, a menos de diez metros de la puerta de la cabina.» En otras palabras, Engle. Y el otro tipo, el que le había retorcido la nariz a Craig, estaba evidentemente en el ajo, ejerciendo de una especie de mariscal del cielo para proteger a Engle de cualquiera que comprendiera. No había seguido escuchando mucho tiempo más la conversación, porque entonces el hombre de la chaqueta de rebajas dejó de decir cosas razonables y empezó a barbotar un montón de mierda sobre que Denver, Des Moines y Omaha habían desaparecido. La idea de que tres grandes ciudades americanas podían desaparecer sin más era ridícula, pero eso no quería decir que todo lo que había dicho el tipo lo fuera. Por supuesto, era un experimento. Esa idea no era ni mucho menos tonta. Sin embargo, la teoría del viejo de que ellos eran conejillos de Indias era producto de una mente desequilibrada. «Yo —pensó Craig—. Soy yo el conejillo.» Durante toda su vida, Craig se había sentido el conejillo de un experimento parecido a éste. «Caballeros, es una cuestión de relación presión-éxito. La relación correcta produce un factor X. ¿Qué factor X? Eso es lo que nos mostrará nuestro sujeto, el señor Craig Toomy.» Pero entonces Craig Toomy había hecho algo que no esperaban, algo que nunca se hubieran atrevido a hacer sus ratas y conejillos de Indias: les había dicho que no participaba. «¡No puede hacer eso! ¡Estallará!» «¿De veras? ¡Estupendo!» Y ahora todo se había aclarado, por completo. Los demás eran espectadores inocentes o extras contratados para dar a este drama estúpido la verosimilitud que necesitaba. Todo se había organizado con un objetivo: mantener lejos de Boston a Craig Toomy, mantener a Craig Toomy alejado de la opción de abandonar el experimento. «Yo les enseñaré», pensó Craig. Arrancó otra hoja de la revista y la miró. Mostraba a un hombre feliz, un hombre que obviamente nunca había oído hablar de lagolieros, que evidentemente no sabía que se arrastraban por todas partes, detrás de cada arbusto y cada árbol, en toda oquedad, justo por encima del horizonte. El hombre feliz conducía por una carretera campestre al volante de su coche alquilado en Avis. El anuncio decía que, al presentar la tarjeta de usuario asiduo de American Pride en el mostrador de Avis, prácticamente te daban ese coche de alquiler y tal vez también una chica para conducirlo. Empezó a rasgar una tira de papel del costado del reluciente anuncio. El prolongado y lento sonido resultaba al mismo tiempo angustioso y exquisitamente tranquilizador. «Les demostraré que cuando digo que me retiro, lo digo en serio.» Dejó caer la tira al suelo y empezó con la siguiente. Era importante rasgar despacio. Era importante que cada tira fuera lo más estrecha posible, pero no se podían hacer demasiado estrechas porque se te escapaban y se rompían antes de llegar al final de la página. Para que cada tira tuviera la medida correcta, se requería una vista aguda y manos seguras. «Y yo tengo ambas cosas. Será mejor que lo crean. Será mejor que lo crean.» Rasss. «Tal vez tenga que matar al piloto.» Sus manos se detuvieron en la mitad de la página. Miró por la ventanilla y vio su cara larga y pálida reflejada en la oscuridad. «Tal vez también tenga que matar al inglés.» Craig Toomy nunca había matado a nadie. ¿Podría hacerlo? Con creciente alivio, llegó a la conclusión de que sí. Naturalmente, no mientras estuvieran en el aire; el inglés era muy rápido, muy fuerte, y aquí arriba no había armas lo bastante seguras. Pero, cuando aterrizaran... «Sí. Si tengo que hacerlo, lo haré.» Al fin y al cabo, la conferencia en el Pru duraría tres días. Al parecer, era inevitable llegar tarde, pero al menos podría explicar que había sido drogado y tomado como rehén por una organización gubernamental. Eso los dejaría atónitos. Podía ver sus caras sobresaltadas mientras él permanecía en pie. Trescientos banqueros de todo el país se reunían para hablar de bonos y deudas, y en lugar de eso se enterarían de la sucia verdad de lo que hacía el gobierno, «Amigos míos, fui secuestrado por...» Rasss. «... y pude escapar sólo cuando...» Rasss. «Si es necesario, puedo matarlos a los dos. En realidad, puedo matarlos a todos.» Las manos de Craig Toomy empezaron a moverse otra vez. Terminó de rasgar una tira, la dejó caer al suelo y empezó con la siguiente. La revista tenía muchas páginas, cada página tenía muchas tiras, y eso quería decir que había mucho trabajo que hacer antes de que aterrizara el avión. Pero eso no le preocupaba. Craig Toomy era un hombre emprendedor. 5 Laurel Stevenson no volvió a dormirse, pero sí a dormitar. Sus pensamientos —que en ese estado mental desbocado parecían sueños— se centraron de nuevo en la razón por la cual iba a Boston. «Se supone que inicio mis primeras auténticas vacaciones en diez años», había dicho. Pero era mentira. Contenía un granito de verdad, pero dudaba de que hubiera sido muy convincente. No le habían enseñado a decir mentiras, y su técnica no era buena. No creía que la gente que quedaba en el vuelo 29 estuviera interesada, claro. No en esa situación. El hecho de ir a Boston a ver a un hombre desconocido —y casi con seguridad a dormir con él— no era nada comparado con el de ir hacia el este en un avión del cual habían desaparecido casi todos los pasajeros y toda la tripulación. Querida Laurel: Me hace mucha ilusión conocerte. Cuando bajes por la escalerilla ni siquiera tendrás que mirar mi fotografía. Tendré tal cosquilleo en el estómago que lo único que necesitarás hacer será buscar al tipo que esté flotando cerca del techo... Su nombre era Darren Crosby. Era cierto. No necesitaría mirar su fotografía. Había memorizado su cara, así como la mayor parte de sus cartas. La cuestión era por qué. No tenía respuesta a esa pregunta. Ni siquiera una pista. Era una prueba más de la veracidad de la observación de J. R. R. Tolkien: debes llevar cuidado cada vez que franqueas la puerta, porque la calle que pasa por delante es en realidad un camino, y el camino te arrastra siempre hacia delante. Si no llevas cuidado, es posible que te encuentres... bueno..., arrastrada, una extraña en una tierra extraña, que no sabe cómo ha llegado allí. Laurel había dicho a todos adonde iba, pero no por qué ni para qué. Era bibliotecaria graduada por la Universidad de California.Aunque no era una modelo, estaba bien formada y resultaba agradable de mirar. Se movía en un pequeño círculo de buenos amigos que se habrían escandalizado si hubieran sabido que se dirigía a Boston con la intención de encontrarse con un hombre a quien sólo conocía por correspondencia, un hombre con quien había entrado en contacto a través de la columna personal de una revista llamada Amigos y amantes. En realidad, ella también estaba escandalizada. Darren Crosby medía un metro ochenta y dos, pesaba ochenta y un kilos y tenía los ojos de color azul oscuro. Le gustaba el whisky escocés (aunque no en cantidad excesiva), tenía un gato llamado Stanley, era un heterosexual devoto y un perfecto caballero (o al menos eso afirmaba), y en su opinión Laurel era el nombre más bello que había oído nunca. Las fotos que había enviado mostraban a un hombre de rostro agradable, abierto e inteligente. Laurel sospechaba que era el tipo de hombre que parecería siniestro si no se afeitara dos veces al día. Y eso era todo lo que sabía. Laurel había mantenido correspondencia con media docena de hombres en media docena de años (suponía que era un hobby), pero jamás había imaginado que daría el paso siguiente..., este paso. Suponía que el escueto y autocensurado sentido del humor de Darren formaba parte de su atractivo, pero era perturbadoramente consciente de que las auténticas razones estaban en ella, no en él. ¿No sería que la atracción real era de hecho su incapacidad para comprender ese violento deseo de hacer algo inhabitual, como volar hacia lo desconocido esperando encontrar la luz adecuada? «¿Qué estás haciendo?», volvió a preguntarse. El avión atravesó una pequeña turbulencia y volvió a estabilizarse. Laurel salió de su somnolencia y miró a su alrededor. Vio que la adolescente se había sentado frente a ella y miraba por la ventanilla. —¿Qué ves? —Preguntó Laurel—. ¿Ves algo? —Bueno, ha salido el sol —dijo la chica—, pero eso es todo. —¿Y qué hay de la tierra? —Laurel no quería levantarse a mirar. Dinah seguía teniendo la cabeza apoyada en ella y no quería despertarla. —No la veo. Está lleno de nubes —explicó, mirando a su alrededor. Sus ojos se habían aclarado y su rostro había recuperado un poco de color, no mucho—. Me llamo Bethany Simms. ¿Y tú? —Laurel Stevenson. —¿Crees que estaremos bien? —Supongo —contestó Laurel. Y añadió, reacia—: Eso espero. —Me asusta lo que puede haber bajo esas nubes —dijo Bethany—. Pero, de todos modos, ya estaba asustada. Por Boston. De repente, mi madre decidió que sería una gran idea que pasara un par de semanas con mi tía Shawna, a pesar de que el colegio empieza dentro de diez días. Creo que la idea era que bajara del avión como un corderito para que la tía Shawna me atara la soga al cuello. —¿Qué soga? —No busques la salida fácil, no cojas dinero, acude enseguida al centro de rehabilitación y empieza a secarte —dijo Bethany, pasando las manos por su cabello corto y oscuro—. Las cosas ya eran tan raras que esto parece una continuación. —Miró detenidamente a Laurel y agregó con total seriedad—: Esto está sucediendo realmente, ¿no? Quiero decir que ya me he pellizcado varias veces y no cambió nada. —Es real. —No parece real —dijo Bethany—. Parece una de esas estúpidas películas de catástrofes. Aeropuerto 1990 o algo así. No puedo dejar de buscar a un par de actores como Wilford Brimley y Olivia de Havilland. Se supone que se conocen durante el fregado y se enamoran, ¿sabes? —No creo que estén en el avión —dijo Laurel con gravedad. Se miraron a los ojos y, durante un instante, estuvieron a punto de reír juntas. Si hubiera sucedido, se habrían hecho amigas. Pero no sucedió. No del todo. —¿Y tú qué, Laurel? ¿Tienes un problema de película catastrofista? —Me temo que no —contestó Laurel. Y entonces sí se echó a reír, porque una palabra apareció en su mente en rojas letras de neón: «¡Mentirosa!» Bethany se tapó la boca con la mano y dejó escapar una risilla. —¡Jesús! —exclamó un minuto después—. Es lo que faltaba, ¿no? Laurel asintió. —Lo sé. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Necesitas rehabilitación, Bethany? —No lo sé —respondió, volviéndose otra vez a mirar por la ventanilla. Su sonrisa había desaparecido y la voz era átona—. Supongo que no me vendría mal. Solía pensar que era sólo ocasional, pero ahora no lo sé. Supongo que está fuera de control. Pero ser embalada de esta manera... Me siento como un cerdo en la cola del matadero. —Lo siento —dijo Laurel, pero también lo sentía por sí misma. La niña ciega ya la había adoptado; no necesitaba una segunda pupila. Ahora que se había despejado otra vez, descubrió que estaba asustada, muy asustada. Si la chica pretendía desembarazarse de un montón de angustia catastrofista, ella no quería estar en la parte trasera del camión descargador. La idea la hizo sonreír otra vez. No podía evitarlo. Era lo que faltaba. ¡Vaya si lo era! —Yo también lo siento —dijo Bethany—, pero supongo que no es el momento apropiado para preocuparse, ¿eh? —Creo que no —dijo Laurel. —El piloto no desaparecía nunca en aquellas películas de Aeropuerto, ¿verdad? —No, que yo recuerde. —Son casi las seis. Faltan dos horas y media. —Sí. —Sólo con que el mundo estuviera todavía allí —dijo Bethany—, sería suficiente para empezar. —Y añadió, mirando atentamente a Laurel— Supongo que no tendrás hierba, ¿no? —Me temo que no. Bethany se encogió de hombros y ofreció a Laurel una sonrisa fatigada que resultaba extrañamente cautivadora. —Bueno —dijo—, me llevas ventaja. Yo sólo temo. 6 Un rato después, Brian Engle volvió a verificar la dirección, la velocidad del aire, las cifras de navegación y sus mapas. Lo último que hizo fue mirar el reloj. Eran las ocho y dos minutos. —Bueno —dijo a Nick sin volver la cabeza—. Creo que ya es hora. Todo o nada. Se estiró y encendió la señal de «Ajústense los cinturones». La campanilla emitió su sonido lento y agradable. Después, abrió el intercomunicador y cogió el micrófono. —Hola, señoras y caballeros. Les habla el capitán Engle. Estamos sobrevolando el océano Atlántico, aproximadamente a unos cincuenta kilómetros al este de la costa de Maine, y muy pronto iniciaré el descenso a la zona de Bangor. En circunstancias normales, no encendería tan pronto la señal de los cinturones, pero estas circunstancias no son normales, y mi madre siempre decía que la prudencia es el ingrediente esencial del valor. Por lo tanto, quiero asegurarme de que sus cinturones están bien abrochados y ajustados. Las condiciones, abajo, no parecen ser especialmente amenazadoras, pero como no puedo establecer comunicación por radio, el tiempo será una especie de regalo sorpresa para todos. Esperaba que las nubes se abrieran, y de hecho vi algunos claros sobre Vermont, pero me temo que han vuelto a cerrarse. Desde mi experiencia como piloto puedo decirles que las nubes que ven debajo no me parecen indicadoras de tiempo muy malo. Creo que en Bangor puede estar nublado, y tal vez caiga una ligera llovizna. Ahora inicio el descenso. Por favor, permanezcan tranquilos. Todas las luces del tablero están en verde y los procedimientos en el interior del avión son de rutina. Brian no se había molestado en programar el piloto automático para el descenso. Inició el proceso. Hizo girar el aparato en una curva amplia y pausada, y su asiento se inclinó ligeramente hacia delante cuando el 767 empezó su lento deslizamiento hacia las nubes que había a mil metros. —Un discurso muy tranquilizador —dijo Nick—. Tendría que haberse dedicado a la política, colega. —No creo que estén demasiado tranquilos ahora —replicó Brian—. Yo no lo estoy. De hecho, estaba más asustado de lo que lo había estado nunca. Comparada con esta situación, la fuga de presión del vuelo 7 desde Tokio parecía un inconveniente menor. El corazón latía lenta y pesadamente en su pecho, como un tambor fúnebre. Tragó saliva y oyó un clic en la garganta. El vuelo 29 se situó a nueve mil metros y siguió descendiendo.Ahora, las nubes blancas e informes estaban más cerca. Se extendían sobre el horizonte como una extraña pista de baile. —Estoy cagado de miedo, compañero —dijo Nick Hopewell con una voz ronca y extraña—. Vi morir hombres en las Falkland, recibí una bala en la pierna, tengo una rodilla de Teflón, y en Beirut me salvé por un pelo de volar con un coche-bomba... Fue en 1982. Pero jamás estuve tan asustado como ahora. Parte de mí desearía cogerlo y obligarlo a subir otra vez. Lo más alto posible. —No serviría de nada —contestó Brian. Su voz ya no era firme; a través de ella escuchaba los latidos del corazón, haciéndola ascender y descender en variaciones diminutas—. Recuerde lo que dije antes: no podemos quedarnos aquí para siempre. —Lo sé, pero tengo miedo de lo que pueda haber bajo esas nubes. O de lo que no haya. —Bueno, lo descubriremos juntos. —No hay más remedio, ¿eh, colega? —No. El 767 llegó a los siete mil quinientos metros y siguió descendiendo. 7 Todos los pasajeros estaban en el compartimento principal; hasta el hombre calvo, que se había aferrado tercamente a su lugar en el de ejecutivos durante la mayor parte del vuelo, se había reunido con los demás. Y estaban todos despiertos, excepto el barbudo de la cola del avión. Lo escuchaban roncar alegremente y, durante un instante, Albert Kaussner sintió celos, el deseo de ser él quien despertara cuando ya estuvieran seguros en tierra, como seguramente haría el barbudo, y dijera lo que probablemente diría el barbudo: «¿Dónde demonios estamos?» El único ruido era el suave rasss... rasss... rasss... que producía Craig Toomy al desmembrar la revista. Estaba sentado con los pies hundidos en un enorme montón de tiras de papel. —¿Le importaría dejar eso? —preguntó Don Gaffney. Su voz era tensa y forzada—. Va a hacer que empiece a subirme por las paredes, compañero. Craig volvió la cabeza y miró a Don Gaffney con los ojos muy abiertos, neutros, vacíos. Volvió la cabeza de nuevo y levantó la página con la que estaba trabajando, que resultó ser la mitad oriental del mapa de ruta de la American Pride. Rasss. Gaffney abrió la boca para decir algo, pero la cerró. Laurel tenía el brazo en torno a los hombros de Dinah. Ésta cogía entre las suyas la mano libre de Laurel. Albert estaba junto a Robert Jenkins, delante de Gaffney. Y delante de él estaba la chica de pelo corto y oscuro. Miraba por la ventanilla con el cuerpo estirado con tanta rigidez que parecía atada con alambre. Y delante de ella estaba el hombre calvo del compartimento de ejecutivos. —¡Bueno, al menos conseguiremos algo para masticar! —dijo en voz alta. Nadie contestó. El compartimento principal parecía embutido en una tensa y rígida concha. Albert Kaussner sentía que cada uno de los pelos de su cuerpo estaba erizado. Buscó el refugio consolador de As Kaussner, el duque del desierto, el barón del Buntline, pero no pudo encontrarlo. As se había ido de vacaciones. Las nubes estaban mucho más cerca. Habían perdido su aspecto chato; ahora, Laurel veía curvas algodonosas y canales llenos de sombras del amanecer. Se preguntó si Darren Crosby estaría todavía allí, esperándola pacientemente entre la muchedumbre, en la puerta de llegada del aeropuerto Logan. No le sorprendió demasiado descubrir que, en el fondo, no le importaba. Su mirada volvió a sentirse atraída por las nubes y olvidó a Darren Crosby, el hombre al que le gustaba el whisky escocés (aunque no en exceso) y que afirmaba ser un perfecto caballero. Imaginó una mano, una inmensa mano verde, surgiendo de pronto a través de aquellas nubes y cogiendo el 767 como un niño enfadado cogería un juguete. Imaginó que la mano apretaba, vio el carburante del jet explotando en lenguas de fuego color naranja entre los enormes nudillos y cerró un momento los ojos. «¡No baje allí! —quería gritar—. ¡Por favor, no baje!» Pero ¿qué elección tenían? ¿Qué elección? —Estoy muy asustada —dijo Bethany Simms con voz débil e imprecisa. Se pasó a uno de los asientos de la zona central, se ajustó el cinturón y apretó las manos contra el vientre—. Creo que voy a desmayarme. Craig Toomy le lanzó una mirada y empezó a hacer otra tira con el mapa de ruta. Un momento después, Albert se desabrochó el cinturón, se puso de pie, se sentó junto a Bethany y volvió a ajustárselo. En cuanto se sentó, ella le cogió las manos. Tenía la piel fría como el mármol. —Todo saldrá bien —dijo él, luchando por sonar fuerte y seguro, luchando por sonar como el judío más rápido al oeste del Mississippi. Pero sólo sonaba como Albert Kaussner, un estudiante de violín de diecisiete años que se sentía a punto de mearse en los pantalones. —Espero... —empezó a decir ella. Pero entonces el avión empezó a saltar y Bethany gritó. —¿Qué pasa? —preguntó Dinah con voz débil y ansiosa—. ¿Le pasa algo malo al avión? ¿Vamos a caernos? —No creo... Se escuchó la voz de Brian por los altavoces. —Es un poco de turbulencia normal, chicos —dijo—. Por favor, permanezcan tranquilos. Al entrar en las nubes, lo más probable es que saltemos más. La mayoría de ustedes ha pasado antes por esto, así que tranquilos. Rasss. Don Gaffney miró al hombre del jersey de cuello alto y sintió un impulso súbito, casi insoportable, de arrancar la revista de las manos de ese hijo de puta y empezar a golpearlo con ella. Ahora las nubes estaban muy cerca. Robert Jenkins veía la forma negra del 767 corriendo por sus blancas superficies, justo debajo del avión. Pronto, el aparato besaría su propia sombra y desaparecería. Jamás había tenido una premonición, pero en ese momento tuvo una, cierta y completa. «Cuando salgamos de esas nubes, vamos a ver algo que ningún ser humano ha visto nunca. Será algo totalmente increíble..., y sin embargo nos veremos obligados a creerlo. No tendremos elección.» Apretó los puños sobre los brazos de su asiento. Una gota de sudor le entró en un ojo. En lugar de levantar la mano para limpiarla, Jenkins trató de eliminarla parpadeando. Sentía las manos clavadas al asiento. —¿Todo va a salir bien? —preguntó frenéticamente Dinah. Sus manos pequeñas apretaban las de Laurel con una fuerza casi dolorosa—. ¿Todo va a salir bien? Laurel miró por la ventanilla. Ahora, el 767 rozaba la parte superior de las nubes y los primeros copos de algodón dulce pasaron junto a su ventana. El avión sufrió otra serie de sacudidas, y tuvo que apretar la garganta para no gemir. Por primera vez en su vida, se sentía físicamente enferma de terror. —Espero que sí, encanto —dijo—. Espero que sí, pero realmente no lo sé. 8 —¿Qué indica el radar, Brian? —Preguntó Nick—. ¿Algo fuera de lo normal? ¿Algo? —No —dijo Brian—. Dice que el mundo está allí abajo, pero eso es todo. Estamos... —Espere —dijo Nick. Su voz tenía un sonido tenso y estrangulado, como si se le hubiera cerrado la garganta hasta tener el diámetro de la cabeza de un alfiler—. Vuelva a subir. Pensémoslo. Espere a que se abran las nubes... —No hay ni tiempo ni combustible. —Los ojos de Brian estaban clavados en los instrumentos. El avión empezó a agitarse otra vez y realizó automáticamente las correcciones—. Aguante. Entramos. Empujó los mandos hacia delante. La aguja del altímetro empezó a moverse más deprisa bajo el círculo de vidrio, y el avión se internó en las nubes. Durante un instante, la cola sobresalió, cortando la superficie algodonosa como la aleta de un tiburón. Un momento después, también había desaparecido y el cielo estaba vacío, como si allí no hubiera habido nunca un avión. CAPÍTULO CUATRO EN LAS NUBES. BIENVENIDOS A BANGOR. UNA SALVA DE APLAUSOS. EL TOBOGÁN Y LA CINTA TRANSPORTADORA. NO SE ESCUCHAN TELÉFONOS. CRAIG TOOMY DA UN MAL PASO. LA ADVERTENCIA DE LA PEQUEÑA CIEGA. 1 El compartimento principal pasó de la brillante luz solar a la penumbra del final del crepúsculo y el avión empezó a agitarse con más violencia. Después de un salto particularmente fuerte, Albert sintió una presión contra su hombro derecho. Miró yvio la cabeza de Bethany, pesada como una madura calabaza de octubre. La chica se había desmayado. El avión saltó otra vez y en el compartimento de primera se oyó un ruido. Esta vez fue Dinah quien gritó. Gaffney preguntó alarmado: —¿Qué fue eso? ¡Por el amor de Dios! ¿Qué fue eso? —El carrito de las bebidas —respondió Bob Jenkins en voz baja y seca. Trató de hablar más fuerte para que todos le oyeran, pero descubrió que no podía—. El carrito de las bebidas se quedó fuera, ¿recuerda? Creo que debe de haber rodado... El avión dio un brinco, bajó con un ruido desgarrador y el carrito de las bebidas cayó. El cristal tembló. Dinah volvió a gritar. —Está bien —dijo Laurel frenéticamente—. No me aprietes tanto, cariño, está bien... —¡Por favor, no quiero morir! ¡Es que no quiero morir! —Turbulencia normal, muchachos. —La voz de Brian sonaba tranquila a través de los altavoces, pero a Bob Jenkins le pareció que en ella había un terror apenas controlado—. Permanezcan... Otro salto vertiginoso. Otro estallido al caer más vasos y botellines del carrito volcado. —... tranquilos —terminó Brian. A la izquierda de Don Gaffney, al otro lado del pasillo, se oyó otro rasss. Gaffney se volvió. —Déjelo ahora mismo, hijo de puta, o le meteré en la garganta lo que queda de la revista. Craig lo miró apaciblemente. —Inténtelo, viejo imbécil. El avión volvió a subir y a bajar. Albert se inclinó sobre Bethany, en dirección a la ventanilla. Al hacerlo sintió la presión de sus senos contra el brazo, y por primera vez en los últimos cinco años esa sensación no consiguió eliminar de su cabeza todo lo demás. Miró por la ventanilla, buscando desesperadamente un hueco en las nubes, intentando hacer aparecer un hueco en las nubes. No había nada, salvo sombras gris oscuro. 2 —¿A qué altura está el techo, compañero? —preguntó Nick. Ahora que ya se habían internado en las nubes, parecía más tranquilo. —No lo sé —dijo Brian—. Pero más abajo de lo que esperaba. —¿Qué pasa si se queda sin espacio? —Si los instrumentos fallan, aunque sea un poco, caeremos en la sopa —contestó brutalmente—. Pero lo dudo. Si al llegar a los ciento cincuenta metros sigue sin haber noticias, volveré a subir y me dirigiré a Portland. —Tal vez tendría que hacerlo ahora. Brian meneó la cabeza. —El tiempo es casi siempre peor allí que aquí. —¿Y Presque Isle? ¿No hay una base SAC de largo alcance? Brian sólo tuvo un instante para pensar que este tipo sabía mucho más de lo que debía. —Está fuera de nuestras posibilidades. Nos estrellaríamos en los bosques. —Entonces, Boston también está fuera de nuestras posibilidades. —Y que lo diga. —Ésta empieza a parecer una pésima decisión, compañero. El avión golpeó otra corriente invisible de turbulencias y se sacudió como un perro resfriado. Brian escuchó débiles gritos procedentes del compartimento principal mientras hacía las correcciones necesarias, y deseó poder decirles que no era nada, que el 767 podía atravesar turbulencias veinte veces peores. El verdadero problema era el techo. —Todavía no hemos salido —dijo. El altímetro señalaba seiscientos setenta metros. —Pero ¡nos estamos quedando sin espacio! —Estamos... —Brian se quedó en silencio. Sintió que una oleada de alivio lo invadía como si fuera la caricia de una mano refrescante—. Ya está —dijo—. Salimos. Delante del negro morro del 767, las nubes iban raleando rápidamente. Por primera vez desde que sobrevolaran Vermont, Brian vio un hueco en la manta blanco-grisácea y, a través de él, el color plomizo del océano Atlántico. Brian habló por el micrófono de la cabina: —Señoras y caballeros, hemos alcanzado el techo. Espero que esta pequeña turbulencia cese cuando terminemos de pasar. Dentro de unos minutos oirán, en la parte inferior, el ruido del tren de aterrizaje al bajar y ajustarse en su lugar. Continúo el descenso hacia la zona de Bangor. Desconectó y se volvió un instante hacia el hombre sentado en el lugar del navegante. —Deséeme suerte, Nick. —Ya lo hago, colega, ya lo hago. 3 Laurel miró por la ventanilla casi sin respirar. Ahora, las nubes se despejaban con rapidez. Vio el océano en una sucesión de breves parpadeos: olas, rompiente y un gran trozo de roca saliendo del agua como el colmillo de un monstruo muerto. Tuvo la visión de un objeto naranja brillante que podía ser una boya. Pasaron por encima de una pequeña isla cubierta de árboles; agachándose y doblando el cuello podía ver la costa. Durante cuarenta y cinco interminables segundos, delgados jirones de nubes oscurecieron la visión. Cuando desaparecieron, el 767 estaba otra vez sobrevolando tierra. Pasaron encima de un campo, de un grupo de árboles, de lo que parecía un estanque. Pero ¿dónde están las casas? ¿Dónde están los caminos, los coches, los edificios y los cables de alta tensión? Entonces dejó escapar un grito. —¿Qué sucede? —Chilló Dinah—. ¿Qué pasa, Laurel? ¿Qué va mal? —¡Nada! —gritó, triunfante. Abajo veía un camino estrecho que conducía a una pequeña aldea costera. Desde allí arriba, parecía un pueblo de juguete con diminutos coches aparcados en la calle principal. Vio la torre de una iglesia, una cantera de piedra, un campo de béisbol—. ¡Nada va mal! ¡Está todo ahí! ¡Las cosas todavía están ahí! Robert Jenkins habló a sus espaldas. Su voz, tranquila y plana, reflejaba un profundo desaliento. —Señora —dijo—, me temo que se equivoca. 4 Un largo y blanco jet de pasajeros sobrevoló lentamente la tierra, unos ocho kilómetros al este del aeropuerto internacional de Bangor. En la cola, en números grandes y orgullosos, se leía: 767. A lo largo del fuselaje estaban escritas las palabras «American Pride» con letras inclinadas hacia la izquierda para dar impresión de velocidad. A ambos lados del morro figuraba el emblema de la compañía aérea: una gran águila roja. Sus alas desplegadas estaban tachonadas de estrellas azules; tenía los espolones flexionados y la cabeza ligeramente inclinada. Al igual que el avión al que decoraba, el águila parecía estar a punto de posarse. El avión no proyectaba ninguna sombra en el suelo mientras volaba hacia la ciudad que tenía delante. No llovía, pero la mañana era gris y sin sol. Su vientre se abrió. El tren de aterrizaje bajó y se extendió. Las ruedas se ajustaron en su lugar, bajo el cuerpo del avión y la zona de la cabina de mandos. El vuelo 29 de American Pride descendió hacia Bangor. Al hacerlo, se inclinó ligeramente hacia la izquierda. Ahora, el capitán Engle podía realizar las correcciones visualmente y lo hizo. —¡Lo veo! —Exclamó Nick—. ¡Veo el aeropuerto! ¡Dios, qué visión más hermosa! —Si lo ve es que no está en su asiento —dijo Brian. Habló sin volver la cabeza. Ahora no tenía tiempo para eso—. Abróchese el cinturón y cierre la boca. Pero aquella larga pista era una hermosa visión. Brian centró en ella el morro del avión y continuó rodando, pasando de trescientos a doscientos cincuenta metros. Un bosque de pinos aparentemente interminable pasó por debajo de las alas del avión y dio paso a una serie de edificios. Automáticamente, los ojos inquietos de Brian registraron el habitual grupo de moteles, gasolineras y restaurantes de comidas rápidas. Después atravesaron el río Penobscot y entraron en el espacio aéreo de Bangor. Brian controló de nuevo el tablero, observó que tenía luces verdes en los alerones y volvió a intentar establecer contacto con el aeropuerto, aunque sabía que era inútil. —Torre de Bangor, aquí el vuelo 29 —dijo—. Estoy denunciando una emergencia. Repito, estoy denunciando una emergencia. Si hay tráfico, apártenlo de mi camino. Estoy entrando. Echó una mirada al indicador de velocidad del aire justo a tiempo para verlo caer por debajo de ciento cuarenta, la velocidad que teóricamente lo obligaba a aterrizar. Debajo de él, algunos árboles dispersos dieron paso a una pista de golf. Tuvo una rápida visión del cartel verde de un Holiday Inn y, después, de las luces que señalaban el final de la pista:el número 33 pintado en grandes números blancos. Las luces no estaban ni rojas ni verdes. Simplemente, estaban muertas. No había tiempo para pensar en ello. No había tiempo para pensar qué les sucedería si un Learjet o un orondo y pequeño Doyka aparecían de pronto en la pista que tenían delante. No había tiempo para nada que no fuera posar el pájaro. Sobrevolaron una corta franja cubierta de hierbas y gravilla y después, apenas a diez metros por debajo del aparato, empezó a extenderse una pista asfaltada. Pasaron sobre la primera serie de rayas blancas y después empezaron a ver las huellas dejadas probablemente por los jets de la Guardia Nacional del Aire. Brian condujo el 767 hacia la pista. Debajo de ellos vieron la segunda serie de rayas. Un momento más tarde dieron un pequeño salto al tocar tierra el tren de aterrizaje. Ahora, el vuelo 29 corría a lo largo de la pista 33 a ciento noventa kilómetros por hora, con el morro ligeramente levantado y las alas inclinadas en un ángulo suave. Brian aplicó los alerones e invirtió los empujes. Se oyó otro golpe sordo, más débil que el primero, cuando el morro tocó el suelo. Después, el avión fue disminuyendo la velocidad de ciento noventa a ciento sesenta, de ciento sesenta a ciento treinta, de ciento treinta a sesenta, de sesenta a la velocidad de carrera de una persona. Estaba hecho. Había aterrizado. —Aterrizaje de rutina —dijo Brian—. Nada especial. Entonces dejó escapar un suspiro largo y estremecido, y detuvo por completo el avión a cuatrocientos metros de la pista de rodaje más cercana. De pronto, su delgado cuerpo se estremeció violentamente. Se llevó la mano a la cara y la retiró mojada de sudor. Luego, la miró y lanzó una débil carcajada. Una mano se apoyó en su hombro. —¿Está bien, Brian? —Sí —respondió, y volvió a coger el micrófono del intercomunicador— Señoras y caballeros —dijo—, bienvenidos a Bangor. Brian escuchó a sus espaldas un coro de exclamaciones de júbilo y sonrió. Nick Hopewell no reía. Estaba inclinado sobre el asiento de Brian y miraba por la ventanilla de la cabina. En la red de pistas de rodaje no se movía nada; tampoco en las de aterrizaje. No había camiones ni vehículos de seguridad recorriendo el asfalto de uno a otro lado. Veía algunos vehículos, un avión de transporte del ejército, un C-12 aparcado en una pista exterior y un Delta 727, pero estaban quietos como estatuas. —Gracias por la bienvenida, amigo mío —dijo suavemente—. Mi profundo agradecimiento proviene del hecho de que es el único que va a ofrecernos una bienvenida. Este lugar está totalmente desierto. 5 Pese al continuado silencio radial, Brian era reacio a aceptar el juicio de Nick. Sin embargo, cuando llegó a un punto situado entre dos de las terminales de pasajeros, descubrió que era imposible creer ninguna otra cosa. No era sólo la ausencia de gente; ni siquiera el hecho de que ni un solo coche de seguridad se acercara a ver qué sucedía con aquel inesperado 767; se trataba de la presencia de un aire totalmente inanimado, como si el aeropuerto internacional de Bangor hubiera permanecido desierto durante mil o cien mil años. Bajo un ala del jet Delta había un tren de equipaje enganchado a un jeep, con algunas maletas y bolsos. Los ojos de Brian no dejaban de mirarlas mientras colocaba el avión lo más cerca que se atrevía de la terminal y lo estacionaba. Las maletas parecían tan antiguas como artefactos exhumados de alguna antigua y fabulosa ciudad. «Me pregunto si el tipo que descubrió la tumba de Tutankamón se sentiría así», pensó. Apagó los motores y permaneció sentado un momento. Ahora no se escuchaba ruido alguno, salvo el leve susurro de una unidad eléctrica auxiliar —una de las cuatro que había—, en la parte trasera del avión. La mano de Brian se dirigió hacia el interruptor de «fuerza eléctrica interna» y estuvo a punto de tocarlo. De pronto, deseó no cerrarlo por completo y apartó la mano. No había razón precisa, pero la voz del instinto era muy clara. «Además —pensó Brian—, no creo que haya nadie por aquí para fastidiar por el gasto de combustible, de lo poco que queda para gastar.» Después se desabrochó el cinturón de segundad y se puso de pie. —¿Y ahora qué, Brian? —preguntó Nick. También se había puesto en pie, y Brian observó por primera vez que era unas cuatro pulgadas más alto que él. Pensó: «He estado al mando. Desde que sucedió esta cosa rara..., mejor dicho, desde que descubrimos que sucedió, he estado al mando. Pero creo que eso va a cambiar muy pronto.» Descubrió que no le importaba. Meter el 767 en las nubes había exigido hasta la última pizca de coraje que poseía, pero no esperaba ningún tipo de agradecimiento por mantener el control y realizar su trabajo. El coraje era una de las cosas por las que le pagaban. Recordaba que, una vez, un piloto le había dicho: «Brian, nos pagan cien mil dólares al año o más, y en realidad lo hacen por una sola razón. Saben que en la carrera de casi todo piloto hay treinta o cuarenta segundos en que realmente pueden cambiar las cosas. Nos pagan para que no nos quedemos paralizados cuando por fin llegan esos segundos.» Estaba muy bien que el cerebro te dijera que, con nubes o sin ellas, tenías que bajar, que no había elección, así de sencillo. Las terminaciones nerviosas continuaban vociferando su vieja advertencia, telegrafiando el alto voltaje del terror a lo desconocido. Hasta Nick, fuera quien fuese e hiciera lo que hiciese en tierra, había querido retroceder cuando llegó el momento. Había necesitado a Brian para hacer lo que había que hacer. El y los demás habían necesitado que Brian pusiera los cojones. Ahora estaban abajo y no había monstruos, sólo ese extraño silencio y un tren de equipaje abandonado bajo el ala de un Delta 727. «Así que, si quieres tomar el mando y ser el capitán, amigo retorcedor de narices, tienes mi bendición. Si quieres, hasta te presto mi gorra. Pero no hasta que bajemos del avión. Hasta que tú y el resto de los gansos estéis en el suelo, seguís bajo mi responsabilidad.» Pero Nick le había hecho una pregunta, y Brian pensó que merecía una respuesta. —Ahora bajaremos del avión y veremos cómo están las cosas —dijo, pasando junto al inglés. Nick apoyó una mano en su hombro, intentando refrenarlo. —¿Cree...? Brian sintió un relámpago de ira muy poco habitual en él. Se libró de la mano de Nick. —Lo que creo es que vamos a salir del avión —dijo—. No hay nadie para colocar una escalerilla, así que usaremos el tobogán de emergencia. Después, empezará a pensar usted, compañero. Entró en el compartimento de primera y estuvo a punto de caer sobre el carrito de las bebidas, que se había volcado. Había un montón de cristales rotos y el olor a alcohol hacía saltar las lágrimas. Saltó por encima. Nick le alcanzó al final del compartimento. —Brian, si dije algo que le ofendiera, lo siento. Ha hecho un trabajo magnífico. —No me ofendió —dijo Brian—, pero en las últimas diez horas he tenido que enfrentarme a un escape de presión sobre el océano Pacífico, a la muerte de mi exmujer en un estúpido incendio en Boston y al hecho de verme envuelto en una horrible película para televisión. Me siento algo apaleado. Pasó por el compartimento de ejecutivos y entró en el principal. Durante un momento, el silencio fue absoluto. Allí estaban todos, sentados y mirándolo, con la tez blanca y un desconcierto total. Después, Albert Kaussner empezó a aplaudir. Al cabo de un instante, Bob Jenkins lo imitó, y Don Gaffney y Laurel Stevenson. El hombre calvo miró a su alrededor, mostró unos dientes demasiado anchos y blancos como para no ser postizos y también empezó a aplaudir. —¿Quién es? —Preguntó Dinah a Laurel—. ¿Qué sucede? —Es el capitán —dijo Laurel, y empezó a llorar—. Es el capitán, que nos ha traído a tierra sin problemas. Entonces, Dinah se puso a aplaudir. Brian los miraba estupefacto. De pie, a sus espaldas, Nick se unió a los aplausos. Se desabrocharon los cinturones y se pusieronen pie sin dejar de aplaudir. Los únicos que no lo hicieron fueron Bethany, que se había desmayado, el barbudo, que seguía roncando en la última fila, y Craig Toomy, que los examinó a todos con su extraña mirada perdida y empezó a cortar otra tira de la revista de la compañía. 6 Brian sintió que se ruborizaba. Resultaba escalofriante. Levantó las manos, pero durante un momento no le hicieron caso. —Señoras y caballeros, por favor..., por favor..., les aseguro que fue un aterrizaje de rutina... —Tranquila, señora, no fue nada —dijo Bob Jenkins, haciendo una pasable imitación de Gary Cooper. Albert se echó a reír. Junto a él, Bethany comenzó a parpadear y miró a su alrededor, mareada. —¿Aterrizamos con vida? —preguntó—. ¡Dios mío, es maravilloso! ¡Pensé que éramos carne muerta! —Por favor —dijo Brian. Levantó más los brazos y se sintió como Richard Nixon aceptando la nominación de su partido por otros cuatro años. Tenía que luchar contra unos súbitos deseos de reír a carcajadas. No podía hacerlo; los pasajeros no comprenderían. Querían un héroe y lo habían elegido a él. Lo mejor que podía hacer era aceptar el puesto, y utilizarlo. Al fin y al cabo, todavía tenía que sacarlos del avión. —¿Quieren prestarme atención? ¡Por favor! Todos dejaron de aplaudir y se quedaron mirándolo, expectantes. Todos excepto Craig, que desechó la revista con gesto resuelto, se desabrochó el cinturón, se levantó y salió al pasillo, pateando papel. Empezó a revolver el portaequipajes que estaba sobre su asiento, con el ceño fruncido en un gesto de concentración. —Han mirado por las ventanillas, así que saben tanto como yo —dijo Brian—. La mayoría de los pasajeros y toda la tripulación de este vuelo desaparecieron mientras dormíamos. Eso ya es bastante inquietante, pero ahora parece que nos enfrentamos a una realidad aún más demencial. Parece como si mucha más gente hubiera desaparecido también, aunque la lógica sugiere que en alguna parte debe haber otras personas. Nosotros sobrevivimos a lo que fuera y debe haber otros supervivientes. Bob Jenkins, el escritor de novelas de misterio, susurró algo. Albert lo oyó, pero no entendió las palabras. Se volvió a medias en dirección a Jenkins cuando el escritor volvía a murmurar esas dos palabras. Esta vez, Albert las entendió. Lo que decía era: «Falsa lógica.» —Creo que la mejor manera de afrontar la situación es ir paso a paso. El primero es salir del avión. —Yo compré un billete para ir a Boston —dijo Craig Toomy con voz tranquila y razonable—, y quiero ir a Boston. Nick asomó por detrás del hombro de Brian. Craig le lanzó una mirada y sus ojos se entornaron. Por un instante, pareció un gato doméstico enfurruñado. Nick levantó una mano con los dedos doblados y dos nudillos adelantados, haciendo el gesto de pellizcar una nariz. Craig Toomy, a quien una vez habían obligado a esperar con un fósforo encendido entre los dedos de los pies mientras su mamá cantaba Cumpleaños feliz, recibió el mensaje de inmediato. Siempre había sido rápido. Y podía esperar. —Tendremos que utilizar el tobogán de emergencia —dijo Brian—, así que quiero repasar con ustedes el procedimiento. Escuchen con atención, después formen una fila y síganme a la parte delantera del aparato. 7 Cuatro minutos más tarde, la entrada delantera del vuelo 29 de American Pride se abrió hacia dentro. Algunos murmullos salieron por la abertura y parecieron acallarse de inmediato en el aire fresco y silencioso. Se oyó un silbido, y un gran bulto de tela color naranja floreció de pronto en la puerta. Por un instante, pareció un extraño girasol híbrido. Creció y tomó forma al caer, y su superficie se hinchó hasta convertirse en un tobogán rechoncho. Cuando la parte inferior del tobogán llegó al asfalto, se escuchó un apagado ¡plop! y se quedó allí, como un enorme colchón de aire color naranja. Brian y Nick estaban frente a la corta fila de pasajeros, en el lado de babor del compartimento de primera. —Al aire de ahí fuera le pasa algo malo —dijo Nick en voz baja. —¿Qué quiere decir? —Preguntó Brian, y bajó aún más la voz al añadir—: ¿Que está envenenado? —No. Al menos, no lo creo. Pero no tiene olor ni sabor. —Está loco —dijo Brian, intranquilo. —No, no lo estoy —dijo Nick—. Esto es un aeropuerto, colega, no un maldito campo de heno, y ¿se huele a aceite o a gasolina? Yo no huelo a nada. Brian olfateó. No olía a nada. Si el aire estaba envenenado —no lo creía—, se trataba de una toxina de acción lenta. Sus pulmones parecían procesarla muy bien. Pero Nick tenía razón. No olía a nada. Y aquella otra cualidad, más esquiva, que el británico llamaba gusto... Tampoco sabía a nada. El aire del otro lado de la puerta abierta era absolutamente neutro. Como si estuviera enlatado. —¿Pasa algo malo? —Preguntó ansiosa Bethany Simms—. Es decir, si pasa, no estoy segura de querer saberlo, pero... —Nada —dijo Brian. Contó las cabezas, vio que había diez y se volvió hacia Nick—. Aquel tipo del fondo sigue durmiendo. ¿Cree que deberíamos despertarlo? Nick pensó e hizo un gesto negativo con la cabeza. —No lo hagamos. Ya tenemos bastantes problemas por el momento, para además tener que cuidar a un estúpido con resaca. Brian sonrió. Era lo que él pensaba. —Sí, creo que sí. Vale, baje usted primero, Nick. Después sujete el pie del tobogán. Yo ayudaré a los demás. —Tal vez sería mejor que usted bajara primero, por si el bocazas de mi amigo decide ponerse tonto con lo del aterrizaje no programado —dijo, con cuidadosa pronunciación británica. Brian lanzó una mirada al tipo del jersey de cuello alto. Estaba de pie al final de la fila, con un delgado maletín con monograma en una mano, mirando inexpresivamente hacia el techo. Su rostro tenía la expresión de un maniquí de grandes almacenes. —No me va a causar ningún problema —replicó Brian—, porque me importa un pito lo que haga. Me da igual que se baje o que se quede. Nick sonrió. —A mí también. ¡Que empiece el gran éxodo! —¿Se ha quitado los zapatos? Nick levantó un par de mocasines negros de cabritilla. —Vale. Allá vamos. —Brian se volvió hacia Bethany—. Observe con atención, señorita, usted va después. —¡Dios! Odio esta clase de mierda. No obstante, Bethany se acercó a Brian y miró con aprensión mientras Nick Hopewell se acercaba al tobogán. Nick saltó levantando al mismo tiempo las dos piernas, de tal modo que parecía un hombre tirándose al agua sentado. Aterrizó sobre el trasero y se deslizó hasta el fondo. Lo hizo con pulcritud; el pie del tobogán apenas se movió. Llegó abajo con los pies por delante, se irguió, dio media vuelta e hizo una reverencia cómica con los brazos a la espalda. —¡Lo más fácil del mundo! —gritó—. ¡Que pase el siguiente! —Es usted, señorita —dijo Brian—. ¿Su nombre es Bethany? —Sí —respondió ella, nerviosa—. No creo que pueda hacerlo. Me catearon en gimnasia los tres semestres y por último me permitieron volver a escoger economía doméstica. —Lo hará estupendamente —le dijo Brian. Pensó en que la gente utilizaba el tobogán con mayor entusiasmo y no requería tanta persuasión cuando había una amenaza que podían ver, como un agujero en el fuselaje o un incendio en uno de los motores de estribor—. ¿Se ha quitado los zapatos? Bethany lo había hecho —en realidad, era un par de viejas zapatillas rosadas—, pero de todos modos intentó alejarse de la puerta y del tobogán naranja brillante. —Tal vez si antes pudiera tomar un trago... —El señor Hopewell está sosteniendo el tobogán y no le pasará nada —insistió Brian, pero estaba empezando a temer que tendría que empujarla. No quería hacerlo, pero si no saltaba pronto lo haría. No era posible dejarlos ir al final de la cola hasta que recuperaran el coraje. Cuando se trataba del tobogán, ésa era la regla más importante. Si se permitía, todos querían pasar al final. —Salta, Bethany —dijo de pronto Albert. Había cogido su violín y lo sostenía bajo el brazo—. Le tengo un miedo mortal a esa cosa, y si tú saltas, tendréque hacerlo yo también. Ella lo miró sorprendida. —¿Por qué? Albert se había ruborizado. —Porque eres una chica —dijo sencillamente—. Sé que soy una rata sexista, pero es la verdad. Bethany lo miró un momento más, después rió y se volvió hacia el tobogán. Brian había decidido empujarla si volvía a mirar a su alrededor o a retroceder, pero no lo hizo. —¡Cristo! Me gustaría tener un poco de hierba —dijo, y saltó. Había visto la maniobra de Nick y sabía lo que tenía que hacer, pero en el último momento le falló el coraje e intentó estirar los pies. En consecuencia, resbaló hacia un lado al tocar la superficie saltarina del tobogán. Brian estaba seguro de que caería, pero la propia Bethany vio el peligro y se las arregló para echarse hacia atrás. Bajó a toda velocidad la pendiente sobre el lado derecho, con una mano sobre la cabeza y la blusa enrollada casi hasta la nuca. Después Nick la sujetó y la ayudó a bajar. —¡Cristo! —Exclamó sin aliento—. Es como volver a ser niña. —¿Se encuentra bien? —preguntó Nick. —Sí, creo que me he mojado un poco las bragas, pero estoy bien. Nick le sonrió y se volvió hacia el tobogán. Albert miró tímidamente a Brian y le tendió el estuche donde guardaba el violín. —¿Le importaría sostenérmelo? Si caigo del tobogán, se romperá. Mis viejos me matarían. Es un Gretch. Brian lo cogió. Mantenía una expresión seria y tranquila, pero por dentro sonreía. —¿Puedo mirar? Hace alrededor de mil años, solía tocar. —Claro —dijo Albert. El interés de Brian tranquilizó al muchacho, y eso era exactamente de lo que se trataba. Abrió los tres cerrojos y el estuche. El violín que había dentro era un Gretch de verdad, y no de los más baratos. Brian supuso que por lo que había costado se podría comprar un coche. —Hermoso —dijo, y le arrancó cuatro notas rápidas de la canción: Mi perro tiene pulgas. Tenía un sonido dulce y puro. Brian cerró el estuche otra vez—. Lo cuidaré. Lo prometo. —Gracias —respondió Albert. Luego se acercó a la puerta, hizo una inspiración profunda y soltó el aire—. Jerónimo —dijo con una vocecilla débil, y saltó. Al hacerlo, metió las manos debajo de los brazos, en las axilas. Proteger sus manos en cualquier situación en que era posible el daño físico se había convertido en un reflejo. Calló sentado en el tobogán y se deslizó pulcramente hasta el fondo. —¡Bien hecho! —exclamó Nick. —No ha sido nada —dijo As Kaussner. Al bajar, estuvo a punto de tropezar con sus propios pies. —¡Albert! —Llamó Brian—. ¡Cógelo! Se inclinó, colocó el estuche del violín en el centro del tobogán y lo soltó. Albert lo cogió sin dificultad a un metro del final, se lo puso bajo el brazo y retrocedió. Jenkins cerró los ojos al saltar y bajó oblicuamente sobre su flaco trasero. Nick pasó ágilmente al lado izquierdo del tobogán y cogió al escritor en el momento en que caía, salvándolo de un feo golpe en el asfalto. —Gracias, joven. —De nada, colega. Siguieron Gaffney y el hombre calvo con la dentadura desmesurada. Después, Laurel y Dinah Bellman llegaron a la abertura. —Estoy asustada —dijo Dinah con vocecilla insegura. —No pasará nada, cariño —dijo Brian—. Ni siquiera tienes que saltar. —Puso las manos en los hombros de Dinah y le hizo dar la vuelta, de modo que quedara de espaldas al tobogán—. Dame las manos y te bajaré hasta el tobogán. Pero Dinah escondió las manos. —Usted no. Quiero que lo haga Laurel. Brian miró a la mujer joven del cabello oscuro. —¿Quiere hacerlo? —Sí, si usted me dice lo que tengo que hacer. —Dinah ya lo sabe. Bájela hasta el tobogán cogiéndola de las manos. Cuando esté apoyada sobre la panza con los pies hacia abajo, puede deslizarse. Las manos de Dinah estaban frías. —Estoy asustada —repitió. —Cariño, será como bajar por el tobogán del parque —dijo Brian—. El hombre de acento inglés está esperando en el otro extremo para cogerte. Tiene las manos levantadas como un catcher en un partido de béisbol. Aunque claro, Dinah no debía de saber cómo era eso. Dinah volvió la cara hacia él como si estuviera comportándose de un modo tonto. —No es eso. Me asusta este lugar. Huele raro. Laurel, que no percibía ningún olor, salvo el de su sudor nervioso, miró indefensa a Brian. —Cariño —dijo él, arrodillándose ante la pequeña ciega—, tenemos que salir del avión. Lo sabes, ¿no? Los oscuros cristales de las gafas se volvieron hacia él. —¿Por qué? ¿Por qué tenemos que bajar del avión? Aquí no hay nadie. Brian y Laurel se miraron. —Bueno, eso no lo sabremos hasta que nos hayamos asegurado, ¿no crees? —dijo Brian. —Yo ya lo sé —dijo Dinah—. No se huele ni se oye nada. Pero..., pero... —¿Pero qué, Dinah? —preguntó Laurel. Dinah vaciló. Quería hacerles comprender que lo que le fastidiaba no era la manera de abandonar el avión. Había bajado antes por toboganes y confiaba en Laurel. Si era peligroso, Laurel no le soltaría las manos. Aquí había algo malo, realmente malo, y a eso era a lo que le tenía miedo. No era el silencio ni el vacío. Tal vez tuviera que ver con esas cosas, pero era algo más. Algo malo. Pero los adultos no creían a los niños, y mucho menos a los niños ciegos, y todavía menos aún a las niñas ciegas. Quería decirles que no podían quedarse allí, que no era seguro, que tenían que volver a poner en marcha el avión e irse. Pero ¿qué dirían? ¿Dirían acaso: «Vale, Dinah, está bien, subamos todos al avión»? Ni hablar. «Ya lo verán. Verán que está vacío, y volveremos al avión, e iremos a alguna otra parte. A otra parte donde no se perciba nada malo. Todavía hay tiempo. Creo.» —No importa —dijo a Laurel en voz baja. Su tono era de resignación—. Bájame. Laurel la bajó cuidadosamente al tobogán. Un instante después, Dinah estaba mirándola («Pero no está realmente mirando —pensó Laurel—, no puede mirar realmente»), descalza y con los pies extendidos sobre el tobogán color naranja. —¿Todo va bien, Dinah? —preguntó Laurel. —No —dijo Dinah—. Aquí nada va bien. —Y antes de que Laurel pudiera soltarla, abrió las manos y se libró. Se deslizó hasta el fondo y allí Nick la recibió. Después siguió Laurel, que cayó perfectamente en el tobogán y se recogió la falda con recato. Quedaban Brian, el borracho roncador de la parte trasera del avión y aquel animal desgarrador de papel y amante de la diversión, el señor Jersey de Cuello Alto. Brian había dicho que no tendría problemas con él porque le importaba un pito lo que hiciera, pero descubrió que no era verdad. El tipo tenía problemas en la azotea. Brian sospechaba que hasta la niña se había dado cuenta, y la niña era ciega. ¿Qué pasaría si lo dejaba atrás y el tipo decidía abandonarse a una orgía de destrucción? ¿Y si entraba en la cabina de mandos y la destrozaba? «¿Y qué? No vas a ir a ninguna parte. Los tanques están casi vacíos.» No obstante, no le gustaba la idea, y no porque el 767 fuera un aparato multimillonario. Tal vez lo que sentía fuera un débil eco de lo que había visto en la cara de Dinah cuando miró desde el tobogán. Aquí las cosas estaban mal, peor de lo que parecían, y eso resultaba atemorizador, porque no se le ocurría cómo era posible que empeoraran. Sin embargo, el avión funcionaba bien. Aun con los tanques de combustible casi vacíos, era un mundo que conocía y comprendía. —Su turno, amigo —dijo tan cortésmente como pudo. —¿Sabe que voy a denunciarlo por esto, no? —dijo Craig. Toomy con una voz escalofriantemente amable—. ¿Sabe que planeo demandar a esta línea aérea por treinta millones de dólares y que pienso mencionarlo como principal responsable? —Está usted en su perfecto derecho, señor... —Toomy. Craig Toomy. —Señor Toomy —Repitió Brian, y vaciló—. Señor Toomy, ¿es usted consciente de lo que nos ha sucedido? Craig miró un momento hacia fuera. Miró el asfalto desierto y las anchas ventanas de la terminal del segundo nivel, ligeramente polarizadas, donde no había amigos ni parientes felices esperando para abrazar a los pasajeros que llegaban, donde ningún viajero impaciente esperaba que llamaran a suvuelo. ¡Por supuesto! Eran los lagolieros. Los lagolieros habían venido en busca de toda la gente estúpida y holgazana, tal como siempre había dicho su padre. Con la misma voz suave, Craig dijo: —En el Departamento de Bonos de la Corporación Desert Sun me conocen como El Caballo de Tiro, ¿lo sabía? —Hizo una pausa, aparentemente esperando la respuesta de Brian. Al no obtener ninguna, continuó—: Por supuesto que no. Así como tampoco sabe lo importante que es esta reunión en el Prudential Center de Boston. Ni le importa. Pero permítame que le diga algo, capitán: el destino económico de naciones enteras puede depender de los resultados de esa reunión, de la que estaré ausente cuando se pase lista. —Señor Toomy, todo eso es muy interesante, pero realmente no tengo tiempo... —¿Tiempo? —Gritó súbitamente Craig—. ¿Qué demonios sabe usted del tiempo? ¡Pregúnteme a mí! ¡Yo lo sé todo sobre el tiempo! ¡Todo! ¡Queda poco tiempo, señor! ¡Queda muy poco tiempo! «¡A la mierda! Voy a empujar a este loco hijo de puta», pensó Brian. Pero, antes de que pudiera hacerlo, Craig Toomy se volvió y saltó. Hizo un perfecto aterrizaje sobre el trasero, apretando el maletín contra su pecho, y Brian se sintió estúpido al recordar aquel viejo anuncio televisivo de Hertz, en el que O. J. Simpson pasaba volando por los aeropuertos con traje y corbata. —¡Ya queda poco tiempo! —gritó Craig mientras descendía, con el maletín apretado contra el pecho, como si fuera un escudo, y las perneras de los pantalones levantadas, mostrando los negros calcetines de ejecutivo. —¡Jesús! ¡Qué loco cabrón! —murmuró Brian. Hizo una pausa en el extremo del tobogán, miró una vez más el mundo tranquilizador y conocido de su aparato, y saltó. 8 Había diez personas en dos pequeños grupos bajo el ala gigante del 767 con el águila azul y roja en el morro. En un grupo estaban Brian, Nick, el hombre calvo, Bethany Simms, Albert Kaussner, Robert Jenkins, Dinah, Laurel y Don Gaffney. Ligeramente apartado de ellos, y constituyendo su propio grupo, estaba Craig Toomy, conocido también como el Caballo de Tiro. Craig se inclinó y alisó las arrugas de sus pantalones con minuciosa concentración, usando para ello la mano izquierda. La derecha seguía aferrada al asa de su maletín. Después se irguió y miró a su alrededor con ojos grandes y desinteresados. —¿Y ahora qué, capitán? —preguntó animosamente Nick. —Dígamelo usted. Díganoslo. Nick lo miró un instante con una ceja ligeramente levantada, como preguntándole si hablaba en serio. Brian inclinó unos milímetros la cabeza. Fue suficiente. —Bueno, supongo que para empezar podríamos dirigirnos a la terminal —dijo Nick—. ¿Cuál sería la manera más rápida de llegar? ¿Alguna idea? Brian señaló con la cabeza una hilera de portaequipajes aparcados bajo el alero de la terminal principal. —Yo diría que la forma más rápida de entrar sin pasarela es la cinta transportadora de equipaje. —Estupendo, estupendo. Vamos hacia allí, señoras y caballeros. ¿De acuerdo? Era un camino corto, pero Laurel, que daba la mano a Dinah, pensó que era el más raro que había hecho en su vida. Podía verse como si estuviera mirando el grupo desde arriba: menos de una docena de puntos caminando lentamente a través de una enorme planicie de cemento. No había brisa. Los pájaros no cantaban. No se escuchaban motores a la distancia y ninguna voz humana quebraba el anómalo silencio. Hasta el ruido de las pisadas le parecía extraño. Llevaba tacones altos, pero en lugar del repiqueteo enérgico al que estaba acostumbrada, parecía oír sólo pequeños golpes sordos. «Parecía —pensó—. Ésa es la palabra clave. Como la situación es extraña, todo empieza a parecer extraño. Es el cemento, nada más. Los tacones suenan distintos sobre el cemento.» Sin embargo, había caminado antes con tacones altos sobre cemento y no recordaba haber oído nunca un ruido como ése. Por alguna razón, sonaba pálido, exangüe. Llegaron a los transportes de equipajes. Nick zigzagueó entre ellos, a la cabeza de la fila, y se detuvo ante una cinta transportadora inmóvil que salía de un agujero del cual colgaban tiras de caucho. La cinta describía un amplio círculo por una pista donde normalmente los porteadores descargaban los vehículos, y después reingresaba por otro agujero con tiras. —¿Para qué son esas tiras de goma? —preguntó nerviosa Bethany. —Supongo que para parar las corrientes de aire cuando hace frío —contestó Nick—. Déjenme meter la cabeza ahí y echar una mirada. No hay problema. Sólo será un momento. —Y antes de que nadie pudiera contestar, se había subido a la cinta transportadora y caminaba inclinado hacia uno de los agujeros practicados en el edificio. Cuando llegó, cayó de rodillas y metió la cabeza entre las tiras de goma. «Ahora se oirá un silbido y un golpe sordo —pensó absurdamente Albert—, y cuando tiremos de él, le faltará la cabeza.» No hubo ni silbido ni golpe. Y cuando Nick reapareció, su cabeza estaba firmemente pegada a los hombros y en su cara había una expresión pensativa. —No hay moros en la costa —dijo, y a Albert el tono alegre le sonó fingido—. Pasen, amigos. Cuando un cadáver encuentra a otro y todo eso. Bethany se echó hacia atrás. —¿Hay cadáveres? Señor, ¿hay gente muerta ahí dentro? —Que yo sepa, no, señorita —dijo Nick, abandonando el tono de frivolidad—. Estaba parafraseando al viejo Bobby Burns en un intento de parecer gracioso. Me temo que en lugar de humor, sólo demostré falta de tacto. El hecho es que no vi a nadie. Pero es lo que esperábamos, ¿no? Lo era, pero de todos modos les impresionó saberlo. Y por su tono, también a Nick. Treparon uno tras otro a la cinta y se arrastraron entre las tiras de goma. Dinah hizo una pausa antes de la entrada y volvió la cabeza hacia Laurel. Una luz brumosa se reflejó en sus gafas oscuras, convirtiéndolas en espejos. —Aquí las cosas están muy mal —repitió, y pasó al otro lado. 9 Uno tras otro, salieron a la terminal principal del aeropuerto internacional de Bangor, como si fueran un exótico equipaje arrastrándose por una cinta transportadora averiada. Albert ayudó a bajar a Dinah, y se quedaron todos allí, de pie, mirando a su alrededor con silenciosa estupefacción. La desagradable sorpresa de despertar en un avión que había quedado casi vacío como por arte de magia ya había pasado; ahora, en lugar de desconcierto se producía un sentimiento de dislocación. Ninguno de ellos había estado jamás en un aeropuerto totalmente desierto. El mostrador de coches de alquiler estaba vacío. Los monitores de llegadas y partidas permanecían oscuros y silenciosos. No había nadie en los mostradores de Delta, United, Northwest AirLink o MidCoast Airways. El enorme tanque colocado en el centro, con la bandera que proponía «Compre langostas de Maine», estaba lleno de agua, pero no había langostas. Las luces fluorescentes del techo estaban apagadas y la escasa luz que entraba por las puertas en el extremo más alejado del largo recinto, apenas alcanzaba el centro, dejando al grupo del vuelo 29 apiñado en un desagradable nido de sombras. —Bueno —dijo Nick, intentando parecer enérgico y logrando sólo transmitir inquietud—. ¿Y si probáramos los teléfonos? Mientras él se dirigía hacia la hilera de teléfonos, Albert se acercó al mostrador de Rent-a-Car. En los casilleros de la parte inferior, vio carpetas con los nombres Briggs, Handleford, Marchant, Fenwick y Pestleman. Sin duda, dentro de cada uno de ellas había un contrato de alquiler, junto con planos de la zona centro de Maine, y en cada uno de esos planos habría una flecha con la leyenda «Usted está aquí», señalando la ciudad de Bangor. «Pero ¿dónde estamos realmente? —se preguntó Albert—. ¿Y dónde están Briggs, Handleford, Marchant, Fenwick y Pestleman? ¿Los han transportado a otra dimensión? Tal vez sea Grateful Dead. Tal vez la Muerte* está tocando en alguna parte del estado y todos han ido a escucharla.» Detrás de él, sonó un chasquido seco. Albert se sobresaltóy se volvió a toda prisa, enarbolando el violín como si fuera una porra. Vio a Bethany encendiendo un cigarrillo con una cerilla. La chica arqueó las cejas. —¿Te asusté? —Un poco —dijo Albert, bajando el estuche y dedicándole una pequeña sonrisa turbada. —Lo siento, —sacudió la cerilla, la arrojó al suelo y aspiró el humo—. Esto al menos es mejor. En el avión no me atrevía. Temía que algo pudiera estallar. Bob Jenkins se acercó a ellos. —Sabe, hace unos diez años que dejé de fumar. —Por favor, nada de sermones —dijo Bethany—. Me da la impresión de que si nos libramos de ésta, tendré sermones para un mes. Y de los pesados. Jenkins alzó las cejas, pero no pidió explicaciones. —En realidad, iba a pedirle uno —dijo—. Parece un momento ideal para reanudar relaciones con los viejos hábitos. Bethany sonrió y le ofreció un Marlboro. Jenkins lo cogió y la muchacha le dio fuego. Él aspiró el humo y tosió, emitiendo una serie de señales de humo. —Pues sí que lo había abandonado —observó ella. Jenkins asintió. —Pero volveré a acostumbrarme enseguida. Me temo que éste es el verdadero horror del hábito. ¿Han observado el reloj? —No —dijo Albert. Jenkins señaló el reloj que había encima de las puertas de los lavabos. Se había detenido a las cuatro y siete minutos. —Coincide —dijo—. Sabemos que hacía un rato que estábamos en el aire cuando se produjo el..., llamémoslo suceso a falta de algo mejor. Las cuatro y siete minutos de la mañana en el Este equivalen a la una y siete minutos del Oeste. Así que ahora sabemos cuándo fue. —¡Ostras, es cierto! —exclamó Bethany. —Sí —afirmó Jenkins, que no notó o decidió no notar el ligero sarcasmo de su voz—. Pero hay algo que no va bien. Desearía que hubiera sol. Entonces podría estar seguro. *Juego de palabras con el nombre del grupo musical Grateful Dead («muerte agradable»). (N. del T) —¿Qué quiere decir? —preguntó Albert. —Los relojes no valen, al menos los eléctricos. No tienen jugo, pero si hubiera sol podríamos tener al menos una idea aproximada de la hora por la longitud y la dirección de las sombras. Según mi reloj van a ser las nueve y cuarto, pero no me fío. Parece más tarde. No tengo pruebas y no puedo explicarlo, pero es así. Albert lo pensó y miró a su alrededor. Después se volvió hacia Jenkins. —Es verdad, ¿sabe? —dijo—. Parece como si fuera la hora de almorzar. ¿No es extraño? —No lo es —dijo Bethany—. Sólo es resaca de jet. —No estoy de acuerdo —dijo Jenkins—. Hemos viajado de oeste a este, jovencita. Cualquier dislocación temporal que sufran los que van de oeste a este, va en la dirección contraria. Siente que es más temprano de lo que es. —Quiero hacerle una pregunta sobre algo que murmuró en el avión —dijo Albert—. Cuando el capitán comentó que aquí debía de haber más gente, usted dijo: «Falsa lógica.» Lo repitió dos veces. Pero a mí me parece bastante correcto. Estábamos dormidos y estamos aquí. Y si eso sucedió a... —Albert miró hacia el reloj—, a las cuatro y siete minutos hora de Bangor, casi toda la gente de la ciudad debía de estar durmiendo. —Sí —aceptó Jenkins—. Y entonces, ¿dónde están? Albert titubeó. —Bueno... Se oyó un ruido provocado por Nick al colgar con fuerza uno de los teléfonos. Era el último de una larga hilera y los había probado todos. —¡Qué desastre! —exclamó—. Todos mudos. Tanto los que funcionan con monedas como los que dan línea directa. Brian, a la falta de ladridos puede agregar la de teléfonos. —¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Laurel. Escuchó el sonido solitario de su voz, que la hizo sentir muy pequeña y perdida. Dinah, a su lado, describía lentos círculos. Parecía un radar humano. —Subamos —propuso Calvo—. Seguramente, allí debe de estar el restaurante. Todos lo miraron. Gaffney resopló. Calvo lo miró por debajo de una ceja levantada. —En primer lugar, mi nombre es Rudy Warwick —contestó—. En segundo lugar, la gente piensa mejor con el estómago lleno. —Se encogió de hombros—. Es una ley natural. —Creo que el señor Warwick tiene razón —dijo Jenkins—. Todos necesitamos comer, y si subimos tal vez encontremos más claves que indiquen lo que ha sucedido. En realidad, creo que así será. Nick se encogió de hombros. De pronto, parecía cansado y confuso. —¿Por qué no? —dijo—. Estoy empezando a sentirme como el maldito Robinson Crusoe. Se dirigieron en un pequeño grupo hacia el ascensor, que tampoco funcionaba. Albert, Bethany y Jenkins caminaban juntos al final de la fila. —Usted sabe algo, ¿verdad? —preguntó de pronto Albert—. ¿Qué es? —Podría saber algo —corrigió Jenkins—. Y también podría no saber. Por el momento, me quedaré callado. Sólo haré una sugerencia. —¿Cuál? —No a usted, sino a la joven —dijo, señalando a Bethany—. Ahorre cerillas, ésa es mi sugerencia. —¿Cómo? —preguntó Bethany, frunciendo el entrecejo. —Ya me ha oído. —Sí, claro que sí, pero no entiendo lo que quiere decir. Probablemente haya un quiosco de prensa arriba, señor Jenkins. Tienen montones de cerillas, además de cigarrillos y encendedores desechables. —Estoy de acuerdo —dijo Jenkins—. Sin embargo, le aconsejo que ahorre cerillas. «Ya está otra vez haciendo de Philo Christie o quien sea», pensó Albert. Estaba a punto de hacer una observación y pedirle a Jenkins que hiciera el favor de recordar que no estaba dentro de una de sus novelas, cuando Brian Engle se detuvo al pie de la escalera mecánica, tan bruscamente que Laurel tuvo que dar un tirón a la mano de Dinah para evitar que la pequeña tropezara con él. —Mire por donde va, ¿de acuerdo? —dijo Laurel—. Por si no lo sabe, la niña es ciega. Brian la ignoró. Miraba al pequeño grupo de refugiados. —¿Dónde está el señor Toomy? —¿Quién? —preguntó Warwick, el hombre calvo. —El tipo que tenía una cita inaplazable en Boston. —¿A quién le importa? —preguntó Gaffney—. Que le vaya muy bien. Pero Brian estaba muy inquieto. No le gustaba la idea de que Toomy se hubiera ido por su cuenta. No sabía por qué, pero no le gustaba en absoluto. Lanzó una mirada a Nick, quien se encogió de hombros y meneó la cabeza. —No me di cuenta, colega. Estaba ocupado con los teléfonos, lo siento. —¡Toomy! —gritó Brian—. ¡Craig Toomy! ¿Dónde está? No hubo respuesta. Sólo aquel silencio extraño y opresivo. Y entonces Laurel observó algo, algo que la dejó helada. Brian había hecho bocina con las manos, gritando hacia la parte superior de la escalera mecánica. En un lugar con el techo tan alto, debía haber habido algo de eco. Pero no lo había. Ningún eco. 10 Mientras los otros estaban ocupados abajo —los adolescentes y el viejo junto a uno de los mostradores de la agencia de alquiler de coches, y el resto contemplando al matón británico mientras probaba los teléfonos—, Craig Toomy se había deslizado escaleras arriba, silencioso como un ratón. Sabía exactamente adonde quería ir y qué buscar cuando llegase allí. Caminó rápidamente por la gran sala de espera con el maletín balanceándose junto a su rodilla derecha, ignorando las sillas vacías y el desierto bar llamado El Barón Rojo. En el extremo más alejado del recinto había un cartel que colgaba sobre la entrada de un corredor ancho y oscuro. PUERTA 5. LLEGADAS INTERNACIONALES DUTY FREE SHOPS ADUANA SEGURIDAD DEL AEROPUERTO Casi había llegado al principio del corredor cuando echó un vistazo por una de las enormes ventanas y se detuvo. Se aproximó lentamente al cristal y miró. No había nada que ver salvo el asfalto vacío y el cielo blanco e inmóvil, pero de todos modos sus ojos empezaron a dilatarse y sintió que el miedo invadía su corazón. «Vienen», le dijo de pronto una voz muerta. Era la voz de su padre, y hablaba desde un pequeño mausoleo arrinconado entre las penumbras del corazón de Craig Toomy. —No —susurró Craig y la palabra proyectó un pequeño capullo de niebla sobre el cristal, frente a sus labios—. No viene nadie. «Has sido malo. Peor, has sido holgazán.» —¡No! «Sí. Tenías una cita y no acudiste.Huíste. Entre todos los posibles lugares estúpidos, huíste a Bangor, Maine.» —No fue culpa mía —murmuró. Ahora se aferraba al asa del maletín en un apretón casi doloroso—. Me llevaron contra mi voluntad, fui secuestrado. La voz interior no respondió. Sólo percibía oleadas de desaprobación. Y una vez más, Craig intuyó el tipo de presión a que estaba sometido, la terrible presión interminable, el peso de los abismos. La voz interior no tenía que decirle que no había excusa válida; Craig lo sabía. Lo sabía desde hacía mucho tiempo. «Ellos estuvieron aquí, y volverán. Lo sabes, ¿no?» Lo sabía. Los lagolieros volverían. Volverían a buscarlo. Los sentía. Jamás los había visto, pero sabía que eran horribles. ¿Sería el único en saberlo? Creía que no. Pensó que tal vez la niña ciega también supiera algo de los lagolieros. Pero eso no importaba. Lo único importante era llegar a Boston, llegar antes de que los lagolieros convirtieran Bangor en sus terribles dominios y se lo comieran vivo sin dejar de gritar. Tenía que llegar a esa reunión en el Pru, tenía que informarles acerca de lo que había hecho, y entonces sería... Libre. Sería libre. Craig se obligó a apartarse de la ventana, a apartarse del vacío y el silencio, y se sumergió en el corredor. Pasó junto a las tiendas vacías sin dedicarles ni una mirada. Finalmente llegó a la puerta que estaba buscando. Sobre la puerta había una pequeña placa rectangular, justo encima de la mirilla, con la inscripción: «Seguridad del aeropuerto.» Tenía que entrar allí. De una u otra manera, tenía que entrar allí. «Todo esto..., esta locura... no tiene por qué tocarme. No tengo por qué aceptarla. Ya no.» Craig estiró la mano y agarró el picaporte de la puerta de la Oficina de Seguridad. La mirada neutra había sido reemplazada por una expresión de determinación. «He estado mucho, mucho tiempo bajo presión. ¿Desde los siete años? No, creo que empezó antes. El hecho es que he estado bajo presión desde que tengo memoria. Esta última locura no es más que una nueva variante. Probablemente sea lo que dijo el hombre de la chaqueta deportiva gastada: una prueba. Agentes de alguna agencia secreta del gobierno o de alguna siniestra organización extranjera están haciendo una prueba. Pero yo elijo no participar en más pruebas. No me importa si a cargo de ellas está mi padre, o mi madre, o el decano de la Escuela de Empresariales, o el director de la Desert Sun. Elijo no participar. Elijo escapar. Elijo ir a Boston y terminar lo que inicié cuando propuse la compra de bonos argentinos. Si no lo hago...» Sabía lo que pasaría si no lo hacía. Se volvería loco. Craig intentó hacer girar el picaporte, pero éste no se movió. Frustrado, dio un pequeño empujón, y entonces la puerta se abrió. O no había quedado bien cerrada o se había abierto al producirse el apagón y fallar los sistemas de seguridad. A Craig no le interesaba. Lo importante era que no necesitaría arruinarse la ropa arrastrándose por un conducto de aire acondicionado o algo así. Seguía decidido a aparecer en su reunión antes de que terminara el día, y no quería llegar con la ropa manchada de polvo y grasa. Una de las sencillas verdades que regían su vida era que los tipos con el traje sucio no tienen credibilidad. Abrió la puerta y entró. 11 Brian y Nick fueron los primeros en llegar a lo alto de la escalera, y los otros se apiñaron a su alrededor. Era la sala de espera central del aeropuerto, una gran caja cuadrada llena de asientos de plástico anatómicos (algunos llevaban pequeños televisores optativos sujetos al brazo) y dominada por un muro de cristal polarizado que iba del suelo al techo. A la izquierda estaba el quiosco de prensa y el control de seguridad de la puerta 1; a la derecha, al otro extremo del recinto, estaba el bar El Barón Rojo y el restaurante Nube Nueve. Más allá del restaurante había un pasillo que conducía a la Oficina de Seguridad del aeropuerto y al anexo de llegadas internacionales. —Vamos... —empezó a decir Nick, pero entonces Dinah lo interrumpió. —Esperen. Habló con voz fuerte y urgente, y todos se volvieron hacia ella con curiosidad. Dinah dejó caer la mano de Laurel y levantó las suyas. Colocó los pulgares detrás de sus orejas y estiró los dedos como abanicos. Y se quedó allí, quieta como un poste en esa extravagante postura de escucha. —¿Qué...? —Brian intentó preguntar algo, pero Dinah tampoco le dejó. Se volvió ligeramente hacia la izquierda, hizo una pausa y después se volvió hacia el otro lado, hasta que la luz blanca que entraba por las ventanas cayó sobre ella, convirtiendo su cara, ya pálida, en algo fantasmal y escalofriante. Se quitó las gafas. Sus ojos eran grandes, castaños, y no exactamente neutros. —Allí —dijo con voz soñadora, y Laurel sintió que el terror empezaba a apretar su corazón con dedos helados. No era la única. Bethany se apretaba contra ella por un lado mientras Don Gaffney se acercaba por el otro—. Allí. Siento la luz. Dijeron que por eso sabían que puedo volver a ver. Siempre puedo sentir la luz. Es como un calor dentro de la cabeza. —Dinah, ¿qué...? —dijo Brian. Nick le dio un codazo. El rostro alargado del inglés parecía fatigado, y tenía la frente surcada de arrugas. —Silencio, colega. —La luz está... aquí. Dinah se alejó lentamente de ellos, sin quitar las manos de detrás de las orejas y con los codos levantados para percibir cualquier objeto que pudiera tener delante. Avanzó hasta que estuvo a menos de medio metro de la ventana. Después, estiró poco a poco la mano hasta que sus dedos tocaron el cristal. Parecían estrellas negras dibujadas sobre un cielo blanco. Dejó escapar un débil murmullo desconsolado. —El cristal también está mal —dijo con voz soñadora. —Dinah... —intervino Laurel. —Chsss... —susurró la pequeña sin volverse. Se quedó ante la ventana como una niña que esperara el regreso a casa de su padre—. Oigo algo. Estas palabras susurradas produjeron en Albert Kaussner un terror inexpresable. Sentía una presión en los hombros, y descubrió que había cruzado los brazos y se abrazaba con fuerza. Brian se concentró en escuchar. Escuchaba su respiración y la de los otros, pero nada más. «En su imaginación —pensó—. Nada más.» Pero no estaba seguro. —¿Qué? —preguntó Laurel con urgencia—. ¿Qué oyes, Dinah? —No lo sé —dijo la niña sin volverse—. Es muy leve. Me pareció oírlo cuando salimos del avión y pensé que era mi imaginación. Ahora lo oigo mejor. Lo oigo incluso a través del cristal. Suena como..., como los copos de arroz cuando se vierte la leche encima. Brian se volvió hacia Nick y le preguntó en voz baja. —¿Oye algo? —Ni un maldito ruido —contestó Nick, bajando también la voz—. Pero ella es ciega. Está habituada a que sus oídos hagan trabajo adicional. —Creo que es histeria —dijo Brian. Ahora susurraba, con la boca junto al oído de Nick. Dinah se volvió hacia ellos y repitió sus palabras: —«¿Oye algo? Ni un maldito ruido. Pero ella es ciega. Está habituada a que sus oídos hagan trabajo adicional. —Hizo una pausa y agregó—: Creo que es histeria.» —Dinah, ¿de qué estás hablando? —preguntó Laurel, confundida y asustada. No había escuchado la conversación entre Brian y Nick, aunque estaba mucho más cerca de ellos que Dinah. —Pregúntaselo a ellos —dijo Dinah con voz temblorosa—. ¡No estoy loca! ¡Estoy ciega, pero no loca! —Vale —admitió Brian, impresionado—. Vale, Dinah. Estaba hablando con Nick —le explicó a Laurel— y ella nos oyó. Nos oyó desde allí, desde las ventanas. —Tienes un oído excelente, encanto —dijo Bethany. —Oigo lo que oigo —puntualizó Dinah—. Y oigo algo allí afuera. En aquella dirección —dijo, señalando hacia el oeste. Los contempló con sus ojos muertos—. Y es malo. Es un sonido espantoso, aterrador. —Si supieras lo que es, pequeña, sería una ayuda —dijo Don Gaffney, vacilante. —No lo sé —admitió Dinah—. Pero sé que está más cerca que antes. —Volvió a ponerse las gafas con una mano temblorosa—. Tenemos que salir de aquí. Ypronto. Porque viene algo. La cosa mala que chisporrotea como los cereales. —Dinah —intervino Brian—, el avión en el que vinimos no tiene casi combustible. —¡Entonces tiene que ponerle más! —gritó Dinah con voz aguda—. Se acerca, ¿entiende? ¡Se acerca! Y si no nos hemos ido cuando llegue, moriremos. ¡Todos moriremos! Su voz se quebró, y la niña empezó a sollozar. No era una sibila ni una médium, sino tan sólo una niña obligada a vivir su terror en una oscuridad casi completa. Avanzó a trompicones hacia ellos, descontrolada. Laurel la sujetó antes de que pudiera tropezar con una de las cuerdas que señalaban el camino hacia el control de seguridad, y la abrazó. Trató de calmarla, pero en su cerebro asustado y confuso seguían sonando las últimas palabras de la niña: «Si no nos hemos ido cuando llegue, moriremos. Todos moriremos.» 12 Craig Toomy oyó que la mocosa empezaba a maullar en alguna parte y la ignoró. Había encontrado lo que buscaba en el tercer armario que abrió, el que llevaba el nombre Markey. El almuerzo del señor Markey —un bocadillo cuyo extremo salía de una bolsa de papel de estraza— estaba en el estante superior. Los zapatos del señor Markey estaban cuidadosamente colocados en el estante inferior. En medio de ambos estantes, colgadas juntas, había una camisa blanca lisa y una cartuchera. Por la cartuchera asomaba la culata del revólver de servicio del señor Markey. Craig desabrochó la tira de seguridad y cogió el revólver. No sabía mucho de armas —por lo que a él se refería, podría haber sido del calibre 32 o del 38, o incluso del 45—, pero no era estúpido; tras unos instantes de desconcierto, consiguió hacer girar el cilindro. Las seis cámaras estaban cargadas. Volvió a cerrar el cilindro, asintiendo ligeramente cuando lo escuchó regresar a su sitio; después estudió la zona del gatillo y ambos lados de la culata. Buscaba un seguro, pero al parecer no lo había. Puso el dedo en el gatillo y oprimió hasta que vio que el percutor y el cilindro se movían ligeramente. Asintió satisfecho. Se volvió y, súbitamente, se sintió invadido por la soledad más intensa de su vida adulta. El arma pareció adquirir más peso, y la mano que la sostenía vaciló. Estaba de pie, con los hombros caídos, el maletín colgando de la mano derecha y la pistola del guardia de seguridad, de la izquierda. En su rostro había una expresión de miseria absoluta y abyecta. Y de pronto recordó algo, algo en lo que no había pensado durante años: Craig Toomy, doce años de edad, echado en la cama y temblando mientras ardientes lágrimas corrían por sus mejillas. En la habitación contigua, el estéreo a todo volumen y su madre cantando junto a Merrilee Rush con su monótona y desafinada voz de borracha: «Llámame ángel... de la mañana, amor... toca mi mejilla... antes de dejarme, amor...». Echado en la cama. Temblando. Llorando. Sin emitir un sonido y pensando: «¿Por qué no puedes quererme y dejarme tranquilo, mamá? ¿Por qué no puedes quererme y dejarme tranquilo?» —No quiero lastimar a nadie —murmuró Craig Toomy a través de las lágrimas—. No quiero, pero esto es..., es intolerable. Al otro lado de la habitación había un grupo de monitores de televisión, todos oscuros. Durante un instante, mientras los miraba, la verdad de lo que había sucedido, de lo que seguía sucediéndole, intentó imponérsele. Durante un instante, estuvo a punto de atravesar el complejo sistema de defensas neuróticas y entrar en el refugio antiaéreo donde vivía su vida. «Todos se han ido, Craiggy-weggy. Todo el mundo ha desaparecido, excepto tú y la gente que estaba en ese avión.» —No —gimió, desplomándose en una de las sillas que rodeaban la mesa de fórmica que había en el centro de la habitación—. No, no es así. Simplemente no es así. Rechazo esa idea. La rechazo absolutamente. «Los lagolieros estuvieron aquí y regresarán», dijo su padre. Su voz tapó la de su madre, como siempre. «Será mejor que no estés cuando lleguen..., o ya sabes lo que pasará.» Lo sabía. Se lo comerían. Los lagolieros se lo comerían. —Pero yo no quiero lastimar a nadie —repitió con voz alterada y exhausta. Sobre la mesa había una hoja de servicio mimeografiada. Craig soltó el portafolios y colocó el revólver sobre la mesa, junto a él. Después levantó la hoja, la miró un instante sin verla y empezó a rasgar una larga tira por el lado izquierdo. Rasss. No tardó en quedar hipnotizado, mientras una pila de tiras delgadas —¡tal vez las más delgadas que había conseguido en su vida!— empezaban a caer sobre la mesa. Pero ni siquiera entonces lo abandonó del todo la fría voz de su padre: «O ya sabes lo que pasará.» CAPÍTULO CINCO LA CARTERITA DE CERILLAS. LA AVENTURA DEL BOCADILLO DE SALAMI. OTRO EJEMPLO DEL MÉTODO DEDUCTIVO. EL JUDÍO DE ARIZONA TOCA EL VIOLÍN. EL ÚNICO RUIDO DE LA CIUDAD. 1 El silencio helado que siguió a la advertencia de Dinah fue roto por Robert Jenkins. —Tenemos algunos problemas —anunció con voz seca, de conferenciante—. Si Dinah oye algo, y después de su notable demostración me inclino a creerla, resultaría útil saber qué es. No lo sabemos. Ése es un problema. El otro es la falta de combustible del avión. —Allá afuera hay un 727 aparcado en una pista de rodaje —intervino Nick—. ¿Puede conducir uno de esos, Brian? —Sí —contestó Brian. Nick tendió una mano abierta hacia Bob y se encogió de hombros, como diciendo: «Ahí tiene: un problema resuelto.» —Suponiendo que volviéramos a despegar, ¿adonde iríamos? —prosiguió Bob Jenkins—. Es un tercer problema. —Lejos —dijo Dinah de inmediato—. Lejos de ese ruido. Tenemos que escapar de ese ruido y de lo que lo produce. —¿Cuánto tiempo crees que tenemos? —le preguntó suavemente Bob—. ¿Cuánto antes de que llegue, Dinah? ¿Tienes alguna idea? —No —contestó Dinah desde el refugio de los brazos de Laurel—. Creo que todavía está lejos, que queda tiempo, pero... —Entonces sugiero que hagamos exactamente lo que dijo el señor Warwick —dijo Bob—. Pasemos al restaurante, comamos algo y hablemos de lo que vamos a hacer. La comida ejerce un efecto benéfico sobre lo que a Monsieur Poirot le gustaba llamar las pequeñas células grises. —No deberíamos esperar —dijo Dinah asustada. —Quince minutos —dijo Bob—. No más. Incluso a tu edad, Dinah, deberías saber que el pensamiento objetivo debe preceder a la acción concreta. Súbitamente, Albert percibió que el escritor de novelas de misterio tenía sus razones para ir al restaurante. Las pequeñas células grises del señor Jenkins estaban en perfecto estado de funcionamiento —o al menos él lo creía así—, y después de su escalofriante estimación de la situación a bordo del avión, Albert estaba por lo menos dispuesto a concederle el beneficio de la duda. «Quiere mostrarnos o probarnos algo», pensó. —Podemos disponer de quince minutos... —insinuó. —Bueno, supongo que sí —aceptó Dinah de mala gana. —¡Estupendo! —exclamó Bob animado—. Está decidido. Y se puso en marcha hacia el restaurante, dando por sentado que los otros lo seguirían. Brian y Nick se miraron. —Será mejor que vayamos —dijo Albert muy sereno—. Creo que sabe cosas. —¿Qué clase de cosas? —preguntó Brian. —No lo sé exactamente, pero creo que podría merecer la pena. Albert siguió a Bob y Bethany a Albert; los otros los siguieron, Laurel dando la mano a Dinah. La niña estaba muy pálida. 2 El restaurante Nube Nueve era en realidad una cafetería con una nevera llena de bebidas y bocadillos al fondo, y un mostrador de acero inoxidable que flanqueaba una larga mesa dividida en compartimentos. Todos estaban vacíos e inmaculadamente limpios. En la parrilla no había ni una gota de grasa. Los vasos —esos sólidos vasos de cafetería con los bordes mellados— se amontonaban formando pulcras pirámides en los estantes traseros, junto a una amplia selección de loza aún más resistente. Bob Jenkins estaba de pie junto a la caja registradora. Cuando Albert y Bethany entraron, dijo: —¿Puede darme otro cigarrillo, Bethany? —¡Vaya! Es ustedun auténtico vampiro —exclamó ella en tono amable. Cogió su cajetilla de Marlboro y sacó un cigarrillo. Él lo tomó y tocó su mano cuando ella sacó las cerillas. —Usaré una de éstas, si no le importa —dijo, señalando un bol de cristal lleno de carteritas de cerillas con la publicidad de LaSalle Business School que había junto a la caja. Al lado del bol había un cartel donde se podía leer: «Para nuestros amigos sin cerillas.» Bob cogió una carterita, la abrió y arrancó una cerilla. —Claro que no —dijo Bethany—, pero, ¿por qué? —Eso es lo que vamos a descubrir —respondió él. Echó una mirada a los otros. Estaban todos de pie, formando un semicírculo y mirándolo. Todos excepto Rudy Warwick, que se había ido al fondo de la cafetería y estudiaba el contenido del expositor. Bob frotó la cerilla. Dejó una pequeña mancha blanca, pero no se encendió. Volvió a frotarla con el mismo resultado. Al tercer intento, la cerilla se dobló. La mayor parte de la cabeza inflamable se había desprendido. —Vaya, vaya —dijo Bob en tono sorprendido—. Supongo que deben de estar húmedas. Probemos con una carterita del fondo, ¿vale? Ésas tienen que estar secas. Revolvió en el fondo del bol, tirando un montón de carteritas sobre el mostrador. A Albert le parecía que estaban totalmente secas. Detrás de él, Nick y Brian intercambiaron otra mirada. Bob sacó otra carterita, arrancó una cerilla y trató de encenderla sin resultado. —¡Maldita sea! —exclamó—. Al parecer, hemos descubierto otro problema. ¿Puede dejarme sus cerillas, Bethany? Ella se las dio sin decir nada. —Espere un momento —dijo lentamente Nick—. ¿Qué es lo que sabe, colega? —Sólo que esta situación tiene implicaciones más vastas de lo que pensamos —dijo Bob. Sus ojos permanecían bastante tranquilos, pero la cara desde la cual miraban estaba demacrada—. Y pienso que es posible que hayamos cometido un gran error, comprensible teniendo en cuenta las circunstancias: pero hasta que no hayamos rectificado nuestra opinión, no creo que podamos adelantar nada. Yo lo llamaría un error de perspectiva. Warwick regresaba. Había elegido un bocadillo envuelto y una botella de cerveza. Aquellas adquisiciones parecían haberlo alegrado considerablemente. —¿Qué pasa, amigos? —No tengo ni idea —confesó Brian—, pero no me gusta. Bob Jenkins arrancó una cerilla de la carterita de Bethany y la frotó. Encendió enseguida. —¡Ah! —exclamó aplicando la llama a la punta de su cigarrillo. El humo tenía un olor increíblemente intenso, dulce le pareció a Brian, y un instante de reflexión le indicó una razón posible, y es que era lo único —exceptuando el débil aroma de la loción para afeitarse de Nick y el perfume de Laurel— que olía. Al pensar en ello, Brian fue consciente de que incluso podía oler el sudor de sus compañeros de viaje. Bob seguía sosteniendo la cerilla encendida en la mano. Dobló la parte trasera de la carterita que había sacado del bol, exponiendo todas las cerillas, y las tocó con la que estaba encendida. Durante un largo momento no sucedió nada. El escritor pasaba la llama de uno a otro lado de las cerillas, pero no se encendían. Los demás miraban fascinados. Finalmente se escuchó un desagradable siseo, y algunas de las cerillas cobraron una momentánea y fatigada vida. En realidad no ardieron; se produjo un débil resplandor y se apagaron. Ascendieron algunos hilillos de humo, de un humo que parecía inodoro. Bob los miró y sonrió con amargura. —Incluso esto es más de lo que esperaba —dijo. —Está bien —intervino Brian—. Explíquenos de qué se trata. Sé... En ese momento, Rudy Warwick dejó escapar un grito de asco. Dinah soltó un chillido y se apretó contra Laurel. A Albert le dio un vuelco el corazón. Rudy había desenvuelto el bocadillo, que a Brian le pareció de salami y queso, y le había dado un buen mordisco. Ahora lo escupió en el suelo con una mueca de asco. —¡Está malo! —exclamó—. ¡Maldita sea! ¡Es horrible! —¿Malo? —preguntó rápidamente Bob Jenkins. Sus ojos resplandecían como chispas eléctricas azules—. Lo dudo. Las carnes procesadas están tan llenas de conservantes en estos días, que se necesitan ocho horas o más al sol para que se pongan malas. Y por los relojes sabemos que la electricidad de esos expositores se fue hace menos de cinco horas. —Tal vez no —dijo Albert—. Usted fue el que dijo que parecía más tarde de lo que indicaban nuestros relojes. —Sí, pero no creo... ¿Seguía fría la nevera, señor Warwick? ¿Seguía fría cuando la abrió? —No exactamente fría, pero sí fresca —contestó Rudy—. Sin embargo, este bocadillo está jodido. Perdón, señoras. Tome —dijo, ofreciéndoselo a Bob—. Si no cree que esté malo, pruébelo. Bob miró el bocadillo, pareció reunir fuerzas, y se decidió a dar un pequeño mordisco en la mitad entera. Albert vio que una expresión de repugnancia le velaba el rostro, pero no escupió inmediatamente la comida. Masticó una vez..., dos... Después se volvió y lo escupió en su mano. Echó el trozo medio mascado del bocadillo al cubo de basura que había bajo el estante de los condimentos y después tiró el resto del bocadillo. —No está malo —informó—. Es insípido. Aunque tampoco es exactamente eso. Parece no tener textura. —Al decirlo, su boca se frunció en una involuntaria expresión de asco—. Hablamos de cosas sosas, como el arroz blanco sin sal, las patatas hervidas, pero en mi opinión hasta las cosas más sosas tienen algún sabor. Eso no tiene. Era como comer papel. No es sorprendente que haya pensado que estaba malo. —Estaba malo —repitió tercamente el calvo. —Pruebe la cerveza —sugirió Bob—. Eso no se habrá estropeado. Tiene puesta la chapa, y una botella de cerveza sin destapar no puede estropearse aunque no se ponga en la nevera. Rudy miró pensativamente la botella de Budweiser que tenía en la mano, meneó la cabeza y se la pasó a Bob. —Ya no la quiero —dijo, y echó una mirada al refrigerador. Su expresión era furibunda, como si sospechara que Jenkins lo había hecho objeto de un chiste práctico. —Lo haré si es necesario —dijo Bob—, pero ya he legado mi cuerpo a la ciencia. ¿Quiere alguien probar la cerveza? Creo que es muy importante. —Démela —dijo Nick. —No —dijo Don Gaffney—. Démela a mí. ¡Dios! Una cerveza me vendría muy bien. He bebido muchas calientes y no se me caen los anillos. Cogió la cerveza, la destapó y tomó un trago. Un instante después, volvió la cara y escupió el trago que había tomado. —¡Jesús! —exclamó—. ¡Está desbravada! ¡No tiene ni una burbuja! —¿De veras? —preguntó Bob, animado—. ¡Estupendo! ¡Magnífico! ¡Es algo que todos podemos ver! Rápidamente, se situó al otro lado del mostrador y cogió un vaso del estante. Gaffney había dejado la botella junto a la caja, y Brian la miró de cerca cuando Bob Jenkins la cogió. No veía espuma en la parte interior del cuello de la botella. «Podría ser agua», pensó. Sin embargo, lo que Bob sirvió no parecía agua. Parecía cerveza. Cerveza desbravada. Sin espuma. Unas diminutas burbujas se aferraban al interior del vaso, pero ninguna de ellas se elevó a la superficie. —Vale —dijo lentamente Nick—. Está desbravada. A veces pasa. La chapa no ajusta bien y el gas se escapa. A todo el mundo le ha pasado alguna vez. —Sí, pero si a eso se añade el salami insípido resulta sugestivo, ¿no cree? —¿Ah, sí? ¿Y qué le sugiere? —estalló Brian. —Un momento —dijo Bob—. Primero ocupémonos de la objeción del señor Hopewell, ¿les parece? —Sin esperar respuesta, se volvió, cogió vasos con ambas manos (un par de ellos cayeron del estante y se rompieron), y empezó a disponerlos a lo largo del mostrador con la agilidad de un camarero—. Traigan más cerveza. Y, ya que estamos, un par de gaseosas también. Albert y Bethany fueron a la nevera y cogieron cuatro o cinco botellas cada uno. —¿Está loco? —preguntó Bethany en voz baja. —No lo creo —respondió Albert. Tenía una vaga idea de lo que estaba tratando de demostrarles el escritor, y no le gustaba lo que parecía—. ¿Recuerdas cuando te dijo que ahorraras cerillas? Sabíaque iba a pasar algo así. Por eso estaba tan empeñado en venir al restaurante. Quería demostrarnos algo. 3 La hoja se había convertido en tres docenas de tiras estrechas, y los lagolieros estaban más cerca. Craig sentía su proximidad en el fondo de la cabeza. Notaba más presión, más peso insoportable. Había llegado el momento de irse. Cogió el arma y el maletín se puso de pie y salió de la Oficina de Seguridad. Empezó a ensayar mentalmente una frase, mientras caminaba con lentitud: «No quiero dispararle, pero lo haré si me veo obligado a ello. Lléveme a Boston. No quiero dispararle pero lo haré si me veo obligado a ello. Lléveme a Boston.» —Lo haré si me veo obligado a ello —mascullaba una y otra vez Craig mientras regresaba a la sala de espera—. Lo haré si me veo obligado a ello. —Su dedo encontró el percutor y lo empujó hacia atrás. En medio del recinto, su atención se vio atraída una vez más por la pálida luz que entraba por las ventanas y dobló en esa dirección. Los sentía allá fuera. Eran los lagolieros. Se habían comido a toda la gente inútil y holgazana, y ahora regresaban a buscarlo. Tenía que ir a Boston, tenía que destrozar su carrera. Era la única manera que conocía de salvar lo que quedaba de sí mismo, porque la muerte de ellos sería horrible. Su muerte sería verdaderamente horrible. Se dirigió lentamente a las ventanas y miró hacia fuera, ignorando, al menos por el momento, el murmullo del resto de pasajeros a sus espaldas. 4 Bob Jenkins vertió en su vaso un poco de cada botella. El contenido estaba tan desbravado como el de la primera. —¿Está convencido? —preguntó a Nick. —Sí —afirmó éste—. Colega, si sabe lo que está pasando aquí, lárguelo. Por favor, hable. —Tengo una idea —admitió Bob—. No es... Me temo que no es muy agradable, pero soy de esa clase de gente que cree que a la larga el conocimiento es mejor y más seguro que la ignorancia, por mal que uno se sienta cuando comprende ciertos hechos. ¿Tiene algún sentido? —No —dijo inmediatamente Gaffney. Bob se encogió de hombros y esbozó una sonrisa forzada. —Sea como fuere, lo sostengo. Y antes de decir nada más, quiero que miren a su alrededor y me digan lo que ven. Miraron, concentrándose tan intensamente en el grupo de mesas y sillas que nadie vio a Craig Toomy de pie en el extremo más alejado de la sala de espera, dándoles la espalda y mirando el asfalto. —Nada —dijo por fin Laurel—. Lo siento, pero no veo nada. Sus ojos deben de ser más agudos que los míos, señor Jenkins. —No. Veo lo mismo que ve usted, es decir, nada. Sin embargo, los aeropuertos permanecen abiertos las veinticuatro horas del día. Cuando esa cosa..., cuando ese suceso se produjo, seguramente era la hora de menor concurrencia, pero me resulta difícil creer que no hubiera por lo menos algunas personas aquí, tomando café o desayunando temprano. Personal de mantenimiento, personal del aeropuerto... Tal vez un puñado de pasajeros que esperaban un trasbordo y habían decidido ahorrar dinero pasando las horas entre la medianoche y las seis o las siete de la mañana en la terminal, en lugar de instalarse en algún motel cercano. Cuando bajé de aquella cinta transportadora y miré a mí alrededor, me sentí totalmente desconcertado. ¿Por qué? Porque los aeropuertos nunca están totalmente vacíos, del mismo modo que no lo están los cuartelillos o las estaciones de bomberos. Ahora miren y pregúntense dónde están las comidas a medio terminar, los vasos con algo de líquido. ¿Recuerdan el carrito de las bebidas del avión, con los vasos sucios debajo? ¿Recuerdan la galleta mordida y la taza de café medio vacía junto al asiento del piloto? Aquí no hay nada parecido. No se ve el menor indicio de que aquí hubiera gente cuando sucedió eso. Albert volvió a mirar y dijo lentamente: —No hay pipa en la proa, ¿eh? Bob lo miró con atención. —¿Cómo? ¿Qué dice, Albert? —Cuando estábamos en el avión —contestó Albert—, pensaba en aquel barco sobre el que una vez leí un libro. Se llamaba Mary Celeste, y alguien lo localizó flotando sin rumbo. Bueno, supongo que no estaría flotando, porque el libro decía que las velas estaban izadas, pero cuando lo abordaron todos los tripulantes habían desaparecido. Sus cosas estaban allí, y había comida al fuego, en la cocina. Alguien encontró una pipa en la proa. Estaba humeando. —¡Bravo! —exclamó febrilmente Bob. Todos lo miraban, así que nadie vio que Craig Toomy avanzaba lentamente hacia ellos. El revólver que había encontrado ya no apuntaba al suelo. —¡Bravo, Albert! ¡Ha puesto el dedo en la llaga! Y hubo otra desaparición famosa: toda una colonia de pobladores en un lugar llamado Roanoke Island, frente a la costa de Carolina del Norte, creo. Todos desaparecidos, pero habían dejado restos de fuegos, casuchas y basuras. Y ahora, Albert, dé otro paso. ¿Qué más falta en esta terminal que no faltaba en el avión? Albert se quedó en blanco durante un instante, pero después comprendió. —¡Los anillos! —gritó—. ¡Los bolsos! ¡Los billeteros! ¡El dinero! ¡Los clavos quirúrgicos! ¡Aquí no hay nada de eso! —Correcto —dijo suavemente Bob—. Totalmente correcto. Como muy bien dice, aquí no hay nada de eso. Pero fue en el avión donde despertamos, ¿no? En la cabina había incluso una galleta mordida y media taza de café. El equivalente de la pipa humeante en la proa. —Cree que hemos pasado a otra dimensión, ¿no es cierto? —preguntó Albert. Su voz sonaba espantada—. Como en los relatos de ciencia ficción. Dinah inclinó la cabeza hacia un lado y, durante un instante, el parecido con Nipper, el perro de la etiqueta de la RCA Victor, resultó increíble. —No —dijo Bob—, pienso... —¡Cuidado! —gritó Dinah—. Algo, algún... Demasiado tarde. Cuando Craig Toomy venció la parálisis que lo invadía y empezó a moverse, lo hizo con rapidez. Antes de que Nick o Brian pudieran volverse, había pasado un brazo alrededor del cuello de Bethany, arrastrándola hacia atrás. Colocó el arma en su sien. La chica emitió un chillido desesperado, aterrorizado. —No quiero dispararle, pero lo haré si me veo obligado a ello —jadeó Craig—. Lléveme a Boston —añadió, y sus ojos ya no eran neutros. Lanzaba en todas direcciones miradas de una inteligencia aterrada, paranoica—. ¿Me oye? ¡Lléveme a Boston! Brian empezó a avanzar hacia él, pero Nick le puso una mano en el pecho sin apartar los ojos de Craig. —Tranquilo, colega —dijo en voz baja—. No sería seguro. Nuestro amigo está chalado. Bethany se retorcía bajo el antebrazo de Craig. —¡Me está ahogando! ¡Por favor, deje de ahogarme! —¿Qué pasa? —preguntó Dinah—. ¿Qué es? —¡Quieta! —le ordenó Craig a Bethany—. ¡Deje de moverse! ¡Va a obligarme a hacer algo que no quiero hacer! —Y apretó el cañón del arma contra su sien. Ella siguió luchando, y Albert comprendió de pronto que no sabía que el otro tenía un revólver; no lo sabía pese a que lo había apoyado contra su cráneo. —¡Basta, chica! —dijo abruptamente Nick—. ¡Deje de luchar! Por primera vez en su vida consciente, Albert se descubrió, no ya pensando como el Judío de Arizona, sino actuando como el legendario personaje. Sin apartar los ojos del lunático, empezó a levantar despacio el estuche del violín. Sacó la mano del asa y la colocó junto a la otra, en torno a la parte más estrecha. Toomy no lo miraba. Sus ojos pasaban velozmente de Brian a Nick, y tenía las manos ocupadas sujetando a Bethany. —No quiero dispararle... —Craig comenzaba de nuevo cuando la chica se echó de espaldas contra él, golpeando sus genitales, y él levantó el brazo. Inmediatamente, Bethany hincó los dientes en su muñeca—. ¡Ay! —gritó Craig—. ¡Ayyyy! Aflojó el apretón y Bethany se deslizó por debajo de su brazo. Albert dio un salto adelante, levantando el estuche del violín, mientras Toomy apuntaba a Bethany. Su cara estaba distorsionada en una mueca de dolor y cólera. —¡No, Albert! —berreó Nick. Craig Toomy vio avanzar a Albert y le apuntó con el arma. Durante un segundo, Albert lo miró fijamente. Era como en unode sus sueños o fantasías. Mirar el cañón del arma era como mirar su tumba abierta. «Tal vez esté cometiendo un error», pensó. Entonces Craig apretó el gatillo. 5 En lugar de una explosión, se oyó un pequeño plop no más fuerte que el de un viejo fusil Daisy de aire comprimido. Albert sintió que algo golpeaba el pecho de su camiseta Hard Rock Cafe; tuvo tiempo de advertir que le habían disparado antes de golpear la cabeza de Craig con el estuche del violín. Se oyó un sólido golpe que recorrió su brazo en sentido ascendente y que le hizo pensar en la sensación que produce batear una pelota, y de pronto la voz indignada de su padre sonó en su cabeza: «¿Qué pasa contigo, Albert? ¡Ésa no es manera de tratar un valioso instrumento musical!» Se oyó un sobresaltado chasquido cuando el violín saltó dentro de su estuche. Uno de los cerrojos de bronce se clavó en la frente de Toomy, y la sangre brotó en una lluvia sorprendente. Después, las rodillas del hombre se doblaron y cayó delante de Albert como un ascensor superveloz. Albert vio que los ojos se le ponían en blanco y que estaba a sus pies, inconsciente. A Albert se le ocurrió una idea loca, pero maravillosa: «¡Vaya por Dios! ¡No había jugado en mi vida!» Después advirtió que ya no podía respirar y se volvió hacia los demás. Su boca se desplegó en una sonrisilla confusa. —Creo que me han agujereado —dijo As Kaussner, y el mundo se oscureció. Entonces, fueron sus rodillas las que se doblaron, y cayó al suelo sobre el estuche de su violín. 6 Estuvo inconsciente menos de treinta segundos. Cuando reaccionó, Brian abofeteaba suavemente sus mejillas con aspecto ansioso. Bethany estaba arrodillada junto a él, mirándolo con brillantes ojos de «mi héroe». Detrás de ellos, Dinah Bellman seguía llorando en brazos de Laurel. Albert miró a Bethany y sintió que el corazón —al parecer todavía entero— no le cabía en el pecho. —El Judío de Arizona cabalga de nuevo —murmuró. —¿Qué, Albert? —preguntó ella, y le acarició la mejilla. Su mano era maravillosamente suave, maravillosamente fresca. Albert decidió que estaba enamorado. —Nada —dijo, y el piloto volvió a abofetearlo. —¿Estás bien, chico? —preguntaba Brian—. ¿Estás bien? —Creo que sí —dijo Albert—. Deje de hacer eso, ¿quiere? Y me llamo Albert. As para los amigos. ¿Estoy muy mal herido? Todavía no siento nada. ¿Pudieron parar la hemorragia? Nick Hopewell se agachó junto a Bethany. En su rostro se dibujaba una sonrisa desconcertada e incrédula. —Creo que vivirás, colega. Nunca en mi vida vi nada parecido, y he visto mucho. Vosotros, los americanos, sois demasiado tontos como para no amaros. Tiende la mano y te regalaré un recuerdo. Albert estiró la mano que temblaba incontroladamente y Nick dejó caer algo. Albert lo acercó a sus ojos y vio que era una bala. —La cogí del suelo —dijo Nick—. Ni siquiera está deformada. Debió de golpearte justo en medio del pecho, porque hay una marca de pólvora en tu camiseta, y después cayó. Fue un tiro fallido. Parece que Dios te quiere, colega. —Estaba pensando en las cerillas —dijo débilmente Albert—. Medio pensé que no dispararía. —Eso fue muy valeroso y muy tonto, muchacho —dijo Bob Jenkins. Tenía la cara lívida y el aspecto de estar a punto de desmayarse—. Jamás creas a un escritor. Escúchalo, por supuesto, pero nunca le creas. ¡Dios mío! ¿Qué hubiera pasado si llego a estar equivocado? —Casi lo estuvo —dijo Brian, que ayudó a Albert a ponerse de pie—. Fue como cuando encendió las otras cerillas, las del bol. Había energía suficiente como para sacar la bala del arma. Un poco más y Albert tendría una bala en el pulmón. Otra oleada de mareo invadió a Albert. Se tambaleó, y Bethany pasó un brazo en torno a su cintura. —Me pareció un rasgo muy valeroso —le dijo, mirándolo con ojos que sugerían que, en su opinión, Albert Kaussner cagaba diamantes con un culo de platino—. Quiero decir increíble. —Gracias —dijo As, sonriendo fríamente, aunque algo mareado—. No fue para tanto. El judío más rápido al oeste del Mississippi advirtió que había una gran cantidad de chica apretada contra él y que olía intolerablemente bien. De pronto, se sintió estupendo. En realidad, le parecía que nunca se había sentido mejor en su vida. Después recordó su violín, se inclinó y cogió el estuche. Había una profunda muesca a un lado, y uno de los cerrojos, que se había roto, estaba impregnado de sangre y pelo. Albert sintió que se le revolvía el estómago. Abrió el estuche y miró dentro. El instrumento parecía estar bien, y dejó escapar un pequeño suspiro. Después comenzó a pensar en Craig Toomy y la alarma reemplazó al alivio. —No habré matado al tipo, ¿verdad? Le di un golpe muy fuerte. —Y miró hacia Craig, que estaba tirado en el suelo cerca de la puerta del restaurante, con Don Gaffney arrodillado a su lado. De pronto, Albert se sintió otra vez a punto de desvanecerse. En la cara y la frente de Craig había mucha sangre. —Está vivo —dijo Don—, pero se ha apagado como una luz. Albert, que en sueños había agujereado a tipos más duros que El Hombre sin Nombre, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. —¡Jesús! ¡Hay tanta sangre! —Eso no significa nada. Las heridas en el cuero cabelludo suelen sangrar mucho —dijo Nick acercándose a Don. Cogió la muñeca de Craig y buscó el pulso—. Tienes que recordar que estaba apuntando a la chica con un revólver, colega. Si hubiera apretado el gatillo a quemarropa, habría podido matarla. ¿Recuerdas al actor que hace unos años se mató con una bala sin pólvora? El señor Toomy se lo buscó. Se lo merece. No te preocupes. Dejó caer la muñeca de Craig y se incorporó. —Además —añadió, cogiendo un buen montón de servilletas de papel de un servilletero cercano—, su pulso es fuerte y regular. Creo que despertará dentro de unos minutos con un buen dolor de cabeza, pero nada más. También creo que deberíamos tomar precauciones con relación a este feliz suceso. Señor Gaffney, en aquel rincón, las mesas parecen estar equipadas con manteles. Extraño, pero real. ¿Quiere alcanzarme un par, por favor? Tal vez sería prudente atar las manos del señor Tengo-que-ir-a-Boston a sus espaldas. —¿Realmente tiene que hacerlo? —preguntó Laurel con calma—. Al fin y al cabo, el hombre está inconsciente y sangrando. Nick apretó su improvisada compresa contra la herida de Craig Toomy y levantó la mirada hacia ella. —Usted es Laurel, ¿no? —Sí. —Bien, Laurel, no nos hagamos ilusiones. Este hombre es un demente. No sé si fue nuestra aventura lo que provocó su estado o si creció así, como Topsy, pero sé que es peligroso. Si Dinah hubiera estado más cerca que Bethany, la hubiera cogido a ella. Si no lo atamos, tal vez la próxima vez lo haga. Craig gimió y movió febrilmente las manos. Bob Jenkins se apartó de él en cuanto empezó a moverse, aun cuando el revólver estaba metido en la cintura de los pantalones de Brian Engle, y Laurel hizo lo mismo, arrastrando consigo a Diñan. —¿Ha muerto alguien? —preguntó nerviosamente Dinah—. No, ¿verdad? —No, cariño. —Lo hubiera oído antes, pero estaba escuchando al hombre que parece un maestro. —Está bien —dijo Laurel—. Todo salió bien, Dinah. Entonces miró hacia la terminal desierta y sus palabras le sonaron a burla. Allí nada estaba bien. Nada en absoluto. Don regresó con un mantel a cuadros blancos y rojos en cada mano. —Maravilloso —dijo Nick. Cogió un mantel y lo retorció rápida y hábilmente hasta convertirlo en una cuerda. Se puso la parte central en la boca, apretando para evitar que se desenrollara, y usó las manos para envolver a Craig como una tortilla humana. Craig gritó, y sus ojos parpadearon. —¿Es necesario ser tan brutal? —preguntó bruscamente Laurel. Nick la miró un instante y ella bajó los ojos de inmediato. No podía evitar la comparación entre los ojos de Nick Hopewell y los de la fotografía enviada por Darren Crosby. Ojos claros, muy separados, en un rostro atractivo aunque poco expresivo. Pero también los ojos eran pocos expresivos,¿no? ¿Y acaso los ojos de Darren no tenían algo, o tal vez mucho que ver con la razón por la que había hecho este viaje? ¿Acaso no había llegado a la conclusión, después de un examen detenido, de que eran los ojos de un hombre que se portaría bien? ¿Un hombre que desistiría si una mujer le pedía que lo hiciera? Había embarcado en el vuelo 29 diciéndose que ésta era la gran aventura de su vida, su extravagante tango con el romance; un impulsivo salto transcontinental hacia los brazos del alto y moreno extranjero. Pero a veces una se encontraba en una de esas situaciones fastidiosas en las que ya no se puede evadir la verdad, y Laurel supuso que la verdad era que había elegido a Darren Crosby porque sus fotos y cartas le habían dicho que no se diferenciaba demasiado de los muchachos y hombres plácidos con los que salía desde los quince años; muchachos y hombres que aprendían enseguida a limpiarse los zapatos en el felpudo antes de entrar en casa en las noches lluviosas; muchachos y hombres que cogían un trapo de cocina y ayudaban con la vajilla sin necesidad de pedírselo; muchachos y hombres que te soltarían si les decías que lo hicieran en un tono de voz lo bastante convincente. ¿Hubiera estado esta noche en el vuelo 29 si las fotos le hubieran mostrado los ojos azul oscuro de Nick Hopewell en lugar de los suaves ojos castaños de Darren? No lo creía. Pensaba que le hubiera escrito una nota amable, pero impersonal («Gracias por su respuesta y su foto, señor Hopewell, pero por alguna razón me parece que no nos llevaríamos bien»), y hubiera seguido buscando un hombre como Darren. Y, naturalmente, dudada mucho de que los hombres como el señor Hopewell leyeran alguna vez las revistas de corazones solitarios, y mucho más de que pusieran anuncios en las columnas personales. Pese a todo, allí estaba con él en esta situación descabellada. Bueno, había querido vivir una aventura, sólo una, antes de instalarse en la mediana edad, ¿no? Sí. Y aquí estaba, dando la razón a Tolkien. La noche anterior había cruzado el umbral de su puerta como siempre, y mira dónde había terminado: una versión extraña y espantosa del Mundo de la Fantasía. Pero era una aventura. Aterrizajes de emergencia, aeropuertos desiertos, un lunático con un revólver... Por supuesto que era una aventura. De pronto recordó algo que había leído hacía años: «Ten cuidado con lo que pides, porque tal vez lo consigas.» Era muy cierto. Y muy desconcertante. En los ojos de Nick Hopewell no había desconcierto, pero tampoco compasión. Hacían estremecer a Laurel, produciéndole una sensación que no tenía nada de romántica. «¿Estás segura?», susurró una voz. Pero Laurel la acalló enseguida. Nick sacó las manos de Craig de debajo de su cuerpo y juntó las muñecas en la espalda. Craig gimió más fuerte y empezó a luchar débilmente. —Tranquilo, compañero —dijo Nick, procurando calmarlo. Pasó el mantel dos veces por los antebrazos de Craig y lo ató con fuerza. Los codos de Craig se agitaron, y el hombre emitió un extraño grito apagado—. ¡Vale! —exclamó, mientras se incorporaba—. Atado tan pulcramente como el pavo navideño de Papá Noel. Hasta nos sobra uno por si éste empieza a ceder. —Se sentó en una de las mesas mirando a Bob Jenkins y prosiguió—: Y ahora, ¿qué estaba diciendo cuando nos interrumpieron de manera tan grosera? Bob lo miró, incrédulo y vacilante. —¿Qué? , —Continúe —dijo Nick. Parecía un ferviente aficionado a las conferencias en lugar de un hombre sentado sobre una mesa, en el restaurante de un aeropuerto abandonado, con los pies plantados junto a otro hombre maniatado que yacía en un charco de sangre—. Había llegado a la parte en que comparaba el vuelo 29 con el Mary Celeste. Interesante ese concepto. —¿Y quiere que continúe, así sin más? —preguntó Bob, incrédulo—. ¿Como si no hubiera pasado nada? —¡Deje que me levante! —gritó Craig. Sus palabras quedaban algo sofocadas por la gruesa moqueta industrial del suelo del restaurante, pero de todos modos sonaba increíblemente enérgico para tratarse de un hombre al que habían derribado con el estuche de un violín unos minutos antes—. ¡Deje que me levante ahora mismo! Exijo que usted... Entonces, Nick hizo algo que los escandalizó a todos, incluso a aquellos que le habían visto retorcerle la nariz como si se tratara del grifo de una bañera. Dio una fuerte y corta patada en las costillas de Craig. Se detuvo en el último momento, pero no mucho. Craig emitió un gruñido de dolor y se calló. —Vuelva a empezar, colega, y se las hundo —dijo Nick con aspereza—. Se me ha terminado la paciencia. —¡Eh! —exclamó Gaffney, desconcertado—. ¿Pero qué ha hecho...? —¡Escúchenme! —le interrumpió Nick, mirando a su alrededor. Sus modales corteses habían desaparecido, y su voz vibraba de cólera y urgencia—. Necesitan despertar, chicos y chicas, y no tengo tiempo de hacerlo con suavidad. Esa niña, Dinah, dice que tenemos problemas y yo le creo. Dice que oye algo, algo que puede venir hacia nosotros, y eso también me inclino a creerlo. Yo no oigo nada, pero mis nervios saltan como grasa en una parrilla y estoy habituado a prestar atención cuando me sucede eso. Creo que se está acercando algo, y no creo que su intención sea la de pretender vendernos accesorios de aspiradora o el último invento en cuestión de seguros. Ahora podemos dedicarnos a insultar civilizadamente a este sangriento lunático o a entender lo que nos ha sucedido. Tal vez entender no nos salve la vida, pero cada vez estoy más convencido de que no entender puede dejarnos sin ella muy pronto. Dinah —añadió, mirando a la muchacha—, si crees que estoy equivocado, dímelo. A ti te escucharé con gusto. —No quiero que lastime al señor Toomy, pero no creo que esté equivocado —respondió Dinah con voz temblorosa. —Muy bien —dijo Nick—. Es bastante justo. Haré todo lo posible por no volver a lastimarlo, pero no te prometo nada. Empecemos con un concepto sencillo. Este tipo al que he empaquetado... —Toomy —interrumpió Brian—. Su nombre es Craig Toomy. —Vale. El señor Toomy está loco. Tal vez si logramos volver al lugar que nos corresponde, o si descubrimos adonde han ido los demás, consigamos ayuda para él. Pero por ahora sólo podemos ayudarle dejándolo fuera del combate, que es precisamente lo que he hecho, con la generosa pero imprudente ayuda de Albert. Y volviendo al tema que nos ocupa, ¿alguien tiene una opinión contraria? No hubo respuesta. Los otros pasajeros miraron intranquilos a Nick. —Vale —dijo Nick—. Continúe, señor Jenkins. —Yo..., yo no estoy acostumbrado a... —balbuceó Bob, haciendo un visible esfuerzo por controlarse—. Supongo que en los libros he matado a gente suficiente como para llenar todos los asientos del avión que nos trajo aquí, pero lo que acaba de suceder es el primer acto de violencia que he contemplado. Lamento si..., bueno, si me he comportado mal. —Creo que lo está haciendo muy bien, señor Jenkins —dijo Dinah—. A mí me gusta escucharle. Me hace sentir mejor. Bob la miró agradecido y sonrió. —Gracias, Dinah —dijo, metiendo las manos en los bolsillos. Echó una mirada preocupada a Craig Toomy y después miró más allá, hacia la vacía sala de espera—. Creo que nuestra teoría adolece de una falacia central. Cuando empezamos a percibir la magnitud del suceso, todos dimos por sentado que le había sucedido algo al resto del mundo. Esta suposición resulta comprensible porque nosotros estamos bien, y los demás, incluyendo a los otros pasajeros con quienes subimos al avión en el aeropuerto de Los Ángeles, parecen haber desaparecido. Pero las pruebas que tenemos no apoyan este supuesto. Lo que ha sucedido nos ha sucedido a nosotros y sólo a nosotros. Estoy convencido de que el mundo, tal como lo hemos conocido, sigue funcionando como siempre. Somos nosotros, los pasajeros desaparecidos y los once supervivientes del vuelo 29, quienes estamos perdidos. 7 —Tal vez yo sea tonto, pero no entiendo lo que quiere decir —dijoRudy Warwick un momento después. —Ni yo —agregó Laurel. —Hemos mencionado dos desapariciones famosas —dijo tranquilamente Bob. Ahora, hasta Craig Toomy parecía escuchar. En todo caso, había dejado de forcejear—. Una, el caso del Mary Celeste, se produjo en el mar. La segunda, el caso de la Isla Roanoke, se produjo cerca del mar. Y no son las únicas. Se me ocurren al menos otras dos que tuvieron que ver con aviones: la desaparición de la aviadora Amelia Earhart sobre el océano Pacífico, y la desaparición de varios aparatos de las Fuerzas Aéreas sobre esa zona del Atlántico conocida como el Triángulo de las Bermudas. Creo que eso sucedió en 1946 o 1947. Hubo una especie de transmisión frustrada del comandante de la escuadrilla. La base de Florida envió de inmediato aviones de rescate, pero jamás encontraron rastro de los aviones o de sus tripulantes. —He oído hablar de ellos —dijo Nick—. Creo que es la base de la mala reputación del Triángulo. —No, allí han desaparecido montones de barcos y aviones —intervino Albert—. Leí el libro de Charles Berlitz. Realmente interesante —dijo, mirando a su alrededor—, aunque jamás pensé verme metido en algo así. Ya saben lo que quiero decir. —No sé si alguna vez ha desaparecido un avión sobre la masa continental de Estados Unidos —dijo Jenkins—, pero... —Ha pasado muchas veces con aparatos pequeños —le interrumpió Brian—, y una vez, hace unos treinta y cinco años, con un avión de pasajeros. Había más de cien personas a bordo. Fue en 1955 o 1956. El aparato era un TWA o un Monarch, no recuerdo. El avión se dirigía a Denver desde San Francisco. El piloto mantuvo contacto por radio con la torre de Reno, algo rutinario, y jamás volvió a saberse nada del avión. Por supuesto hubo una búsqueda, pero... Brian vio que lo miraban con una especie de espantada fascinación, y rió incómodo. —Historias de fantasmas de los pilotos —dijo con un matiz de disculpa en la voz—. Parece un argumento para una historieta de Gary Larson. —Apostaría a que todos pasaron al otro lado —murmuró el escritor. Había empezado otra vez a frotarse una mejilla. Parecía angustiado, casi horrorizado—. A menos que hayan encontrado los cuerpos... —Por favor, díganos qué sabe o qué cree saber —dijo Laurel—. El efecto de esta..., de esta cosa... parece ir acumulándose sobre uno. Si no obtengo alguna explicación pronto, creo que puede empezar a atarme y ponerme junto al señor Toomy. —No sea tan presuntuosa —dijo Craig, hablando clara aunque enigmáticamente. Bob le dedicó otra mirada incómoda, y después pareció reunir sus ideas. —Aquí no hay comida, pero en el avión sí. Aquí no hay electricidad, pero en el avión sí. No es concluyente, por supuesto, ya que el avión posee su propio generador, mientras que la electricidad de aquí procede de alguna planta. Pero piensen en las cerillas. Bethany estaba en el avión y sus cerillas funcionan estupendamente. Las que cogí de este bol no encienden. El revólver que el señor Toomy cogió, supongo que de la Oficina de Seguridad, disparó sin fuerza. Creo que si probaran una linterna a pilas, descubrirían que tampoco funciona. O si funciona, que no lo hace por mucho tiempo. —Tiene razón —dijo Nick—. Y no necesitamos una linterna para demostrar su teoría —añadió, señalando hacia arriba. Todos miraron. Había una luz de emergencia en la pared, detrás de la parrilla, y estaba tan muerta como las luces del techo—. Eso funciona a batería —prosiguió—. Cuando falla la electricidad, se activa un solenoide sensible a la luz. Aquí está lo bastante oscuro como para que ese dispositivo se ponga en funcionamiento pero no lo ha hecho. Lo que significa que, o bien ha fallado el circuito solenoidal, o bien la batería está descargada. —Sospecho que ambas cosas —dijo Bob Jenkins. Se dirigió lentamente hacia la puerta del restaurante y miró afuera—. Nos encontramos en un mundo que se diría entero y en un razonable estado de funcionamiento, pero que al mismo tiempo parece casi exhausto. Las bebidas carbonatadas están desbravadas, la comida no tiene sabor y el aire es inodoro. Nosotros todavía despedimos aromas..., por ejemplo, huelo el perfume de Laurel y la loción para el afeitado del capitán, pero todo lo demás parece haber perdido su olor. Albert cogió uno de los vasos de cerveza y olfateó. Decidió que aquello despedía un olor, pero muy, muy vago. El pétalo de una flor apretado durante muchos años entre las páginas de un libro no podía dar ese distante recuerdo de aroma. —Lo mismo ocurre con los sonidos —siguió Bob—. Son chatos, unidimensionales, totalmente desprovistos de resonancia. Laurel pensó en el apagado claqueteo de sus tacones sobre el cemento y en la falta de eco cuando el capitán Engle gritó en busca del señor Toomy. —Albert, ¿puedo pedirle que toque algo? —preguntó Bob. Albert lanzó una mirada a Bethany. Ella sonrió y asintió. —Vale. Claro. En realidad, siento curiosidad por saber cómo suena después de... —y miró a Craig Toomy—. Ya saben. Abrió el estuche, haciendo muecas cuando sus dedos tocaron el cerrojo que habían producido la herida en la cabeza de Toomy, y sacó su violín. Lo acarició un momento, después cogió el arco con la mano derecha y colocó el violín bajo su barbilla. Se quedó así un momento, pensando. ¿Cuál era la música adecuada para este extraño mundo nuevo donde los teléfonos no sonaban y los perros no ladraban? ¿Ralph Vaughan Williams? ¿Stravinsky? ¿Mozart? ¿Tal vez Dvofák? No, ninguno de ellos era el adecuado. Entonces tuvo una inspiración y empezó a tocar Someone's in the kitchen with Dinah. A media canción, el arco se detuvo. —Supongo que debiste de dañar el violín al golpear al tipo —dijo Don Gaffney—. Suena como si estuviera relleno de algodón. —No —dijo Albert despacio—. Mi violín está en perfectas condiciones. Lo sé por cómo lo siento y por cómo se portan las cuerdas bajo mis dedos, pero hay algo más. Acérquese, señor Gaffney. Gaffney se acercó y se detuvo junto a Albert. —Ahora, acérquese lo más que pueda al violín. No, tan cerca no, le metería el arco en el ojo. Ahí. Estupendo. Vuelva a escuchar. Albert empezó a tocar, cantando para sus adentros, como acostumbraba a hacer cuando tocaba esa música trillada pero alegre. Singingfee-fi-fiddly-I-oh, Fee-fi-fiddly-I-oh-oh-oh-oh, Fee-fi-fiddly-I-oh, Strummin 'on the old banjo. —¿Escucha la diferencia? —preguntó al terminar. —De cerca suena mucho mejor, si es eso a lo que te refieres —dijo Gaffney. Miraba a Albert con verdadero respeto—. Tocas bien, chico. Albert le sonrió, pero en realidad le estaba hablando a Bethany Simms. —A veces, cuando sé que mi maestro de música no anda por ahí, toco las viejas canciones de Led Zeppelin —dijo—. Esa música realmente se cuece en el violín. Les sorprendería. De todos modos —añadió, mirando a Bob—, coincide con lo que usted estaba diciendo. Cuanto más se acerca uno, mejor suena el violín. No es el instrumento el que está mal, sino el aire. No conduce el sonido como debería, y por eso lo que sale suena como sabe la cerveza. —Desbravada —dijo Brian. Albert asintió. —Gracias, Albert —dijo Bob. —Claro. ¿Puedo guardarlo ahora? —Por supuesto. —Y Bob continuó mientras Albert guardaba el violín en el estuche y usaba una servilleta para limpiar los cerrojos y sus dedos—. El sabor y el sonido no son los únicos elementos distorsionados de la situación en que nos encontramos. Piensen en las nubes, por ejemplo. —¿Qué les pasa? —preguntó Rudy Warwick. —No se han movido desde que llegamos y no creo que vayan a moverse. Creo que el esquema meteorológico en el que estamos acostumbrados a vivir se ha interrumpido o se está agotando como un viejo reloj de bolsillo. —Bob hizo una pausa. De pronto, parecía viejo, indefenso y asustado—. Como diría el señor Hopewell, no hilemos fino. Aquí todo está mal. Dinah, cuyos sentidos, incluido ese extraño y vago llamado sexto sentido, están más desarrollados que los nuestros, ha sido tal vez quien lo ha sentido con mayor fuerza, pero creo quetodos lo hemos percibido en mayor o menor grado. Aquí las cosas están mal. Y ahora llegamos al núcleo del asunto. No hace ni quince minutos dije que parecía la hora del almuerzo. Ahora me parece mucho más tarde. Las tres o las cuatro de la tarde. Mi estómago no gruñe por el desayuno, sino por el té. Tengo la terrible sensación de que puede empezar a oscurecer antes de que nuestros relojes nos digan que son las diez menos cuarto de la mañana. —Al grano, compañero —dijo Nick. —Creo que guarda relación con el tiempo —prosiguió Bob, pensativo—. No con las dimensiones, como sugirió Albert, sino con el tiempo. Supongamos que, de vez en cuando, en la corriente del tiempo aparece un agujero. No se trata de una desviación sino de un desgarramiento, un desgarramiento en la estructura temporal. —¡Es el disparate más grande que he oído en mi vida! —exclamó Don Gaffney. —¡Amén! —lo secundó desde el suelo Craig Toomy. —No —dijo bruscamente Bob—. Si quieren disparates, piensen en cómo sonaba el violín de Albert cuando estaban a menos de dos metros de distancia. O mire alrededor de usted, señor Gaffney. Mire alrededor de usted. Lo que nos está sucediendo, la situación en la que nos vemos envueltos, ése es el disparate. Don frunció el entrecejo y metió las manos en los bolsillos. —Continúe —dijo Brian. —Vale. No estoy diciendo que tenga razón; simplemente, estoy ofreciendo una hipótesis que coincide con la situación en la que nos hallamos. Digamos que esas roturas en el tejido del tiempo aparecen de vez en cuando, pero la mayor parte en zonas no pobladas; naturalmente, me refiero al océano. No sé por qué iba a ser así, pero sigue siendo una suposición lógica, porque al parecer es allí donde se produce la mayor parte de las desapariciones. —Los patrones meteorológicos sobre el agua casi siempre son distintos de los patrones meteorológicos sobre grandes masas de tierra —dijo Brian—. Podría ser por eso. Bob asintió. —Equivocados o no, es una buena manera de pensar en ello, porque sitúa el asunto en un contexto que nos resulta familiar a todos. Podría ser algo semejante a los raros fenómenos meteorológicos que se registran a veces: tornados que van de arriba abajo, arco iris circulares o aparición de luz astral durante el día. Estos desgarramientos del tiempo pueden aparecer y desaparecer al azar, o moverse como se mueven los frentes y los sistemas de presión, pero muy raramente se producen sobre tierra. Sin embargo, un experto en estadísticas diría que, más pronto o más tarde, lo que puede suceder sucederá; de modo que supongamos que anoche apareció uno sobre tierra y tuvimos la mala suerte de volar directamente a su interior. Y sabemos algo más. Alguna regla o propiedad desconocida de ese increíble fenómeno meteorológico hace que sea imposible que un ser humano lo atraviese a menos que esté dormido. —¿Es un cuento de hadas? —preguntó Gaffney. —Estoy completamente de acuerdo —dijo Craig Toomy desde el suelo. —¡Cierre el pico! —gruñó Gaffney. Craig parpadeó y, después, levantó el labio superior en una débil sonrisa burlona. —Parece correcto —dijo Bethany en voz baja—. Es como si fuéramos a contracorriente de todo. —¿Qué le sucedió a la tripulación y a los pasajeros? —preguntó Albert, que parecía enfermo—. Si el avión pasó y nosotros también, ¿qué le sucedió al resto? Su imaginación le proporcionó una respuesta en forma de imagen súbitamente clara: cientos de personas cayendo del cielo, con las corbatas y los pantalones ondeando, los vestidos levantándose y dejando al descubierto ligueros y ropa interior, zapatos cayendo, plumas (las que no habían quedado en el avión) saliendo de los bolsillos; gente agitando brazos y piernas y tratando de gritar en el aire desoxigenado; gente que había dejado a sus espaldas billeteros, bolsos, monedas y, al menos en un caso, marcapasos. Los vio cayendo al suelo como bombas, aplastando arbustos, levantando nubecillas de polvo, imprimiendo la forma de sus cuerpos al suelo del desierto. —Mi idea es que se vaporizaron —dijo Bob—. Que sus cuerpos desaparecieron. Al comienzo, Dinah no comprendió; después pensó en el bolso de la tía Vicky, con los cheques de viaje dentro, y empezó a llorar suavemente. Laurel pasó los brazos por los hombros de la pequeña ciega y la abrazó. Mientras tanto, Albert estaba agradeciendo fervientemente a Dios que su madre hubiera cambiado de idea en el último momento y hubiera decidido no acompañarlo al Este. —En muchos casos, sus cosas se fueron con ellos —continuó el escritor—. Los que dejaron billeteros y bolsos tal vez los tuvieran en la mano en el momento del..., del suceso. Pero es difícil decirlo. Lo que se llevaron y lo que quedó... Supongo que estoy pensando en la peluca, más que nada... No parece demasiado razonable. —Lo encuentro correcto —dijo Albert—. Por ejemplo, está el caso de los clavos quirúrgicos. Dudo que el tipo al que pertenecían se los sacara del hombro o de la rodilla sólo porque estaba aburrido. —Estoy de acuerdo —dijo Rudy Wanvick—. Era demasiado al comienzo del vuelo para estar tan aburrido. Bethany lo miró sobresaltada y se echó a reír. —Soy de Kansas —dijo Bob—, y el elemento de capricho me hace pensar en los ciclones que solíamos tener en verano. Borraban del mapa una granja, pero dejaban en pie la letrina, o destrozaban un granero sin derribar ni un fragmento del silo que estaba exactamente al lado. —Colega, llegue al fondo del asunto —dijo Nick—. Sea cual fuere nuestra situación, no puedo evitar sentir que es muy tarde. Brian pensó en Craig Toomy, en Tengo-que-llegar-a-Boston, de pie en lo alto del tobogán de emergencia, gritando: «¡Queda poco tiempo! ¡Queda muy poco tiempo!» —De acuerdo —dijo Bob—. El fondo del asunto. Supongamos que existen cosas tales como desgarramientos en el tiempo y que hemos entrado en uno. Creo que hemos ido al pasado y hemos descubierto la desagradable verdad de los viajes a través del tiempo: no se puede aparecer en el Texas Book Depository el 22 de noviembre de 1963 y detener el asesinato de Kennedy; no se puede contemplar la construcción de las pirámides o el saqueo de Roma; no se puede investigar la Edad de los Dinosaurios... —Y levantó los brazos con las manos estiradas, como para incluir el mundo silencioso en el que se encontraban—. Miren bien a su alrededor, viajeros. Éste es el pasado. Está vacío, silencioso. Es un mundo, tal vez un universo, con el sentido y el significado de un bote de pintura vacía. Es posible que hayamos dado un salto absurdamente pequeño en el tiempo, tal vez de quince minutos, al menos inicialmente, pero es evidente que el mundo está desarmándose en torno nuestro. Van desapareciendo los datos sensoriales. La electricidad ya ha desaparecido. El tiempo es lo que era el tiempo cuando dimos el salto al pasado. Pero a mí me parece que, a medida que el mundo se desarma, el tiempo se alza en una especie de espiral para caer sobre sí mismo. —¿Y no podría ser el futuro? —preguntó con cautela Albert. Bob Jenkins se encogió de hombros. De pronto parecía muy cansado. —No estoy seguro, claro, ¿cómo podría estarlo?, pero no lo creo. Este lugar en el que estamos parece viejo, estúpido, débil e insensato. Se siente como... no sé... Entonces Dinah habló y todos se volvieron a mirarla. —Acabado —dijo suavemente. —¡Exacto! —exclamó Bob—. Gracias, querida. Es la palabra que buscaba. —¿Señor Jenkins? -¿Sí? —¿Recuerda ese ruido del que hablaba? Vuelvo a oírlo. —Tras una pausa añadió—: Suena más cerca. 8 Permanecieron todos en silencio, con expresión concentrada. A Brian le pareció oír algo, pero llegó a la conclusión de que era el ruido de su corazón. O su imaginación. —Quiero ir otra vez junto a las ventanas —dijo de pronto Nick. Pasó por encima del cuerpo de Craig sin dedicarle ni una mirada y salió del restaurante sin agregar nada más. —¡Eh! —exclamó Bethany—. ¡Eh! ¡Yo también quiero ir! Albert la siguió, y casi todos los demás también. —¿Qué hacen ustedes dos? —preguntó Briana Laurel y Dinah. —No quiero ir —dijo Dinah—. Desde aquí puedo oírlo igual. —Hizo una pausa y agregó—: Pero si no salimos pronto, lo oiré mejor. Brian miró a Laurel Stevenson. —Me quedo aquí con Dinah —dijo ella suavemente. —Vale —dijo Brian—. Manténgase alejada del señor Toomy. —«Manténgase alejada del señor Toomy» —repitió ferozmente Craig desde su lugar en el suelo. Volvió la cabeza con gran esfuerzo y movió los ojos para mirar a Brian—. Realmente, no puede salir con bien de esto, capitán Engle. No sé cuál es el juego que se traen entre manos usted y su amigo inglés, pero no saldrá bien. Probablemente, su próximo trabajo como piloto será traer cocaína desde Colombia. Al menos, cuando hable a sus amigos de lo buen piloto que es, un verdadero «crack», no estará mintiendo. Brian se disponía a responder, pero lo pensó mejor y se calló. Nick decía que el tipo estaba loco, al menos temporalmente, y en su opinión Nick tenía razón. Tratar de razonar con un lunático era inútil, además de una pérdida de tiempo. —Mantendremos la distancia, no se preocupe —dijo Laurel. Llevó a Dinah junto a una de las pequeñas mesas y se sentó con ella—. Y estaremos bien. —Vale —dijo Brian—. Si empieza a soltarse, grite. Laurel sonrió débilmente. —Cuente con ello. Brian se inclinó, examinó el mantel con el que Nick había atado las manos de Craig y se fue hacia la sala de espera para reunirse con los demás que estaban alineados frente a las enormes ventanas. 9 Empezó a oírlo antes de haber atravesado la mitad de la sala, y cuando llegó junto a los demás, era imposible creer que fuera una alucinación auditiva. «El oído de esa niña es realmente notable», pensó Brian. El ruido era muy leve —al menos para él—, pero existía y parecía venir desde el este. Dinah había dicho que sonaba como arroz inflado cuando se le echaba la leche. A Brian le parecía más bien como estática radial, esa estática excepcionalmente fuerte que se recibe a veces en períodos de gran actividad de las manchas solares. No obstante, estaba de acuerdo con Dinah en una cosa: sonaba a algo malo. Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Miró a los demás y vio idénticas expresiones de atemorizado desmayo en todas las caras. Nick era el que se controlaba mejor, y Bethany, la chica que se había mostrado reacia a usar el tobogán, era la que parecía más asustada, pero todos escuchaban lo mismo. Malo. Algo malo que se aproximaba. A toda prisa. Nick se volvió hacia él. —¿Qué conclusión saca, Brian? ¿Alguna idea? —No —confesó Brian—, ni siquiera una idea pequeñita. Lo único que sé es que es el único ruido que se oye aquí. —Todavía no ha llegado —dijo Don—, pero creo que llegará. Me gustaría saber cuánto tiempo tardará. Se quedaron callados otra vez, escuchando el permanente chisporroteo siseante que venía del este. Y Brian pensó: «Creo reconocer ese sonido. No es de cereal empapado en leche, ni tampoco estática, sino... ¿Qué? Si no fuese tan débil...» Pero no quería saberlo. De pronto lo comprendió, y con gran intensidad. El sonido lo llenaba de un asco profundo. —¡Tenemos que irnos de aquí! —dijo Bethany. Su voz era chillona y temblorosa. Albert le rodeó la cintura con un brazo y ella asió con fuerza su mano. La asió con el apretón del pánico—. ¡Tenemos que irnos ahora mismo! —Sí —dijo Bob Jenkins—. Tiene razón. Ese ruido..., no sé qué es, pero resulta espantoso. Tenemos que salir de aquí. Todos miraban a Brian, y él pensó: «Parece que vuelvo a ser el capitán. Pero no por mucho tiempo.» Porque no comprendían. Ni siquiera Jenkins comprendía, por agudas que fuesen sus deducciones, que no irían a ninguna parte. Fuera cual fuese la fuente del sonido, avanzaba, y no tenía importancia porque seguirían allí cuando llegase. No había manera de escapar. Él comprendía la razón, aunque fuera el único... Y de pronto, Brian Engle también comprendió cómo debe sentirse un animal cogido en una trampa, mientras escucha los pesados pasos del cazador que se van aproximando. CAPÍTULO SEIS VARADOS. LAS CERILLAS DE BETHANY. TRÁFICO DE DOBLE MANO. EL EXPERIMENTO DE ALBERT. CREPÚSCULO. LA OSCURIDAD Y LA ESPADA. 1 Brian se volvió hacia el escritor. —Dice que tenemos que salir de aquí, ¿no? —Sí, creo que deberíamos hacerlo lo más pronto posible... —¿Y adonde sugiere que vayamos? ¿A Atlantic City? ¿A Mia-mi Beach? ¿A Club Med? —Capitán Engle, ¿sugiere que no tenemos a dónde ir? Creo... Espero que se equivoque. Tengo una idea. -¿Cuál? —Dentro de un momento. Primero, contésteme a una pregunta. ¿Puede volver a poner combustible en el avión? ¿Puede hacerlo aunque no haya electricidad? —Creo que sí. Digamos que con la ayuda de algunos hombres hábiles podría hacerlo. ¿Y qué? —Después volvemos a despegar —dijo Bob. En su cara arrugada brillaban pequeñas gotas de sudor. Parecían gotas de aceite—. Ese ruido, ese ruido chisporroteante viene del este. La fractura del tiempo se produjo a varios miles de kilómetros al oeste. Si desandaramos nuestra ruta original... ¿Podría hacerlo? —Sí —dijo Brian. Había dejado funcionando la unidad eléctrica auxiliar, y eso quería decir que el programa del ordenador seguía intacto. Ese programa era una réplica exacta del viaje que acababan de hacer, desde el instante en que el vuelo 29 despegó en el sur de California, hasta el momento en que habían aterrizado en Maine. Un simple botón indicaría al ordenador que invirtiera esa ruta; otro botón, ya en el aire, pondría a trabajar al piloto automático. El sistema de navegación informatizado Teledyne recrearía el viaje hasta la más mínima variación de grado—. Sí, podría hacerlo, ¿por qué? —Porque tal vez el desgarramiento esté todavía allí. ¿Se da cuenta? Tal vez aún podríamos volver a atravesarlo en sentido opuesto. Nick miró a Bob con una súbita y sobresaltada concentración, y después se volvió hacia Brian. —Tal vez tenga razón, colega. Tal vez. El cerebro de Albert Kaussner se desvió por un camino lateral irrelevante, pero fascinante: si el desgarramiento seguía allí y su avión había volado a una altitud y en una dirección frecuentes —por una especie de avenida en el cielo—, entonces, quizás otros aviones hubieran pasado por ahí entre la una y siete minutos de la madrugada y ahora (fuera la hora que fuese). Quizás había otros aviones descendiendo o detenidos en otros aeropuertos americanos desiertos, otras tripulaciones y otros pasajeros vagando por ahí, aturdidos... «No —pensó—. Dio la casualidad de que nosotros llevábamos un piloto a bordo. ¿Cuáles son las posibilidades de que eso suceda dos veces?» Pensó en lo que había dicho el señor Jenkins sobre las dieciséis bases consecutivas de Ted Williams y se estremeció. —Puede tenerla o no —dijo Brian—. En realidad no importa, porque no vamos a ningún sitio en ese avión. —¿Por qué no? —preguntó Rudy—. Si puede ponerle combustible, no veo por qué... —¿Recuerda las cerillas? ¿Las que estaban en el bol del restaurante? ¿Las que no encendían? Rudy lo miró sin comprender, pero una expresión de intensa angustia apareció en la cara de Bob Jenkins. Se llevó una mano a la frente y dio un paso atrás. Parecía haberse encogido delante de ellos. —¿Qué? —preguntó Don. Miraba a Brian con el ceño fruncido. Era una mirada que transmitía confusión y sospecha—. Qué tiene eso que ver con... Pero Nick lo sabía. —¿No lo ve? —dijo—. ¿No lo ve, colega? Si las baterías no funcionan, si las cerillas no encienden... —... entonces el combustible no arderá —terminó Brian—. Estará tan agotado y gastado como todo lo demás en este mundo. —Los miró a todos de uno en uno y añadió—: Sería lo mismo que llenar los tanques con melcocha. 2 —¿Alguna de ustedes, hermosas damas, ha oído hablar de los lagolieros? —preguntó súbitamente Craig. Su tono era ligero, casi vivaz. Laurel se sobresaltó y miró nerviosamente a los otros, que seguían de pie junto a la ventana, hablando. Dinah se volvió hacia la voz de Craig, al parecer sin sorpresa. —No —dijo tranquilamente—. ¿Quéson? —No hables con él, Dinah —susurró Laurel. —La he oído —dijo Craig en el mismo tono agradable—. ¿Sabe? Dinah no es la única que tiene buen oído. Laurel sintió que se ruborizaba. —De todos modos, no le haría daño a la niña —continuó Craig—. No más del que le hubiera hecho a aquella chica. Sólo estoy asustado. ¿Y usted? —También —replicó Laurel—, pero cuando estoy asustada no tomo rehenes ni intento matar a adolescentes. —Usted no tuvo que hacer frente al ataque de lo que parecía el equipo completo del Rams de Los Ángeles —dijo Craig—. Y ese tipo inglés... —Se echó a reír. El sonido de su risa en aquel lugar silencioso resultaba perturbadoramente alegre, perturbadoramente normal—. Bueno, lo único que puedo decir es que si cree que yo estoy loco, debe de ser porque no lo ha mirado a él. Ese hombre tiene una picadora de carne en cada ojo. Laurel no sabía qué decir. Sabía que las cosas no habían sucedido tal como decía Craig Toomy, pero cuando él hablaba parecía como si hubieran tenido que ser así. Y lo que decía del inglés se acercaba demasiado a la verdad. Los ojos del hombre..., y la patada que le había dado al señor Toomy en las costillas después de haberlo atado... Laurel se estremeció. —¿Qué son los lagolieros, señor Toomy? —preguntó Dinah. —Bueno, yo solía creer que eran una invención —contestó Craig en el mismo tono de buen humor—. Ahora empiezo a preguntarme... Porque yo también los oigo, señorita. Claro que sí. —¿El ruido? —preguntó Dinah con suavidad—. ¿Ese ruido son los lagolieros? Laurel apoyó una mano en el hombro de Dinah. —Preferiría que no siguieras hablando con él, encanto. Me pone nerviosa. —¿Por qué? Está atado, ¿no? —Sí, pero... —Y siempre puedes llamar a los otros, ¿no? —Bueno, creo... —Quiero saber lo de los lagolieros. Haciendo un esfuerzo, Craig volvió la cabeza para mirarlas, y Laurel percibió parte del encanto y de la fuerte personalidad que habían mantenido a Craig en la vía rápida mientras obedecía al guión de alta presión que sus padres habían escrito para él. Lo sintió aun cuando estaba echado en el suelo con las manos atadas a la espalda y su frente y mejilla izquierda manchadas de sangre seca. —Mi padre decía que los lagolieros eran pequeñas criaturas que vivían en los armarios, las cloacas y otros lugares oscuros. —¿Como duendes? —quiso saber Dinah. Craig rió y sacudió la cabeza. —Me temo que no tan agradables. Decía que sólo eran pelo y dientes y piernecillas veloces..., muy veloces, para poder atrapar a los niños y niñas malos por muy deprisa que huyeran. —Pare —dijo fríamente Laurel—. Está asustando a la niña. —No —replicó Dinah—. Sé distinguir una invención cuando la oigo. Es interesante, simplemente. No obstante, su cara decía que era más que interesante. Estaba concentrada, fascinada. —Lo es, ¿no es cierto? —preguntó Craig, aparentemente complacido por su interés—. Creo que lo que Laurel quiere decir es que la estoy asustando a ella. ¿Me he ganado el cigarro, Laurel? Si es así, querría un El Producto, por favor. Nada de esos White Owls baratos para mí. —Y volvió a reír. Laurel no contestó, y al cabo de un instante Craig continuó. —Mi papá decía que había miles de lagolieros, que tenía que haberlos porque había cientos de miles de niños y niñas malos huyendo en todo el mundo. Eso decía. Mi padre no vio correr a un niño en su vida. Para él siempre huían. Creo que le gustaba esa palabra porque implica un movimiento insensato, carente de dirección, improductivo. Pero los lagolieros no huyen, ellos corren. Ellos tienen un objetivo. En realidad, se podría decir que los lagolieros son el objetivo personificado. —¿Y qué hacían los niños que fuera tan malo? —preguntó Dinah— ¿Qué hacían que fuera tan malo como para que los lagolieros tuvieran que correr tras ellos? —¿Sabes? Me alegro de que me hagas esa pregunta, Dinah —dijo Craig—. Porque cuando mi padre decía que algo era malo, en realidad quería decir que era ocioso. Una persona ociosa no podía formar parte del panorama global. De ninguna manera. En mi casa, o formabas parte de el panorama global o estabas descuidando el trabajo, y eso era lo peor que podías hacer. Degollar a alguien era un pecado venial comparado con descuidar el trabajo. Mi padre decía que si no formabas parte del panorama global, los lagolieros vendrían y te borrarían totalmente del mapa. Decía que una noche estarías en tu cama y los escucharías venir..., mordiendo y mascando todo a su paso..., y que aunque trataras de huir ellos te cogerían, porque tenían unas veloces... —¡Ya basta! —exclamó Laurel. Su voz era neutra y seca. —Sin embargo, ahí fuera está ese ruido —dijo Craig. Sus ojos la miraban, brillantes, casi picaros—. No puede negarlo. El ruido está realmente ahí... —Pare o le pegaré con algo —amenazó Laurel. —Vale —dijo Craig. Se desplazó rodando hasta quedar boca arriba, hizo una mueca y volvió a rodar, colocándose de espaldas a ellas—. Cuando un hombre está atado y en el suelo, se cansa de que le peguen. En esta ocasión, Laurel no se ruborizó, sino que se puso furiosamente roja. Se mordió el labio y no dijo nada. Tenía ganas de llorar. ¿Cómo se suponía que debía manejar esta situación? ¿Cómo? Primero el tipo parecía estar loco de atar, y después tan cuerdo como es posible estarlo. Y mientras tanto, el mundo entero —el panorama global del señor Toomy— se había ido al infierno. —Apuesto a que le tenía miedo a su papá, ¿no es cierto, señor Toomy? Sobresaltado, Craig miró a Dinah por encima del hombro. Volvió a sonreír, pero la sonrisa era distinta. Era una sonrisa apesadumbrada, herida, sin un ápice de relaciones públicas. —Esta vez eres tú quien gana el cigarro, señorita —dijo—. Le tenía terror. —¿Ha muerto? —Sí. —¿Estaba descuidando el trabajo? ¿Lo cogieron los lagolieros? Craig se quedó un largo rato pensando. Recordaba que le habían dicho que su padre había tenido un ataque al corazón en la oficina. Cuando su secretaria tocó el timbre para convocarlo a la reunión de las diez con el personal, no obtuvo respuesta. Entonces, entró y lo encontró muerto sobre la alfombra, con los ojos fuera de las órbitas y la boca llena de espuma. «¿Te dijo eso alguien? —se preguntó de pronto—. ¿Te dijo alguien que los ojos se le salían de las órbitas y que tenía espuma en la boca? ¿Te lo dijo alguien, tal vez mamá cuando estaba borracha, o era una expresión de tus deseos?» —¿Señor Toomy? ¿Lo hicieron? —Sí —dijo Craig, pensativo—. Creo que estaba descuidando el trabajo y que lo cogieron ellos. —Señor Toomy. -¿Qué? —Yo no soy como usted me ve. No soy fea. Ninguno de nosotros lo es. Él la miró sobresaltado. —¿Y cómo sabes de qué modo te veo, señorita ciega? —Se sorprendería —dijo Dinah. Laurel se volvió hacia ella, más inquieta que nunca, pero por supuesto no había nada que ver. Las gafas oscuras de Dinah desafiaban la curiosidad. 3 Los demás pasajeros seguían de pie en el extremo más alejado de la sala de espera, escuchando aquel sonido bajo y sin decir nada. Parecía como si no quedara nada por decir. —¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Don. Parecía haberse marchitado dentro de su camisa roja de leñador. Albert pensó que incluso la camisa había perdido parte de su alegre vibración varonil. —No lo sé —respondió Brian. Sentía que una horrible impotencia le atenazaba el vientre. Miró el avión, que durante un tiempo había sido su avión, y le sorprendieron sus líneas netas y su suave belleza. Por comparación, el Delta 727 que estaba a su izquierda parecía una matrona desaliñada. «Te parece hermoso porque nunca volverá a volar, eso es todo. Es como ver un instante a una hermosa mujer en el asiento trasero de una limusina... Parece mucho más hermosa de lo que realmente es porque no es tuya y nunca podrá serlo.» —¿Cuánto combustible queda, Brian? —preguntó de pronto Nick—. Tal vez aquí el índice de combustión no sea el mismo. Tal vez haya más del que piensa. —Todos los aparatos están en perfecto estado de funcionamiento —dijo Brian—. Cuando aterrizamos,tenía menos de trescientos litros. Para regresar al lugar donde sucedió esto, necesitaríamos al menos veintitrés mil. Bethany sacó sus cigarrillos y ofreció uno a Bob. Éste negó con la cabeza. Ella depositó uno entre sus labios sacó las cerillas y frotó una. No encendió. —¡Oh! —exclamó. Albert la miró. Ella volvió a frotar la cerilla, y otra vez, y otra. No pasaba nada. Miró al muchacho asustada. —A ver —dijo Albert—. Dame. Le quitó las cerillas de la mano y arrancó otra. La frotó contra la banda de la parte trasera de la carterita. No pasó nada. —Sea lo que fuere, parece contagioso —observó Rudy Warwick. Bethany se echó a llorar y Bob le tendió su pañuelo. —Espera un minuto —dijo Albert, y volvió a frotar la cerilla. Esta vez encendió, pero la llama era diminuta, débil, mortecina. La aplicó a la temblorosa punta del cigarrillo de Bethany, y de pronto vio una imagen: la de una señal con la que se cruzaba todos los días al pasar con su ciclomotor en dirección al Instituto Pasadena. «Peligro», decía el cartel, «Circulación en ambos sentidos». «¿Qué demonios significa eso?» No lo sabía, al menos todavía no. Lo único que sabía era que había una idea pugnando por salir, pero que, al menos por el momento, permanecía encallada. Albert apagó la cerilla, sacudiéndola. No necesitó demasiada energía. Bethany aspiró su cigarrillo e hizo una mueca. —¡Uf! Parece un Garitón o algo así. —Échame humo en la cara —dijo Albert. —¿Qué? —Ya me has oído. Échame humo en la cara. Ella obedeció y Albert olfateó el humo. Su dulce fragancia anterior estaba sofocada. «Sea lo que fuere, parece contagioso.» «Peligro: Circulación en ambos sentidos.» —Vuelvo al restaurante —dijo Nick. Parecía deprimido—. El viejo Casio parece flaco y resbaladizo. No me gusta dejarlo demasiado tiempo solo con las damas. Brian y los demás lo siguieron. Albert pensó que había algo divertido en aquellos traslados masivos. Se comportaban como vacas que huelen la tormenta en el aire. —Ven —dijo Bethany—. Vamos. Tiró el cigarrillo medio consumido en un cenicero y usó el pañuelo de Bob para secarse los ojos. Después, cogió a Albert de la mano. Se encontraron cruzando la sala de espera, cuando acudió de nuevo a la mente de Albert mientras éste miraba la parte posterior de la camisa roja del señor Gaffney, y esta vez con más fuerza: «Circulación en ambos sentidos.» —¡Espera un minuto! —gritó. De pronto, pasó un brazo por la cintura de Bethany, la atrajo hacia sí, acercó la cara a su cuello y olfateó profundamente. —¡Eh! ¡Apenas nos conocemos! —protestó Bethany. Después, empezó a reír sin poder evitarlo y rodeó el cuello de Albert con sus brazos. Albert, un chico cuya natural timidez sólo desaparecía en sueños, no le prestó atención. Hizo otra inspiración profunda por la nariz. Los olores de su cabello, sudor y perfume seguían allí, pero eran leves, muy leves. Todos miraron, pero Albert ya había soltado a Bethany y corría de regreso a las ventanas. —¡Guau! —exclamó Bethany. Seguía riendo un poco, muy ruborizada—. ¡Un tipo extraño! Albert miró el avión y vio lo que había notado Brian unos minutos antes: sus líneas eran netas y suaves, y se veían de un blanco casi irreal. Parecía vibrar en la torpe quietud exterior. Y de pronto la idea vino a su encuentro. Pareció estallar detrás de sus ojos como un cohete. El concepto central era una bola ardiendo, brillante; sus implicaciones irradiaban como feroces chispas, y durante un instante casi se olvidó de respirar. —¿Albert? —preguntó Bob—. Albert, ¿qué pa...? —¡Capitán Engle! —gritó Albert. En el restaurante, Laurel se incorporó bruscamente y Dinah se agarró a su brazo con manos que parecían garras. Craig Toomy volvió la cabeza para mirar—. ¡Capitán Engle! ¡Venga aquí! 4 Fuera, el ruido se oía más fuerte. Para Brian era el sonido de la estática radial. A Nick Hopewell le parecía que sonaba como un fuerte viento agitando secas hierbas tropicales. A Albert, que el verano anterior había trabajado en McDonald's, le recordó el ruido de las patatas fritas en la freidora. Y a Bob Jenkins le sugería el ruido del papel cuando alguien lo arruga en una habitación distante. Los cuatro se arrastraron por entre las tiras de goma y bajaron a la zona de descarga de equipajes, escuchando el sonido de lo que Craig Toomy llamaba los lagolieros. —¿Está mucho más cerca? —preguntó Brian a Nick. —No sabría decirlo. Suena más cerca, pero antes estábamos dentro. —Vamos —dijo Albert, impaciente—. ¿Cómo volvemos a subir? ¿Trepando? —No será necesario —dijo Brian, y señaló una escalerilla rodante que estaba en el extremo más alejado de la puerta 2. Fueron en su busca, acompañados por el fatigoso golpeteo de sus zapatos en el cemento. —Sabes que es una idea muy improbable, ¿no, Albert? —preguntó Brian mientras andaba. —Sí, pero... —Las ideas improbables son las mejores —terminó Nick por él. —Sólo quiero que no se decepcione demasiado si esto no funciona. —No se preocupe —dijo suavemente Bob—. Yo me decepcionaré por todos. La idea del muchacho tiene su lógica. Debería resultar. Albert, ¿comprendes que puede haber factores que no hemos descubierto? —Sí. Cuando llegaron a la escalerilla, Brian sacó los frenos de una patada. Nick se colocó junto a un asa que sobresalía de la barandilla izquierda y Brian cogió la de la derecha. —Espero que todavía ruede —dijo Brian. —Debería hacerlo —contestó Bob Jenkins—. Al parecer, algunos, tal vez casi todos los componentes físicos y químicos de la vida parecen seguir funcionando; nuestros cuerpos pueden procesar el aire, las puertas se abren y se cierran... —Y no olvide la gravedad —intervino Albert—. La tierra todavía retiene. —Dejemos de hablar y probemos —dijo Nick. La escalerilla rodaba con facilidad. Los dos hombres la empujaron hacia el 767, con Albert y Bob en la retaguardia. Una de las ruedas chirriaba rítmicamente. Aparte de ése, el único ruido que se oía era el bajo y constante chisporroteo procedente de algún lugar del horizonte oriental. —Mírenlo —dijo Albert mientras se acercaban al 767—. Sólo mírenlo. ¿No lo ven? ¿No ven que está mucho más allí que cualquier otra cosa? No era necesaria una respuesta y nadie la dio. Todos lo veían. Reacio, casi contra su voluntad, Brian empezó a pensar que tal vez el chico hubiera encontrado algo. Colocaron la escalerilla en un ángulo entre el tobogán de emergencia y el fuselaje del avión, con el escalón superior apartado a un solo paso largo de la puerta abierta. —Yo iré primero —anunció Brian—. Nick, una vez que haya vuelto a meter el tobogán, usted y Albert lleven la escalera a una posición mejor. —Sí, mi capitán —dijo Nick, haciendo un pequeño saludo militar con los nudillos del primer y segundo dedo tocando su frente. Brian bufó. —¡Agregado júnior! —exclamó, y corrió escaleras arriba. Unos momentos después, había plegado el tobogán utilizando el mecanismo de despegue. A continuación, se inclinó para ver cómo Nick y Albert colocaban cuidadosamente la escalerilla en posición, con el último escalón justo debajo de la entrada delantera del 767. 5 Ahora, Rudy Warwick y Don Gaffney vigilaban a Craig. Bethany, Dinah y Laurel estaban alineadas ante las ventanas de la sala de espera, mirando. —¿Qué hacen? —preguntó Dinah. —Han recogido el tobogán y han colocado una escalerilla junto a la puerta —dijo Laurel—. Ahora suben. ¿Estás segura de que no sabes qué se proponen? —preguntó a Bethany. La chica hizo un gesto negativo con la cabeza. —Lo único que sé es que As, quiero decir Albert, casi se volvió loco. Me gustaría pensar que fue una irrefrenable atracción sexual, pero no lo creo. —Hizo una pausa, sonrió y agregó—: Al menos, todavía no. Dijo algo sobre que el avión estaba más allí, y mi perfume menos allí, lo cual probablemente no complacería a Coco Chanel o como se llame. Y también algo así como circulación en ambos sentidos. No lo entendí. Realmente, barbotaba. —Yo sé de qué se trata —dijo Dinah. —¿Qué piensas, encanto? Dinahse limitó a menear la cabeza. —Espero que se den prisa. Porque el pobre señor Toomy tiene razón. Vienen los lagolieros. —Dinah, eso es algo que se inventó su padre. —Quizás alguna vez fuera una invención —dijo Dinah, volviendo sus ojos ciegos hacia la ventana—, pero ya no lo es. 6 —Vale, As —dijo Nick—. Adelante con el espectáculo. El corazón de Albert palpitaba con fuerza, y sus manos temblaban mientras disponía los cuatro elementos de su experimento en el estante de primera clase donde, hacía mil años y al otro lado del continente, una mujer llamada Melanie Trevor había supervisado un cartón de zumo de naranja y dos botellas de champán. Brian lo miró con atención mientras Albert colocaba una caja de cerillas, una botella de Budweiser, una lata de Pepsi y un bocadillo de mantequilla de cacahuete que había sacado de la nevera del restaurante. El bocadillo estaba envuelto en plástico. —Muy bien —dijo Albert, e hizo una inspiración profunda—. Veamos qué tenemos aquí. 7 Don salió del restaurante y se acercó a las ventanas. —¿Qué sucede? —No lo sabernos —dijo Bethany. Se las había arreglado para conseguir llama de otra de sus cerillas y volvía a fumar. Cuando apartó el cigarrillo de sus labios, Laurel vio que le había sacado el filtro—. Entraron en el avión, siguen dentro del avión, fin de la historia. Don se quedó unos segundos mirando hacia el exterior. —Algo ha cambiado fuera. No sé en qué sentido, pero así es. —La luz se está yendo —dijo Dinah—. Ésa es la diferencia. —Su voz era bastante tranquila, pero el pequeño rostro reflejaba soledad y miedo—. Puedo sentir que se va. —Tiene razón —corroboró Laurel—. Sólo ha habido luz de día durante dos o tres horas, y ya vuelve a oscurecer. —¿Sabe? Sigo pensando que esto es un sueño —dijo Don—. Sigo pensando que es la peor pesadilla que he tenido, pero despertaré pronto. Laurel asintió. —¿Cómo está el señor Toomy? Don rió sin demasiada alegría. —No se lo creería. —¿El qué? —preguntó Bethany. —Se ha quedado dormido. 8 Craig Toomy, por supuesto, no dormía. La gente que se quedaba dormida en momentos críticos, como aquel tipo que se suponía debía vigilar mientras Jesús rezaba en el jardín de Getsemaní, decididamente no formaba parte del panorama global. Había vigilado atentamente con los ojos entornados a los dos hombres, deseando que uno o ambos salieran. Por fin, el de la camisa roja salió. Warwick, el calvo con dientes postizos, se acercó a Craig y se inclinó. Craig cerró por completo los ojos. —¡Eh! —exclamó Warwick, echando en la cara de Craig el mal aliento de su dentadura—. ¡Eh! ¿Está despierto? Craig se quedó quieto con los ojos cerrados, respirando con regularidad. Se le ocurrió fabricar un pequeño ronquido, pero lo pensó mejor. Warwick lo tocó Craig mantuvo los ojos cerrados y siguió respirando regularmente. Calvo se incorporó, pasó por encima de él y se dirigió hacia la puerta del restaurante para mirar a los otros. Craig entreabrió los párpados y se aseguró de que Warwick le daba la espalda. Después, cuidadosa y silenciosamente, empezó a mover las muñecas dentro del apretado ocho que formaba el mantel. Ya lo sentía más flojo. Movía las muñecas con sacudidas cortas, vigilando la espalda de Warwick, listo para dejar de moverse y volver a cerrar los ojos en cuanto éste diera señales de volverse. Deseó que Warwick no lo hiciera. Quería estar libre antes de que volvieran los gilipollas del avión. Sobre todo el gilipollas inglés, el que le había lastimado la nariz y lo había pateado mientras estaba en el suelo. El gilipollas inglés lo había atado muy bien; gracias a Dios, sólo era un mantel y no una cuerda de nailon. En tal caso, no hubiera habido ninguna posibilidad, pero siendo así... Uno de los nudos se aflojó, y Craig empezó a hacer rotar las muñecas de un lado a otro. Oía a los lagolieros acercarse. Tenía intención de estar fuera de allí y camino de Boston antes de que regresaran. En Boston estaría seguro. Cuando uno estaba en una habitación llena de banqueros, resultaba imposible huir. ¡Y que Dios ayudara a quien tratara de impedírselo, fuera hombre, mujer o niño! 9 Albert cogió la carterita de cerillas que había sacado del bol del restaurante. —Prueba A —dijo—. Allá voy. Arrancó una cerilla y la frotó. Sus manos temblorosas lo traicionaron, y lo hizo unos milímetros por encima de la tira que cubría la parte inferior del cartón. La cerilla se dobló. —¡Mierda! —exclamó Albert. —¿Quieres que yo...? —empezó Nick. —Déjelo tranquilo —intervino Brian—. Es su espectáculo. —Tranquilo, Albert —dijo Bob. El chico sacó otra cerilla, le dedicó una sonrisa descompuesta y la frotó. No encendió. Volvió a frotar. La cerilla no encendió. —Supongo que tendremos que aceptarlo —dijo Brian—. No hay nada... —¡La olí! —dijo Nick—. ¡Olí el sulfuro! ¡Prueba con otra, As! Pero Albert volvió a probar con la misma, y esta vez se encendió. No se limitó a prender y apagarse, sino que se irguió con la familiar forma de lágrima, azul en la base y amarilla en la punta, y empezó a quemar la parte de papel. Albert levantó la mirada con una amplia sonrisa. —¿Lo ven? —dijo—. ¿Lo están viendo? Sacudió la cerilla, la dejó caer y cogió otra. Ésta encendió a la primera. Dobló la tapa de la carterita y tocó las otras cerillas con la llama, como había hecho Bob Jenkins en el restaurante. Esta vez se encendieron con un siseo seco. Albert las apagó como velas de aniversario. Necesitó soplar dos veces para conseguirlo. —¿Lo ven? —preguntó—. ¿Se dan cuenta de lo que significa? ¡Circulación en ambos sentidos! ¡Trajimos nuestro tiempo con nosotros! ¡Ahí fuera está el pasado, y supongo que en todas partes al este del agujero que atravesamos, pero aquí dentro todavía reina el presente! ¡Sigue atrapado dentro del avión! —No lo sé —dijo Brian, pero de pronto todo volvía a parecer posible. Sintió un impulso loco, casi irrefrenable, de abrazar a Albert y darle unas palmadas en la espalda. —¡Bravo, Albert! —exclamó Bob—. ¡La cerveza! ¡Pruebe con la cerveza! Albert destapó la botella de cerveza mientras Nick buscaba un vaso entero de entre el desastre que rodeaba el carrito de las bebidas. —¿Dónde está el humo? —preguntó Brian. —¿Humo? —dijo Bob, desconcertado. —Bueno, no es humo exactamente, cuando se destapa una cerveza por lo general aparece una especie de humillo alrededor del gollete de la botella. Albert olfateó y le pasó la cerveza a Brian. -Huela. Brian lo hizo y empezó a sonreír. No podía evitarlo. —¡Dios! Con humo o sin él, huele a cerveza. Nick tendió el vaso y a Albert le gustó ver que la mano del inglés también temblaba. —Viértela —dijo—. Apresúrate, colega, mis huesos me dicen que el suspense es malo para el viejo reloj. Albert sirvió la cerveza y sus sonrisas se desvanecieron. Estaba desbravada. Absolutamente desbravada. Permanecía inmóvil en el vaso de whisky que había encontrado Nick, y su aspecto era el de una muestra de orina. 10 —¡Dios todopoderoso! Está oscureciendo. La gente que estaba junto a las ventanas miró hacia atrás cuando Rudy Warwick se reunió con ellos. —Se supone que tiene que vigilar al lunático —dijo Don. Rudy hizo un gesto de impaciencia. —Duerme como un lirón. Creo que ese golpe en la cabeza le desordenó los muebles más de lo que pensamos al principio. ¿Qué pasa ahí fuera? ¿Por qué oscurece tan pronto? —No lo sabemos —dijo Bethany—. Simplemente es así. ¿Cree que el tipo raro está entrando en coma o algo así? —No lo sé —dijo Rudy—. Pero si es así, ya no tendremos que preocuparnos por él, ¿no? ¡Cristo! ¡Ese ruido es escalofriante! Suena como un grupo de termitas en una balsa. Por primera vez, Rudy parecía haber olvidado su estómago. Dinah levantó la cara hacia Laurel. —Creo que sería mejor vigilar al señor Toomy —dijo—. Estoy preocupada por él. Apuesto a que está asustado. —Si está inconsciente, Dinah, no hay nada que podamos... —No creo que esté inconsciente —dijo Dinah con calma—. Ni siquiera que esté dormido. Laurelobservó pensativamente a la niña y después cogió su mano. —Vale —dijo—. Echemos un vistazo. 11 Finalmente, el nudo que había hecho Nick Hopewell para inmovilizar la muñeca derecha de Craig se aflojó lo bastante como para permitirle sacar la mano. La utilizó para deshacer el nudo que sujetaba su mano izquierda y se puso en pie rápidamente. Manadas de puntos negros pasaron por su campo de visión y desaparecieron. Advirtió que la terminal se sumía en la penumbra. Caía una noche prematura. Escuchaba el ruido masticatorio de los lagolieros con mayor claridad, tal vez porque sus oídos habían captado su frecuencia, o tal vez porque estaban más cerca. En el extremo más alejado de la terminal, vio dos siluetas, una alta y la otra baja, que se apartaban de las otras y desandaban el camino hacia el restaurante. La mujer de voz de arpía y la pequeña ciega de rostro feo y regordete. No podía permitir que diesen la alarma. Eso sería terrible. Craig se alejó del trozo ensangrentado de moqueta donde había permanecido tumbado, sin apartar los ojos de las figuras que se aproximaban. No conseguía determinar a qué velocidad se iba la luz. En un mostrador, a la izquierda de la caja registradora, había cubiertos, pero eran de plástico, no le servían. Craig dio la vuelta a la caja y encontró algo mejor: un cuchillo de carnicero sobre el mostrador, junto a la parrilla. Lo cogió y se acuclilló detrás de la caja registradora para vigilar. Miraba a la niña con un interés especialmente ansioso. La niña sabía mucho, quizá demasiado. La pregunta era: ¿de dónde había sacado sus conocimientos? Una pregunta realmente interesante. ¿No? 12 La mirada de Nick fue de Albert a Bob. —¡Aja! —exclamó—. Las cerillas funcionan, pero la cerveza no. —Y se volvió para dejar el vaso de cerveza—. ¿Qué significará eso? De pronto, una nubecilla de burbujas como una seta salió de ninguna parte del fondo del vaso. Se elevó rápidamente, se extendió y apareció en lo alto del vaso. Los ojos de Nick se dilataron. —Al parecer —dijo secamente Bob—, las cosas requieren cierto tiempo para ponerse a tono. ¡Excelente! —exclamó tras coger el vaso, beber y chascar la lengua. Todos miraron el complicado encaje de espuma blanca en el interior del vaso—. Puedo afirmar sin vacilación que es el mejor vaso de cerveza que he bebido en mi vida. Albert echó más cerveza en el vaso. Esta vez salió con espuma que rebosó y se deslizó por la parte exterior. Brian lo cogió. —¿Seguro que quiere hacerlo, colega? —preguntó Nick, sonriendo—. ¿No decís vosotros que tienen que pasar «veinticuatro horas entre la botella y el acelerador»? —En caso de viajes a través del tiempo, la regla queda en suspenso. Puede consultarlo —dijo Brian e inclinando el vaso, bebió—. Tiene razón —dijo a Bob riendo—. Es la mejor cerveza que ha existido. Prueba la Pepsi, Albert. Albert abrió la lata y todos escucharon el familiar siseo del gas, elemento principal de cientos de gaseosas. Tomó un gran trago. Cuando bajó la lata, sonreía, pero había lágrimas en sus ojos. —Caballeros, la Pepsi-Cola está muy buena hoy —dijo con el tono pomposo de un maítre, y todos se echaron a reír. 13 Don Gaffney alcanzó a Laurel y Dinah cuando entraban en el restaurante. —Me pareció mejor... —Sin acabar la frase, comenzó a mirar a su alrededor—. ¡Mierda! ¿Dónde está? —No lo... —empezaba a decir Laurel, cuando Dinah Bellman la interrumpió. —Silencio —susurró la niña a sus espaldas. La cabeza de Laurel se volvió hacia atrás con la lentitud de la luz de una linterna agotada. Durante un instante, no hubo ruido alguno en el restaurante, al menos nada que ella pudiera oír. —Allí —dijo Dinah, y apuntó hacia la caja registradora—. Está escondido allí. Detrás de algo. —¿Cómo lo sabes? —preguntó Don con voz seca y nerviosa—. No oigo... —Yo sí —dijo tranquilamente Dinah—. Oigo las yemas de sus dedos deslizándose sobre metal. Y oigo su corazón. Late muy deprisa. Está mortalmente asustado. Me da mucha pena. De pronto se soltó de la mano de Laurel y avanzó. —¡No, Dinah! —gritó Laurel. Dinah no le prestó atención. Siguió caminando hacia la caja registradora con los brazos extendidos y los dedos buscando posibles obstáculos. Las sombras parecían ir en su busca y envolverla en sus manos ansiosas y oscuras. —¿Señor Toomy? Por favor, salga. No queremos hacerle daño. Por favor, no tenga miedo... Desde detrás de la caja registradora empezó a elevarse un sonido. Era un potente aullido..., una palabra, o algo que intentaba ser una palabra, pero desprovista de cordura. —Tuuuuuuuu... Craig salió de su escondite con los ojos llameantes y enarbolando el cuchillo. De pronto había comprendido que era Dinah, que Dinah era uno de ellos, que detrás de esas gafas oscuras se escondía uno de ellos. Además, no se trataba de un simple lagoliero, sino del jefe de los lagolieros. Era quien llamaba a los otros con sus ciegos ojos muertos. —Tuuuuuuuu... Craig se precipitó sobre ella, chillando. Don Gaffney apartó a Laurel de su camino, tirándola casi al suelo, y dio un salto adelante. Era rápido, pero no lo bastante. Craig Toomy estaba loco y se movía con la velocidad de un lagoliero. Se acercó a Dinah en una carrera frenética. No había posibilidad de huida para él. Dinah no hizo ningún esfuerzo por apartarse. Miró desde su oscuridad a la de él y extendió los brazos, como para abrazarlo y consolarlo. —Tuuuuuuu... —Está bien, señor Toomy —dijo ella—. No tenga mié... En ese momento, Craig enterró el cuchillo en su pecho, pasó corriendo junto a Laurel y entró en la terminal sin dejar de chillar. Dinah se quedó un instante inmóvil. Sus manos encontraron el mango de madera que salía de su vestido, y sus dedos flotaron por encima de él, explorándolo. Después, se desplomó lenta y grácilmente al suelo, convirtiéndose en una sombra más de la creciente oscuridad. CAPÍTULO SIETE DINAH EN EL VALLE DE LAS SOMBRAS. EL DEVORADOR DE TOSTADAS MÁS RÁPIDO DEL MISSISSIPPI. CORRIENDO CONTRA EL TIEMPO. NICK TOMA UNA DECISIÓN. 1 Albert, Brian, Bob y Nick se pasaron el bocadillo de mantequilla de cacahuete y jalea. Le dieron dos mordiscos cada uno y se quedaron sin bocadillo, pero mientras duró, Albert pensó que jamás había hundido los dientes en algo más delicioso. Su estómago despertó y empezó a reclamar más. —Ésta es la parte que más le va a gustar a nuestro amigo el señor Warwick —dijo Nick, tragando—. Eres un genio, As —añadió, mirando a Albert—. Lo sabes, ¿no? Un genio absoluto. Albert se ruborizó, feliz. —No es para tanto —dijo—. Sólo utilicé lo que el señor Jenkins llama método deductivo. Si dos corrientes que fluyen en direcciones distintas se juntan, se mezclan y forman un torbellino... Vi lo que pasaba con las cerillas de Bethany y pensé que aquí podía estar pasando algo parecido. Y además, estaba la camisa roja del señor Gaffney. Empezó a perder color. De modo que pensé que si las cosas empezaban a desvanecerse cuando ya no estaban en el avión, tal vez si se subía al avión algo que estaba borroso, podría... —Siento interrumpir —dijo suavemente Bob—, pero creo que si queremos intentar volver, deberíamos iniciar el proceso lo más pronto posible. Los ruidos que oímos me preocupan, pero hay algo que me preocupa más. Este avión no es un sistema cerrado. Creo que hay posibilidades de que dentro de poco empiece a perder su..., su... —¿Su integridad temporal? —sugirió Albert. —Sí, bien dicho. Ahora, todavía puede arder el carburante que pongamos, pero tal vez dentro de unas horas no. A Brian se le ocurrió una idea desagradable: que el combustible dejara de arder en pleno vuelo, con el 767 a diez mil metros de altura. Abrió la boca para decirlo, pero volvió a cerrarla. ¿De qué serviría sugerirles eso si no podían hacer nada para evitarlo? —¿Por dónde empezamos, Brian? —preguntó Nick con su habitual concisión y sentido práctico. Brian revisó mentalmente el proceso. Resultaría algo complicado, sobre todo trabajando con hombres cuya únicaexperiencia con los aviones probablemente empezaba y terminaba en el aeromodelismo, pero pensó que era posible. —Empecemos encendiendo los motores y colocando el avión lo más cerca que podamos de aquel Delta 727 —dijo—. Cuando lleguemos allí, apagaré el motor de estribor y dejaré encendido el de babor. Tenemos suerte. Este 767 está equipado con tanques de ala húmeda y un sistema APU que... Hasta sus oídos llegó un grito penetrante que cortó el sordo y chisporroteante ruido de fondo como si se frotara un tenedor contra un encerado. Siguieron los pasos de alguien que subía por la escalerilla. Nick se volvió en esa dirección y levantó los brazos. Albert reconoció el gesto enseguida; había visto en la escuela a algunos de esos tipos locos por las artes marciales que practicaban el movimiento. Era la clásica posición defensiva del taekwondo. Un instante después, la cara pálida y aterrorizada de Bethany apareció en la puerta, y Nick dejó caer los brazos. —¡Vengan! —gritó Bethany—. ¡Tienen que venir! Jadeaba sin aliento en la plataforma de la escalerilla, y empezó a caer hacia atrás. Por un segundo, Albert y Brian pensaron que caería y se partiría el cuello contra los escalones. Nick dio un salto adelante, la cogió por la nuca y la metió en el avión. Bethany no parecía darse cuenta de que había estado a punto de caer. Sus ojos oscuros los miraban desde el círculo blanco de la cara. —¡Vengan! ¡La ha apuñalado! ¡Creo que está muriéndose! Nick apoyó las manos en sus hombros y acercó la cara a la suya como si pensara besarla. —¿Quién ha apuñalado a quién? —preguntó Nick con calma—. ¿Quién se está muriendo? —Yo..., ella..., el señor T-T-Toomy... —Bethany, di taza. Ella lo miró, aturdida y sin comprender. Brian miraba a Nick como si se hubiera vuelto loco. —Di taza. Ahora mismo. —T-T-taza. —Taza y plato. Dilo, Bethany. —Taza y plato. —Vale. ¿Mejor? Ella asintió. -Sí. —Bien. Si vuelves a sentir que pierdes el control, di taza y lo recuperarás. Ahora, dime, ¿quién ha sido apuñalado? —La niña ciega. Dinah. —¡Mierda! Vale, Bethany. Sólo... —Pero Nick alzó la voz cuando vio que Brian pasaba por detrás de Bethany en dirección a la escalerilla, seguido de Albert—. ¡No! —gritó en un tono cortante y duro que los detuvo en seco—. ¡Quédense adonde están! Brian, que había servido en Vietnam y conocía el tono de orden incuestionable cuando lo escuchaba, se detuvo tan repentinamente que Albert chocó contra su espalda. «Lo sabía —pensó—. Sabía que tomaría el mando. Era cuestión de esperar el momento oportuno y las circunstancias adecuadas.» —¿Sabes cómo sucedió o dónde está ahora nuestro maldito compañero de viaje? —preguntó Nick a Bethany. —El tipo..., el tipo de la camisa roja dijo... —Vale, no te preocupes —dijo, mirando de reojo a Brian. Tenía los ojos encendidos de cólera—. Los malditos imbéciles lo dejaron solo. Apostaría mi pensión. Bueno, no volverá a suceder. Nuestro señor Toomy ha disparado su último cartucho. Volvió a mirar a la chica, que bajó la cabeza. El pelo le tapaba la cara y respiraba con profundas y temblorosas inspiraciones. —¿Está viva, Bethany? —preguntó con suavidad. —Yo..., yo..., yo... —Taza, Bethany. —¡Taza! —dijo Bethany, gritando, y lo miró con ojos enrojecidos y llenos de lágrimas—. No lo sé. Estaba viva cuando yo..., ya sabe, cuando vine a buscarlos. Ahora puede estar muerta. Le dio de lleno. ¡Jesús! ¿Por qué teníamos que cargar con un maldito psicópata? ¿No estaban ya bastante mal las cosas sin eso? —Y ninguno de ustedes, que se suponía que tenían que vigilar al tipo, tiene la menor idea de a dónde fue después, ¿no es cierto? Bethany se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Era toda la respuesta que necesitaban, —No sea tan duro con ella —dijo Albert, y rodeó la cintura de Bethany con su brazo. Ella apoyó la cabeza en su hombro y empezó a llorar con más fuerza. Nick los apartó suavemente. —Si quisiera ser duro con alguien, lo sería conmigo, As. Debí quedarme. Regreso a la terminal —dijo, volviéndose hacia Brian—. Usted no. Seguramente, el señor Jenkins tiene razón: tenemos poco tiempo. No quiero ni pensar cuánto. Encienda los motores, pero no mueva el avión todavía. Si la niña vive, necesitaremos las escalerillas para subirla. Bob, vaya al pie de la escalera. Manténgase alerta por si aparece ese cabrón de Toomy. Albert, tú vienes conmigo. —Y entonces agregó algo que espantó a todos—: Que Dios me perdone, pero en el fondo espero que haya muerto. Ahorraríamos tiempo. 2 Dinah no había muerto, ni siquiera estaba inconsciente. Laurel le había quitado las gafas para limpiar el sudor que cubría su cara, y los ojos de Dinah, muy grandes y castaños, miraron sin ver los ojos azul verdosos de Laurel. Detrás de ella, Don y Rudy miraban ansiosamente el suelo. —Lo siento —dijo Rudy por quinta vez—. De verdad, pensé que estaba dormido, que se había desmayado. Laurel lo ignoró. —¿Cómo te encuentras, Dinah? —preguntó suavemente. No quería mirar el mango de madera que sobresalía del vestido de la niña, pero no podía apartar los ojos de él. Había muy poca sangre, al menos por el momento; sólo un círculo del tamaño de una taza pequeña en torno al lugar donde había entrado la hoja. Por el momento. —Duele —dijo Dinah con voz débil—. Es difícil respirar. Y está caliente. —Te pondrás bien —dijo Laurel, pero sus ojos eran arrastrados sin cesar hacia el mango del cuchillo. La niña era muy pequeña, y no conseguía comprender cómo la hoja no la había atravesado. No podía comprender cómo no había muerto ya. —... fuera de aquí —dijo Dinah. Hizo una mueca, y un grueso y lento hilo de sangre brotó de la comisura de su boca y corrió por su mejilla. —No trates de hablar, cariño —dijo Laurel, y apartó de la frente de Dinah los húmedos bucles de pelo. —Tienen que salir de aquí —insistió Dinah. Su voz era poco más que un susurro—. Y no deben culpar al señor Toomy. Está..., está asustado, eso es todo. Tiene miedo de ellos. Don miró furiosamente a su alrededor. —Si encuentro a ese bastardo, yo lo asustaré —dijo apretando los puños. En la oscuridad creciente, un sello brilló en uno de sus dedos—. Le haré desear haber nacido en una cueva de ratones. En ese momento, Nick entró al restaurante, seguido de Albert. Empujó a Rudy Warwick sin una palabra de disculpa y se arrodilló junto a Dinah. Su mirada brillante se fijó un instante en el mango del cuchillo y después pasó a la cara de la niña. —Hola, cariño —dijo alegremente, pero sus ojos se habían oscurecido—. Veo que te han acomodado. No te preocupes. Estarás bien en un tris. Dinah sonrió un poco. —¿Qué es un tris? —susurró. Al hablar le salió más sangre de la boca y Laurel vio que le manchaba los dientes. El estómago le dio un lento vuelco. —No lo sé, pero estoy seguro de que es algo agradable —contestó Nick—. Voy a volver tu cabeza a un lado. Quédate tan quieta como puedas. -Vale. Nick le movió la cabeza muy suavemente, hasta que su mejilla tocó la moqueta. —¿Duele? —Sí —murmuró Dinah—. Está caliente. Duele... respirar. Su voz susurrante había adquirido un timbre quebrado, ronco. Un delgado hilo de sangre brotó de su boca y empezó a acumularse sobre la alfombra, a menos de tres metros de donde se secaba la sangre de Craig Toomy. Se oyó el gemido de alta presión de los motores del avión. Don, Rudy y Albert se volvieron en su dirección. Nick no apartó la mirada de la niña. Habló suavemente. —¿Tienes ganas de toser, Dinah? —Sí..., no..., no lo sé. —Es mejor que no lo hagas —dijo—. Si sientes ese picor, trata de ignorarlo. Y no vuelvas a hablar, ¿vale? —No... No lastime... al señor Toomy. Sus palabras, aunque susurradas, transmitían un sentimiento de urgencia. —No, cariño, ni se me ocurriría. Créeme. —No... confío... en usted... Él se agachó, la besó en la mejilla y le susurró al oído: —Pero puedes confiar en mí. Por ahora, lo único que tienes que hacer es quedarte quieta y dejar que nosotros nos hagamos cargo de todo. —Y miró a Laurel—.No habrá intentado sacar el cuchillo, ¿verdad? —Yo... no. —Laurel tragó saliva. Tenía un bulto caliente y áspero en la garganta. Tragar no le sirvió de nada—. ¿Tendría que haberlo hecho? —Si lo hubiera hecho, no habría demasiadas posibilidades. ¿Tiene experiencia como enfermera? -No. —Muy bien, voy a decirle lo que debe hacer, pero primero necesito saber si la vista de sangre, de bastante sangre, va a hacer que se desmaye. Y necesito la verdad. —No he visto mucha sangre desde que mi hermana chocó contra una puerta y le saltaron dos dientes mientras jugábamos al escondite —dijo Laurel—. Pero entonces no me desmayé. —Bien, y tampoco va a desmayarse ahora. Señor Warwick, tráigame media docena de manteles de aquel bar que hay allí. —Sonriendo, se dirigió a la niña—: Dame uno o dos minutos, Dinah, y creo que te sentirás mucho mejor. El joven doctor Hopewell es muy amable con las damas, sobre todo con las que son jóvenes y bonitas. Laurel sintió un súbito y absurdo deseo de estirar la mano y tocar el pelo de Nick. «Pero ¿qué te pasa? ¡Probablemente esta niña esté muñéndose y tú te preguntas cómo será el pelo de este tipo! ¡Déjalo! ¿Hasta qué punto puedes ser estúpida? »Bueno, veamos... Lo bastante, estúpida como para haber atravesado el país con objeto de conocer a un hombre con quien trabaste amistad a través de las columnas personales de una de esas revistas de la "amistad". Lo bastante como para haber planeado acostarte con él si resultaba ser presentable, y no le olía mal el aliento, claro. »¡Oh! Déjalo, Laurel. ¡Basta! »Sí —aceptó otra voz en su cabeza—. Tienes toda la razón, es una locura estar pensando cosas como éstas en un momento así, y voy a dejarlo, pero me pregunto cómo será el joven doctor Hopewell en la cama. Me pregunto si será tierno o...» Laurel se estremeció, preguntándose si sería así como solía empezar el derrumbamiento nervioso. —Están cerca —dijo Dinah—. Realmente... —un acceso de tos la interrumpió, y entre sus labios apareció una gran burbuja de sangre, que estalló, manchando sus mejillas. Don Gaffney murmuró algo y se apartó. La niña acabó la frase—: tienen que apresurarse. La alegre sonrisa de Nick no se alteró. —Lo sé —dijo. 3 Craig atravesó corriendo la terminal, se apoyó en la barandilla de la escalera mecánica y bajó deprisa los helados escalones de metal, con el pánico rugiendo y latiendo en su cabeza como el océano en medio de una tormenta; ahogaba incluso aquel otro ruido, el incansable ruido chisporroteante y masticador de los lagolieros. Nadie lo vio irse. Corrió por el vestíbulo inferior hacia las puertas de salida y chocó contra ellas. Lo había olvidado todo, incluso el hecho de que las células fotoeléctricas de las puertas no funcionaban. Rebotó, sin aire, y cayó al suelo, jadeando como un pez atrapado en la red. Se quedó allí un momento, intentando recurrir a lo que le quedaba de pensamiento, y se descubrió contemplando su mano derecha. Era sólo una burbuja blanca en la creciente oscuridad, pero veía las manchas negras y sabía lo que eran: sangre de la niña. «Sólo que en realidad no era una niña. Parecía una niña, pero era el lagoliero jefe, y si ella desaparecía, los otros no podrían..., no podrían...» ¿Qué? ¿Encontrarlo? Sin embargo, todavía oía el devorador sonido de su avance; ese enloquecedor sonido de mandíbulas, como si en algún punto al este estuviera avanzando una tribu de inmensos insectos hambrientos. La cabeza le daba vueltas. ¡Oh, estaba tan confundido! Craig vio una puerta más pequeña que conducía al exterior, se levantó y se dirigió hacia allí. Pero se detuvo. Allí fuera había un camino, y sin duda el camino conducía a la ciudad de Bangor. ¿Y qué? Bangor no le interesaba; decididamente, Bangor no formaba parte de aquel fabuloso panorama. Era a Boston adonde tenía que ir. Si podía llegar allí, todo iría bien. ¿Y qué significaba eso? Su padre lo hubiera sabido. Significaba que tenía que dejar de huir y seguir con el programa. Su cerebro se aferró a esa idea como la víctima de un naufragio se aferra a un trozo de madera, a cualquier cosa que flote; aunque no sea más que la puerta de la letrina, es un tesoro que hay que guardar. Si pudiera llegar a Boston, toda esta experiencia sería... sería... —Dejada de lado —murmuró. Ante aquellas palabras, un brillante rayo de luz racional pareció atravesar la oscuridad interior de su cabeza, y una voz (podría haber sido la de su padre) exclamó: «¡Sí!» Pero ¿cómo iba a hacer eso? Boston estaba demasiado lejos como para ir andando, y los otros no lo dejarían regresar a bordo del único avión que todavía funcionaba. No después de lo que le había hecho a su mascota ciega. —Pero ellos no saben —susurró Craig—, no saben que les hice un favor, porque no saben lo que es ella. —Y asintió sabiamente. Sus ojos, enormes y húmedos en la oscuridad, lanzaban destellos. «Escóndete —le susurró la voz de su padre—. Escóndete en el avión.» «¡Sí! —agregó la voz de su madre—. ¡Escóndete! ¡Ésa es la contraseña, Craiggy-weggy! Y si lo haces, ni siquiera la necesitarás, ¿no?» Craig miró vacilante hacia la cinta transportadora de equipajes. Podía usarla para llegar a las pistas, pero ¿qué pasaría si habían dejado a alguien de guardia en el avión? Al piloto ni se le ocurría —una vez fuera de su cabina, el tipo era obviamente imbécil—, pero al inglés seguramente sí. Entonces, ¿qué tenía que hacer? Si la salida de la terminal hacia Bangor no servía, y el lado de las pistas de rodaje tampoco, ¿qué se suponía que tenía que hacer?, ¿adonde debía ir? Craig miró nervioso la escalera mecánica. Pronto empezarían a perseguirlo. Seguramente, el inglés conduciría la jauría, y allí estaba él, en medio del suelo, tan desprotegido como una bailarina de streap-tease que acaba de arrojar sus bragas a la audiencia. «Tengo que esconderme, al menos por un rato.» Había oído el ruido de los motores, pero eso no le preocupó; sabía un poco de aviones y comprendía que Engle no podía ir a ninguna parte mientras no hubiera cargado combustible. Y esa operación llevaría tiempo. No tenía que preocuparse por que se fueran sin él. No por ahora, al menos. «Escóndete, Craiggy-weggy. Eso es lo que tienes que hacer ahora. Tienes que esconderte antes de que empiecen a buscarte.» Se volvió lentamente en busca del mejor lugar, bizqueando en la creciente oscuridad. Y esta vez vio una placa, en una puerta situada entre el mostrador de Avis y el de la agencia de viajes Bangor: «Servicios del Aeropuerto.» Una placa que podía significar casi cualquier cosa. Craig se dirigió deprisa hacia la puerta, lanzando nerviosas miradas por encima del hombro, e intentó abrirla. Al igual que sucediera con la puerta de la Seguridad del Aeropuerto, el picaporte no giraba, pero se abrió al empujar. Craig lanzó una última mirada por encima del hombro, no vio a nadie y cerró la puerta tras de sí. Una oscuridad absoluta, completa, se lo tragó. Aquí dentro era tan ciego como la niña a la que había apuñalado. A Craig no le importaba. No tenía miedo a la oscuridad; en realidad, más bien le gustaba. A menos que estuvieras con una mujer, nadie esperaba que hicieses nada significativo en la oscuridad. En la oscuridad, el rendimiento dejaba de ser un factor. Y lo que era aún mejor, el sonido masticatorio de los lagolieros quedaba amortiguado. Craig avanzó lentamente con las manos estiradas y arrastrando los pies. Después de dar tres pasos, su muslo entró en contacto con un objeto duro que parecía el borde de un escritorio. Se echó hacia delante y se inclinó. Sí, era un escritorio. Dejó que sus manos lo recorrieran un momento, extrayendo consuelo de los elementos familiares a la América de cuello blanco: un bloc de papel, un dietario, el borde de un papel secante, una caja de clips y un juego de pluma y lápiz. Rodeó el escritorio y su cadera chocó con el brazo de un sillón. Craig se colocó entre la silla y el escritorio, y se sentó. Estar detrás de un escritorio lo hacía sentirse aún mejor.Lo hacía sentirse él mismo: tranquilo, bajo control. Buscó el cajón superior y lo abrió. Buscó dentro un arma, algo afilado. Casi inmediatamente, su mano tocó un abrecartas. Lo cogió, cerró el cajón y colocó el utensilio junto a su mano derecha, sobre el escritorio. Se quedó allí sentado un momento, escuchando las sacudidas de su ritmo cardíaco y el sonido apagado de los motores del jet. Después, volvió a tantear con delicadeza la superficie del escritorio hasta que encontró el montón de papeles. Cogió la hoja de encima y la atrajo hacia sí, pero no vio ni siquiera un resplandor blanco, pese a colocarla frente a sus ojos. «Está bien, muy bien, Craiggy-weggy. Quédate aquí en la oscuridad. Siéntate y espera el instante de moverte. Cuando llegue el momento...» «Yo te avisaré», concluyó ominosamente su padre. —De acuerdo —dijo Craig. Sus dedos se deslizaron sobre la hoja invisible, buscando el rincón superior derecho. Lo rasgó suavemente en un movimiento descendente. Rasss. La calma lo invadió como si fuera agua fresca y azul. Dejó caer la tira invisible sobre el escritorio invisible y llevó otra vez los dedos hacia el extremo superior de la hoja. Todo iba a salir bien. Perfectamente bien. Empezó a tararear con un susurro átono. —Llámame ángel... de la mañana, nena... Rasss. —Toca mi mejilla antes de irte... nena... Tranquilo ya, en paz, Craig se quedó allí sentado y esperó a que su padre le dijera lo que tenía que hacer a continuación, como había hecho tantas veces cuando era niño. 4 —Albert, escucha con atención —dijo Nick—. Tenemos que llevarla al avión, pero necesitamos una litera. A bordo no debe de haber ninguna, pero aquí sí. ¿Dónde? —¡Ostras, señor Hopewell! El capitán Engle lo sabría... —Pero el capitán Engle no está aquí —dijo pacientemente Nick—. Tendremos que arreglárnosla solos. Albert frunció el ceño y recordó el cartel que había visto en el nivel inferior. —¿Servicios del Aeropuerto? —preguntó—. ¿Le parece posible? —Claro que sí —dijo Nick—. ¿Dónde lo viste? —En el piso inferior. Cerca de los mostradores de alquiler de coches. —Vale —dijo Nick—. Lo haremos así. Te nombro a ti y al señor Gaffney exploradores. Señor Gaffney, sugiero que busque en la repisa que hay detrás del mostrador. Supongo que encontrará algunos cuchillos afilados. Estoy seguro de que allí es donde encontró el suyo nuestro desagradable compañero. Coja uno para usted y otro para Albert. Sin decir palabra, Don pasó al otro lado de la barra. Rudy Warwick regresó del bar El Barón Rojo cargado de manteles a cuadros rojos y blancos. —Lamento muchísimo... —comenzó de nuevo, pero Nick lo interrumpió. El inglés seguía mirando a Albert, y su cara era sólo un círculo blanco encima de las sombras más intensas del pequeño cuerpo de Dinah. La oscuridad era casi total. —No creo que encuentres al señor Toomy. Supongo que salió de aquí sin armas, llevado por el pánico. Imagino que a estas alturas ha encontrado un escondite o ha abandonado la terminal. Si lo ves, te recomiendo enérgicamente que no te metas con él a menos que te obligue. —Y, volviendo la cabeza para mirar a Don, que regresaba con un par de cuchillos de carnicero, continuó—: No pierdan de vista las prioridades. Su misión no es volver a capturar al señor Toomy y traerlo ante el tribunal. Su trabajo es conseguir una camilla y traerla lo más rápido que puedan. Tenemos que salir de aquí. Don ofreció a Albert uno de los cuchillos, pero Albert meneó la cabeza y miró a Rudy Warwick. —¿Podría darme uno de esos manteles? Don lo miró como si se hubiera vuelto loco. —¿Un mantel? ¿Para qué diablos lo quiere? —Se lo mostraré. Albert estaba arrodillado junto a Dinah. Se puso de pie y pasó detrás de la barra. Miró a su alrededor, sin saber exactamente qué buscaba, pero seguro de que lo sabría en cuanto lo viera. Y lo supo. En un rincón de la barra había una vieja tostadora. La cogió, la desenchufó de la red y enrolló el cable mientras regresaba donde estaban los demás. Cogió uno de los manteles, lo desplegó y colocó la tostadora en una punta. Después lo retorció dos veces, envolviendo la tostadora como un regalo de navidad. Hizo unos nudos en cada una de las puntas para formar un bolsillo. Cuando cogió el extremo suelto del mantel y él se levantó, la tostadora se había convertido en una piedra colocada en un tirador improvisado. —Cuando era niño, solíamos jugar a Indiana Jones —dijo Albert en tono de disculpa—. Yo hacía algo parecido a esto y fingía que era mi látigo. Una vez casi le rompo el brazo a mi hermano David. Metí la plomada de una persiana en una manta que encontré en el garaje. Era una barbaridad, pero yo no tenía ni idea de lo duro que se podía pegar con eso. Se convirtió en un arma terrible. Supongo que parece estúpido, pero funciona bien. Al menos, siempre funcionó. Nick miró dudoso el arma improvisada de Albert, pero no dijo nada. Si una tostadora envuelta en un mantel daba confianza a Albert para desplazarse en la oscuridad, no sería él quien pusiera pegas. —Vale, está bien. Ahora encuentren una camilla y tráiganla. Si no hay en la oficina de Servicios, prueben en otra parte. Si dentro de quince minutos no han encontrado nada..., no, mejor diez..., regresen y la llevaremos nosotros. —¡No puede hacer eso! —dijo suavemente Laurel—. Si hay hemorragia interna... Nick la miró. —Ya hay hemorragia interna. Y diez minutos son todo el tiempo de que disponemos. Laurel abrió la boca para contestar, para discutir, pero la interrumpió el áspero susurro de Dinah: —Tiene razón. Don metió la hoja del cuchillo en su cinturón. —Vamos, hijo —dijo—. Hay lugares adonde ir y cosas que hay que hacer. Atravesaron juntos la terminal y empezaron a bajar a la primera planta. Albert enrolló el extremo del mantel en torno a su mano. 5 Nick volcó su atención en la niña. —¿Cómo te encuentras, pequeña? —Duele mucho —respondió débilmente Dinah. —Sí, claro que sí —dijo Nick—. Y me temo que lo que voy a hacer te va a doler mucho más, al menos durante unos segundos. Pero el cuchillo está en tus pulmones y tiene que salir. Lo sabes, ¿no? —Sí —contestó, y lo miró con sus oscuros ojos ciegos—. Estoy asustada. —Yo también, Dinah. Yo también. Pero hay que hacerlo. ¿Estás dispuesta? —Sí. —Buena chica. —Nick se inclinó y le dio un suave beso en la mejilla—. Eres una chica buena y valiente. No llevará mucho tiempo, te lo prometo. Dinah, quiero que te quedes lo más quieta que puedas y que procures no toser. ¿Me comprendes? Es muy importante. Procura no toser. —Lo intentaré. —Habrá unos instantes en los que sentirás que no puedes respirar. Tal vez notes que te desinflas, como si fueras un neumático. Es una sensación terrible, cariño, y tal vez quieras moverte o gritar. No debes hacerlo. Y sobre todo no debes toser. Dinah dijo algo que nadie entendió. Nick tragó saliva, se secó el sudor de la frente con un gesto rápido y se volvió hacia Laurel. —Doble dos de esos manteles como si fueran compresas cuadradas. Lo más gruesos que pueda. Arrodíllese a mi lado. Lo más cerca posible. Wanvick, saqúese el cinturón. Rudy empezó a obedecer de inmediato. Nick miró a Laurel, y una vez más ella quedó sorprendida —y esta vez agradablemente— por la fuerza de su mirada. —Voy a coger el mango del cuchillo y a sacarlo. Si no está atascado en una de las costillas, y no lo creo por la posición en que está, la hoja tiene que salir con un solo tirón lento y continuado. En cuanto salga, me apartaré y le dejaré acceso a la zona del pecho. Coloque uno de los apositos sobre la herida y apriete. Apriete fuerte. No tiene que preocuparse por lastimarla o por apretar tanto que no le permita respirar. Tiene por lo menos una perforación en el pulmón y apuesto a que hay dos. Eso es lo que debe preocuparnos. ¿Me entiende? —Sí. —Cuando haya colocado el aposito, la levantaré en sentido opuesto al de la presión que esté ejerciendo usted. El señor Warwick colocará el otro aposito por debajo de ella si vemos sangre en la espaldadel vestido. Después sujetaremos las compresas con el cinturón del señor Warwick. Cuando se lo pida —dijo, mirando a Rudy—, démelo, amigo. No me haga pedirlo dos veces. —Tranquilo. —¿Ve lo bastante para hacerlo, Nick? —preguntó Laurel. —Creo que sí —contestó Nick—. Espero que sí. —Y volvió a mirar a Dinah—. ¿Lista? Dinah murmuró algo. —Vale —dijo Nick. Respiró a fondo y soltó el aire—. ¡Que Dios me ayude! Rodeó el mango del cuchillo con sus delgadas manos de largos dedos, como un hombre cogiendo un bate de béisbol. Tiró. Dinah chilló. De su boca salió una gran bocanada de sangre. Laurel estaba echada hacia delante, tensa, y de pronto su cara quedó cubierta por la sangre de Dinah. Retrocedió. —¡No! —le espetó Nick sin levantar la mirada—. ¡No se atreva a fallarme! ¡No se atreva! Laurel volvió a echarse hacia delante, presa de arcadas y estremecimientos. La hoja, un triángulo plateado en la tiniebla profunda, salió del pecho de Dinah y centelleó en el aire. El pecho de la niña se levantó, y se oyó un agudo y escalofriante silbido cuando la herida volvió hacia dentro. —¡Ahora! —gruñó Nick—. ¡Apriete! ¡Lo más fuerte que pueda! Laurel se echó hacia delante. Durante un segundo vio salir la sangre del agujero del pecho y después cubrió la herida. El aposito se puso caliente y húmedo casi de inmediato. —¡Más fuerte! —rugió Nick—. ¡Apriete más fuerte! ¡Séllela! ¡Selle la herida! Laurel comprendió lo que quería decir la gente cuando hablaba de estar totalmente desarticulada, porque se sentía al borde de ello. —¡No puedo! ¡Le romperé las costillas si...! —¡A la mierda las costillas! ¡Tiene que hacer un sello! Laurel se balanceó y apoyó todo su peso sobre las manos. Sentía un líquido que fluía lentamente entre sus dedos, aunque el aposito era muy grueso. El inglés tiró a un lado el cuchillo y se echó hacia delante, casi tocando la cara de Dinah con la suya. La niña tenía los ojos cerrados. Levantó uno de los párpados. —Creo que por fin se ha desmayado —dijo—. No lo sé seguro, porque sus ojos son muy extraños, pero espero que sea así. —Y sacudió la cabeza para apartar el pelo que había caído sobre su frente. Miró a Laurel—, Lo está haciendo bien. Siga, ¿quiere? Ahora voy a darle la vuelta. Mantenga la presión. —¡Hay tanta sangre! —gimió Laurel—. ¿Se ahogará? —No lo sé. Mantenga la presión. ¿Listo, señor Warwick? —¡Dios, espero que sí! —graznó Rudy Warwick. —Vale, allá vamos. —Nick deslizó las manos bajo el omóplato derecho de Dinah e hizo una mueca—. Es peor de lo que pensé —murmuró—. Mucho peor. Está empapada. Empezó a levantar lentamente a Dinah, oponiéndose a la presión que hacía Laurel. Dinah emito un gemido espeso, quebrado. De su boca salió una bocanada de sangre medio coagulada que se dispersó en el suelo, y de pronto, Laurel oyó que un río de sangre caía sobre la moqueta, debajo de la niña. Súbitamente, el mundo empezó a temblar y a alejarse. —¡Mantenga la presión! —gritó Nick—. ¡No afloje! Pero ella estaba desvaneciéndose. Lo que provocó su acto siguiente fue la intuición de lo que pensaría Nick Hopewell de ella si se desmayaba. Sacó la lengua, como un niño haciendo muecas, y se la mordió lo más fuerte que pudo. El dolor era brillante y exquisito, y su boca se llenó enseguida con el sabor salado de su propia sangre, pero superó aquella sensación de que el mundo se alejaba de ella como si fuera un enorme pez holgazán en un acuario. Estaba allí otra vez. Se oyó un gritó de dolor y sorpresa que venía de abajo. A continuación, otro grito ronco. Inmediatamente después, un aullido alto y penetrante. Rudy y Laurel se volvieron en aquella dirección. —¡El chico! —exclamó Rudy—. ¡Él y Gaffney! Han... —Han encontrado al señor Toomy —dijo Nick. Su cara era una máscara de tensión. Los tendones de su cuello destacaban como cuerdas de acero—. Esperemos que... —De abajo llegó un golpe sordo seguido de un horrible aullido de agonía. Después, una serie de golpes amortiguados—. Esperemos que estén controlando la situación. Ahora no podemos hacer nada. Si nos detenemos, esta niña morirá con toda seguridad. —¡Pero parecía el chico! —No lo podemos evitar, ¿no cree? Pase el aposito por debajo Warwick. Hágalo ya o le doy una patada en el culo. 6 Don bajó las escaleras en cabeza y se detuvo un instante abajo, revolviendo en sus bolsillos. Sacó un objeto cuadrado que resplandecía levemente en la oscuridad. —Mi Zippo —dijo—. ¿Crees que seguirá funcionando? —No lo sé —contestó Albert—. Tal vez durante un rato. Será mejor que no lo pruebe hasta que no sea necesario. Espero que funcione. Sin eso no podremos hacer nada. —¿Dónde están las oficinas de servicios? Albert señaló la puerta que unos minutos antes había atravesado Craig Toomy. -Allí. —¿Crees que estará abierta? —Bueno —dijo Albert—, sólo hay una manera de saberlo. Atravesaron la terminal, con Don siempre en cabeza, llevando el encendedor en la mano derecha. 7 Craig los oyó llegar. Sin duda, más sirvientes de los lagolieros. Pero no le preocupaba. Se había hecho cargo de la cosa disfrazada de niña y haría lo mismo con éstos. Apretó el abrecartas, se puso en pie y rodeó el escritorio. —¿Crees que estará abierta? —Bueno, sólo hay una manera de saberlo. «Bueno, algo van a encontrar, de todos modos», pensó Craig. Tocó la pared junto a la puerta. Estaba cubierta de estantes llenos de papel. Se estiró y tocó los goznes. Estupendo. Al abrirse, la puerta lo ocultaría, aunque no era probable que lo vieran, claro. Aquello estaba más oscuro que el culo de un elefante. Levantó el abrecartas a la altura del hombro. —El picaporte no se mueve. Craig se relajó, pero sólo un momento. —Inténtelo empujando. Ése era otra vez el chico listo. La puerta empezó a abrirse. 8 Don entró, parpadeando en las tinieblas. Empujó con el pulgar la tapa del encendedor, la levantó y le dio a la ruedecilla. Se vio una chispa, y la mecha se encendió enseguida, produciendo una llama baja. Vieron lo que parecía una mezcla de oficina y almacén. En un rincón había unas maletas, y en otro una máquina Xerox. La pared más alejada estaba cubierta de estantes, llenos de lo que parecían formularios de distintas clases. Don penetró más en la oficina, levantando el encendedor como un espeleólogo enarbolando una goteante lámpara de petróleo en el interior de una cueva. Señaló la pared de la derecha. —¡Eh, chico! ¡As! ¡Mira! Había un póster en la pared que mostraba un tipo borracho con traje de ejecutivo, saliendo de un bar y mirando el reloj. «El trabajo es la maldición de la clase bebedora», rezaba el póster. Junto a él había colgada una caja de plástico blanca con una gran cruz roja; y abajo, apoyada en la pared, una camilla plegada de las que tienen ruedas. Sin embargo, Albert no miraba el póster, ni el botiquín de primeros auxilios, ni siquiera la camilla. Sus ojos estaban clavados en el escritorio que había en el centro del cuarto. Sobre el escritorio vio un montón de tiras de papel. —¡Cuidado! —gritó—. ¡Cuidado, está aq...! Craig Toomy salió de detrás de la puerta y descargó el golpe. 9 —Cinturón —dijo Nick. Rudy no se movió ni contestó. Tenía la cabeza vuelta hacia la puerta del restaurante. Los ruidos de abajo habían cesado. Sólo se oía el sonido de dientes y el ronroneo regular, tembloroso, de los motores en la oscuridad exterior. Nick dio una patada hacia atrás, como una muía, golpeando la espinilla de Rudy. —¡Ay! —¡Cinturón! ¡Ahora! Rudy se dejó caer torpemente de rodillas y se acercó a Nick, que tenía a Dinah levantada con una mano mientras con la otra apretaba un segundo aposito contra su espalda. —Páselo por debajo del aposito —dijo Nick. Jadeaba, y el sudor le corría abundante por la cara—. ¡Rápido! ¡No puedo seguir sosteniéndola eternamente! Rudy pasó el cinturón por debajo del aposito. Nick bajó a Dinah, pasó la mano al otro lado del pequeño cuerpo y levantó su hombro izquierdo para sacar el cinturón por el otro lado. Después, lo ató sobre su pecho y apretó.Puso el extremo suelto del cinturón en la mano de Laurel. —Mantenga la presión —dijo, poniéndose de pie—. No se puede usar la hebilla, es demasiado pequeña. —¿Va a bajar? —preguntó Laurel. —Sí, parece lo indicado. —Tenga cuidado. Tenga cuidado, por favor. Él le sonrió, y todos aquellos dientes blancos brillando de pronto en las tinieblas resultaban sorprendentes, pero no atemorizadores. Más bien todo lo contrario. —Naturalmente. Así sobrevivo —dijo, inclinándose y apretándole un hombro. Su mano era cálida, y al tocar a la muchacha, ella sintió que un leve estremecimiento le recorría todo el cuerpo—. Lo hizo muy bien, Laurel. Gracias. Empezó a volverse, pero en ese momento una pequeña mano se levantó y agarró la pernera de sus téjanos. Miró hacia abajo y vio que los ojos ciegos de Dinah estaban abiertos otra vez. —No... —empezó a decir, pero de pronto la sacudió un estornudo sofocado. De su nariz salieron diminutas gotas de sangre. —Dinah, no debes... —No... lo mate —dijo la niña, y hasta en la oscuridad Laurel percibió el colosal esfuerzo que estaba haciendo para hablar. Nick la miró pensativo. —El cabrón te apuñaló, ¿sabes? ¿Por qué insistes tanto en mantenerlo entero? El pequeño pecho luchó contra el cinturón. El aposito lleno de sangre se levantó. Luchó y se las arregló para decir una cosa más. Todos la oyeron; Dinah se esforzó enormemente en hablar con claridad. —Lo único... que sé... es que lo necesitamos —susurró, y sus ojos volvieron a cerrarse. 10 Craig hundió profundamente el abrecartas en la nuca de Don Gaffney. Don chilló y dejó caer el encendedor, que aterrizó en el suelo y se quedó allí, con una llama vacilante. Cuando vio que Craig se abalanzaba sobre Don, Albert se volvió sorprendido. Ahora, Don se tambaleaba en dirección al escritorio y movía débilmente las manos, buscando el objeto que sobresalía de su nuca. Craig cogió el abrecartas con una mano y apoyó la otra contra la espalda de Don. Mientras tiraba y empujaba simultáneamente, Albert escuchó el ruido que hace un hombre hambriento al sacar un muslo de pavo bien asado. Don volvió a gritar, esta vez más fuerte, y cayó sobre el escritorio con los brazos estirados; una bandeja y el montón de formularios para equipajes perdidos que Craig había estado rasgando cayeron al suelo. Craig se volvió hacia Albert, dispersando una lluvia de gotas de sangre que había en la hoja del abrecartas. —Tú también eres uno de ellos —susurró—. Bueno, a la mierda. Voy a Boston y no puedes detenerme. Nadie puede detenerme. En ese momento, el encendedor se apagó y quedaron en la oscuridad. Albert dio un paso atrás y sintió ante su cara una cálida ráfaga de aire cuando Craig atacó con el abrecartas el lugar que él ocupaba un segundo antes. Tanteó detrás de él, temeroso de meterse en un rincón donde Craig pudiera usar su cuchillo (a la débil luz del Zippo, le había parecido un cuchillo) para atacarlo, y donde su arma resultaría inútil además de estúpida. Sus dedos encontraron el vacío y retrocedió, atravesando la puerta en dirección al vestíbulo. No se sentía nada sereno; no se sentía como el judío más rápido de ninguna orilla del Mississippi; no se sentía más rápido que los relámpagos azules. Se sentía como un chico asustado que había elegido estúpidamente un arma de juguete en lugar de un arma real, porque era incapaz de creer —de creer realmente— que las cosas llegarían a ese punto, pese a lo que el lunático le había hecho a la niña. Percibía su olor. Hasta en ese aire muerto percibía su olor. Era el rancio olor del miedo. Craig se deslizó por la puerta con el abrecartas en la mano levantada. Se movía en la oscuridad como una sombra danzante. —Te veo, hijito —susurró—. Te veo como si fuera un gato. Empezó a avanzar. Albert retrocedió y al mismo tiempo empezó a balancear la tostadora atrás y adelante, advirtiendo que sólo tendría una oportunidad antes de que Toomy se le echara encima y le clavara la hoja en la garganta o el pecho. «Y si la tostadora se sale del maldito bolsillo antes de golpearlo, estoy frito.» 11 Craig se acercó, balanceando la parte superior de su cuerpo como una víbora saliendo de una cesta. Una sonrisilla ausente levantaba las comisuras de su boca, formando sendos hoyuelos. «Muy bien —dijo ominosamente su padre, desde su eterna fortaleza en el interior de la cabeza de Craig—. Si tienes que matarlos de uno en uno, hazlo. EER, Craig, ¿recuerdas? EER. El Esfuerzo es Rentable.» «Está bien, Craiggy-weggy —canturreó su madre—. Puedes y debes hacerlo.» —Lo siento —murmuró Craig a través de su sonrisa al chico pálido—. Lo siento muchísimo pero tengo que hacerlo. Si pudieras ver las cosas desde mi punto de vista, lo comprenderías. 12 Albert lanzó una rápida mirada a sus espaldas y vio que retrocedía hacia el mostrador de la United Airlines. Si retrocedía mucho más, el movimiento de su arma se vería interrumpido. Tenía que actuar con rapidez. Empezó a balancear más velozmente la tostadora, sujetando el mantel con su mano sudorosa. Craig percibió el movimiento en la oscuridad, pero no lograba ver qué era lo que balanceaba el muchacho. No importaba. No podía permitir que importara. Reunió sus fuerzas y dio un salto adelante. —¡Voy a Boston! —chilló—. ¡Voy a Bo...! Los ojos de Albert iban adaptándose a la oscuridad y vieron el movimiento de Craig. La tostadora estaba en la parte posterior de su parábola. En lugar de doblar la muñeca para echarla hacia delante, se dejó llevar por su peso y levantó el brazo en un exagerado gesto de lanzamiento. Al mismo tiempo, dio un paso a la izquierda. Al estar el peso en el extremo del mantel, el objeto describió un círculo breve en el aire, firmemente adherido al bolsillo por la fuerza centrípeta. Craig colaboró dando un paso adelante y poniéndose en el camino de descenso de la tostadora, que cayó sobre su frente y el puente de su nariz con un sonido duro y átono. Craig lanzó un alarido de agonía y dejó caer el abrecartas. Se llevó las manos a la cara y retrocedió a trompicones. La sangre que brotaba de su nariz rota manaba entre sus dedos como el agua de una bomba rota. Albert estaba aterrorizado por lo que había hecho, pero todavía le aterrorizaba más abandonar, ahora que Toomy estaba herido. Dio otro paso a la izquierda y balanceó el mantel hacia un costado, golpeando a Craig en el centro del pecho. El hombre cayó hacia atrás sin dejar de gritar. Albert As Kaussner tenía una sola idea en la cabeza; lo demás era un vértigo vacilante y fragmentario de color, imagen y emoción. «Tengo que lograr que deje de moverse, porque si no me matará. Tengo que lograr que deje de moverse, porque si no me matará. Tengo que...» Por lo menos, Toomy había arrojado el arma, que centelleaba en la moqueta del vestíbulo. Albert la pisó y volvió a descargar la tostadora. Al bajar ésta, dobló la cintura como un anticuado mayordomo saludando a un miembro de la familia real. El bulto envuelto en el mantel cayó sobre la boca abierta de Craig Toomy. Se escuchó un ruido como el de un vidrio roto dentro de un pañuelo. «¡Dios! —pensó Albert—. Ésos fueron sus dientes.» Craig se retorció en el suelo. Mirarlo era terrible, y quizá más terrible aún por la falta de luz. En su horrible vitalidad había algo monstruoso, invencible, de insecto. Una de sus manos atrapó un mocasín de Albert. Lanzando un grito de asco, Albert apartó el pie del abrecartas y Craig trató de cogerlo. Su nariz, entre ambos ojos, era un bulto sanguinolento. Apenas podía ver a Albert; su visión estaba inmersa en una gran aureola de luz blanca. En su cabeza sonaba una nota alta e insistente, como la música de una carta de ajuste a todo volumen. Ya no tenía posibilidad de hacer ningún daño, pero Albert no lo sabía. Aterrorizado, volvió a golpear la cabeza de Craig con la tostadora. Se escuchó un ruido metálico cuando las piezas del interior se soltaron. Craig dejó de moverse. Albert se quedó en pie, luchando por respirar, con el pesado mantel colgandode una mano. Después, dio dos largos pasos vacilantes en dirección a la escalera, se inclinó y vomitó en el suelo. 13 Cuando retiró la pantalla de plástico negro que cubría la terminal del vídeo del 767, Brian se persignó, casi convencido de que estaría vacía. La miró atentamente y dejó escapar un suspiro de alivio. ÚLTIMO PROGRAMA COMPLETO Informó la pantalla en frías letras verdes, y debajo: NUEVO PROGRAMA0 S N Brian oprimió S, y luego tecleó: INVIERTE AP 29: LAX/LOGAN La pantalla quedó un momento a oscuras. Después apareció el siguiente mensaje: INCLUYO INVERSIÓN EN PROGRAMA AP 290 SN Brian volvió a marcar la S. COMPUTANDO INVERSIÓN Le informó la pantalla, y menos de cinco segundos más tarde: PROGRAMA CONCLUIDO —¿Capitán Engle? Se volvió. En la puerta de la cabina estaba Bethany. Tenía el rostro pálido y demacrado. —En este momento estoy algo ocupado, Bethany. —¿Por qué no han vuelto? —No lo sé. —Le pregunté a Bob..., al señor Jenkins, si veía algún movimiento en el interior de la terminal y dijo que no. ¿Qué pasa si están todos muertos? —Estoy seguro de que no es así. Si te hace sentir mejor, ¿por qué no te reúnes con él al pie de la escalerilla? Todavía tengo trabajo aquí. «Al menos eso espero», pensó. —¿Está asustado? —preguntó ella. —Sí, claro que sí. La chica sonrió un poco. —En cierta forma me alegro. Es muy feo tener miedo sola, te sientes enloquecer. Ahora lo dejaré solo. —Gracias. Estoy seguro de que pronto saldrán. La chica se fue. Brian se volvió hacia el monitor y escribió: ¿HAY PROBLEMAS CON ESTE PROGRAMA? Oprimió un botón. NINGÚN PROBLEMA. GRACIAS POR VOLAR EN AMERICAN PRIDE. —No tienes por qué darlas, desde luego —murmuró Brian, y se limpió la frente con la manga. «Y ahora —pensó—, veamos si el combustible arde.» 14 Bob oyó pasos en la escalerilla y se volvió rápidamente. Era Bethany, que bajaba con lentitud y cautela, pero de todos modos estaba alterado. El ruido que venía del este aumentaba cada vez más. Cada vez estaba más cerca. —Hola, Bethany. ¿Puedo pedirte otro cigarrillo? La chica le tendió el paquete casi vacío y después cogió uno para ella. Había metido la carterita de cerillas experimentales de Albert en el envoltorio de celofán del paquete, y cuando probó una se encendió con facilidad. —¿Hay señales de ellos? —Bueno, supongo que eso depende de a qué llamas «señales» —dijo cautelosamente Bob—. Antes de bajar, me pareció oír unos gritos. Lo que había oído eran alaridos, chillidos, para ser más precisos, pero no veía razón para decirle eso a la chica. Parecía tan asustada como el propio Bob, y se le había ocurrido que le había tomado simpatía a Albert. —Espero que Dinah se ponga bien —dijo ella—, pero no lo sé. La herida es muy grave. —¿Viste al capitán? Bethany asintió. —Casi me echó. Supongo que está programando sus instrumentos o algo así. Bob Jenkins asintió escuetamente. —Eso espero. La conversación decayó. Ambos miraron hacia el este. Un ruido nuevo y todavía más abominable se había agregado al ruido de masticación: un alarido agudo, inanimado. Era un sonido extrañamente mecánico que hacía pensar a Bob en una transmisión automática con poca electricidad. —Ahora está mucho más cerca, ¿no? Bob asintió, reacio. Aspiró su cigarrillo y la brasa iluminó momentáneamente un par de ojos fatigados y aterrorizados. —¿Qué cree que es, señor Jenkins? Él meneó lentamente la cabeza. —Querida niña, espero que nunca tengamos que averiguarlo. 15 Al llegar a la mitad de la escalera, Nick vio una figura inclinada ante la línea de teléfonos públicos inutilizables. Imposible saber si era Albert o Craig Toomy. El inglés metió la mano en su bolsillo derecho, apretándolo con la mano izquierda para evitar el tintineo de monedas, y eligió al tacto un par de monedas de cuarto de dólar. Apretó la mano derecha y deslizó las monedas entre los dedos, improvisando una especie de manopla. Después, continuó bajando hacia el vestíbulo. Cuando Nick se aproximó, la figura que estaba junto a los teléfonos se incorporó. Era Albert. —No pise el vómito —dijo con voz neutra. Nick guardó las monedas en el bolsillo y se dirigió con rapidez hacia donde estaba el muchacho con las manos apoyadas en las rodillas, como un viejo que hubiera sobreestimado su capacidad para hacer ejercicio. Percibía el olor intenso y agrio del vómito. Eso y el sudor provocado por el miedo que despedía el chico eran olores a los que estaba acostumbrado. Los había olido en las Falkland y, más íntimamente, en el norte de Irlanda. Pasó el brazo izquierdo en torno a los hombros de Albert, que se enderezó despacio. —¿Dónde están, As? —preguntó serenamente Nick—. ¿Dónde están Gaffney y Toomy? —El señor Toomy está allí. —Y señaló una forma derrumbada en el suelo—. El señor Gaffney está en la oficina de Servicios del Aeropuerto. Creo que están los dos muertos. El señor Toomy estaba en la oficina, supongo que detrás de la puerta. Mató al señor Gaffney porque entró en primer lugar. Si yo hubiera entrado primero, me hubiera matado a mí. —Albert tragó saliva y continuó—: Entonces, maté al señor Toomy. Tenía que hacerlo. Me siguió, ¿comprende? Encontró otro cuchillo en alguna parte y me siguió. Hablaba en un tono que podía confundirse con indiferencia, pero Nick sabía que no era eso. Y tampoco era indiferencia lo que veía en la blanca bruma del rostro de Albert. —¿Puedes controlarte, As? —preguntó Nick. —No lo sé. Nunca maté a nadie antes y... —Albert emitió un sollozo estrangulado de espanto. —Lo sé —dijo Nick—. Es una cosa horrible, pero se puede superar. Lo sé. Y debes superarlo, As. Tenemos que recorrer mucho camino antes de dormir y no hay tiempo para hacer terapia. El ruido es más intenso. Dejó a Albert y se acercó a la forma que yacía en el suelo. Craig Toomy estaba echado de lado con un brazo alzado que le tapaba parcialmente la cara. Nick lo puso de espaldas y lanzó un débil silbido. Toomy seguía vivo —escuchaba el ruido áspero de su respiración—, pero esta vez Nick estaba dispuesto a apostar su cuenta bancaria a que no fingía. No era que su nariz estuviese fracturada, sino que parecía haberse evaporado. La boca era un agujero sanguinolento orlado por los temblorosos restos de los dientes. Y la hendidura profunda en el centro de la frente sugería que Albert había dado unos retoques creativos en el cráneo del tipo. —¿Hizo todo esto con una tostadora? —musitó Nick—. ¡Jesús, María y José! Se incorporó y levantó la voz. —No está muerto, As. Cuando Nick lo dejó, Albert había vuelto a inclinarse. Ahora se enderezó lentamente y dio un paso hacia él. —¿No lo está? —Escucha tú mismo. Está inconsciente, pero no fuera de combate. «Aunque no por mucho tiempo; al menos, por el ruido creo que no.» —Busquemos al señor Gaffney, tal vez él también tuvo suerte. ¿Y que hay de la camilla? —¿Eh? —dijo Albert, como si Nick le hubiera hablado en una lengua extraña. —La camilla —repitió pacientemente Nick mientras se dirigían hacia la oficina. —La encontramos —dijo Albert. —¿De veras? ¡Estupendo! Albert se detuvo nada más cruzar la puerta. —Espere un minuto —murmuró, y se agachó para buscar en el suelo el mechero de Gaffney. Lo encontró enseguida. Seguía caliente. Volvió a incorporarse—. Creo que el señor Gaffney está al otro lado del escritorio. Dieron la vuelta, pasando por encima de los papeles y de la bandeja. Albert levantó el mechero e hizo girar la ruedecilla. Al quinto intento, la mecha se encendió y ardió débilmente durante tres o cuatro segundos. Fue suficiente. Nick había visto bastante con las chispas anteriores a la llama, pero no había querido decírselo a Albert. Don Gaffney yacía boca arriba con los ojos abiertos y una expresión de profunda sorpresa fijada en la cara. Al fin y al cabo, no había tenido suerte. Ni un poquito. —¿Cómo fue que Toomy no te hirió a ti también? —preguntó Nick un momento después. —Sabía que estaba aquí dentro —dijo Albert—.Incluso antes de que hiriera al señor Gaffney, lo sabía. Su voz seguía seca y temblorosa, pero se sentía algo mejor. Ahora que había mirado de frente al pobre señor Gaffney, a la cara, por así decirlo, se sentía algo mejor. —¿Lo oíste? —No, vi esas cosas sobre el escritorio —respondió señalando el pequeño montón de tiras de papel. —Tuviste suerte —dijo Nick, apoyando la mano sobre el hombro de Albert en la oscuridad—. Mereces estar vivo, colega. Te lo ganaste a pulso, ¿lo entiendes? —Lo intentaré —dijo Albert. —Hazlo, hijo. Te ahorrará un montón de pesadillas. Estás mirando a un hombre que lo sabe. Albert asintió. —Mantén el control, As. Ésa es la cuestión. Mantén el control y estarás perfectamente. —¿Señor Hopewell? —¿Sí?. —¿Le importaría no llamarme así? Yo... —le falló la voz y se aclaró violentamente la garganta—. Creo que ya no me gusta. 16 Treinta segundos más tarde salieron de la oscura cueva en que se había convertido la oficina. Nick llevaba la camilla. Cuando llegaron a la hilera de teléfonos, Nick le pasó la camilla a Albert, que la cogió sin decir nada. El mantel estaba en el suelo, a pocos pasos de Toomy, que ahora roncaba con grandes inspiraciones arrítmicas. Había poco tiempo, muy poco tiempo, pero Nick tenía que ver eso. Tenía que verlo. Cogió el mantel y sacó la tostadora. Una de las piezas calefactoras estaba atrapada en la ranura para el pan; la otra cayó al suelo. También cayeron el reloj y la palanca que servía para hacer bajar el pan. Uno de los extremos de la tostadora estaba hundido. El lado izquierdo estaba abollado formando una profunda hendidura circular. «Ésta es la parte que chocó con el morro del amigo Toomy —pensó Nick—. Sorprendente.» Sacudió la tostadora y escuchó el ruido de las partes rotas en el interior. —Una tostadora —se maravilló—. Albert, tengo amigos, amigos profesionales, que no se lo creerían. Apenas lo creo yo. Quiero decir que, al fin y al cabo, es una tostadora. Albert había vuelto la cabeza. —Tírela —dijo roncamente—. No quiero mirarla. Nick obedeció y le dio unas palmadas en el hombro. —Lleva la camilla arriba. Enseguida me reuniré contigo. —¿Qué va a hacer? —Quiero ver si en esa oficina hay alguna otra cosa útil. Albert lo miró un instante, pero no logró distinguir sus rasgos en la oscuridad. Por último dijo: —No le creo. —No tienes por qué hacerlo —dijo Nick con voz curiosamente suave— Ve, As, quiero decir, Albert. Enseguida me reuniré con vosotros. Y recuerda lo que dije: no mires atrás. Albert lo observó un momento más y después empezó a subir por la escalera, con la cabeza gacha y la camilla colgando de su mano como una maleta. No miró atrás. 17 Nick esperó hasta que el chico desapareció en la penumbra. Después se acercó a donde yacía Craig Toomy y se agachó a su lado. Toomy seguía inconsciente, pero su respiración parecía algo más regular. Nick supuso que no era imposible que con una o dos semanas de tratamiento asiduo en un hospital, Toomy se recuperara. Al menos había demostrado una cosa: tenía una cabeza increíblemente dura. «Lástima que los sesos que hay debajo estén reblandecidos, colega», pensó. Se estiró con la intención de poner una mano sobre la boca de Toomy y la otra encima de la nariz, o de lo que quedaba de ella. Tardaría menos de un minuto, y ya no tendrían que volver a preocuparse por el señor Craig Toomy. Los demás hubieran retrocedido horrorizados ante semejante acto, lo hubieran llamado asesinato a sangre fría, pero Nick lo veía nada más y nada menos que como una póliza de seguros. Una vez, Toomy había emergido de lo que parecía una inconsciencia total y ahora uno de ellos estaba muerto y había otra mal herida, tal vez mortalmente herida. No tenía sentido correr el mismo riesgo otra vez. Y había otra cosa. Si dejaba vivo a Toomy, ¿qué sería exactamente lo que le esperaría? ¿Una existencia breve, acosada, en un mundo muerto? ¿La posibilidad de respirar aire muerto bajo un cielo inmóvil que parecían haber abandonado todos los fenómenos meteorológicos? ¿Una oportunidad de conocer lo que se aproximaba desde el este, haciendo un ruido como el de una colonia de gigantescas hormigas merodeadoras? No. Lo mejor era ayudarlo a escapar. Sería indoloro, y eso en sí mismo ya era bueno. —Más de lo que merece este bastardo —dijo Nick, pero seguía vacilando. Recordó a la niña, mirándolo con sus oscuros ojos ciegos. «¡No lo mate!» No era un ruego, sino una orden. Había reunido algo de fuerza de una última reserva escondida para darle esa orden. «Lo único que sé es que lo necesitamos.» «¿Por qué diablos lo protege tanto?», se preguntó Nick. Se quedó allí un momento más, mirando la cara arruinada de Craig Toomy. Y cuando Rudy Warwick habló desde lo alto de la escalera, saltó como si se hubiera tratado del propio diablo. —¿Señor Hopewell? ¿Nick? ¿Viene? —¡En un tris! —dijo Nick por encima del hombro. Volvió a estirar la manos hacia la cara de Toomy y se detuvo otra vez, recordando aquellos ojos negros. «Lo necesitamos.» Se puso de pie, abruptamente, dejando a Craig Toomy inmerso en su tortuosa lucha por respirar. —Ya voy —dijo, y subió corriendo las escaleras. CAPÍTULO OCHO REPOSTANDO. LA PRIMERA LUZ DEL ALBA. LOS LAGOLIEROS SE ACERCAN. ÁNGEL DE LA MAÑANA. LOS GUARDIANES DEL TIEMPO DE LA ETERNIDAD. DESPEGUE. 1 Bethany había tirado el cigarrillo antes de que se consumiera, y empezaba a subir la escalerilla cuando Bob Jenkins gritó: —¡Creo que salen! La joven volvió y bajó corriendo. Una serie de puntos negros salía de la zona de equipajes y se arrastraba por la cinta transportadora. Bob y Bethany corrieron a su encuentro. Dinah estaba atada a la camilla. Rudy llevaba un extremo y Nick el otro. Andaban de rodillas y Bethany escuchaba los jadeos del hombre calvo. —Deje que lo ayude —le dijo, y Rudy cedió de buena gana su puesto en la camilla. —Procura no sacudirla —dijo Nick, sacando las piernas de la cinta—. Albert, ponte al lado de Bethany y ayúdala a subir las escaleras. Queremos que esta cosa quede tan derecha como sea posible. —¿Cómo está? —preguntó Bethany a Albert. —Bastante mal —respondió él, ceñudo—. Sigue inconsciente, pero aún vive. Es todo lo que sé. —¿Dónde están Gaffney y Toomy? —preguntó Bob mientras iban hacia el avión. Tuvo que levantar ligeramente la voz para hacerse oír. Ahora, el ruido de dientes era más fuerte, y aquel tono subyacente estaba convirtiéndose en una nota dominante, enloquecedora. —Gaffney ha muerto y, por lo que sé, Toomy puede haber muerto también —dijo Nick—. Si le parece, hablaremos después. En este momento no hay tiempo. Ustedes dos —añadió, deteniéndose al pie de la escalerilla— no se olviden de mantener la camilla levantada por ese lado. Subieron lenta y cuidadosamente la camilla. Nick caminaba hacia atrás y la sostenía inclinado sobre el extremo delantero, y Albert y Bethany levantaban la parte trasera a la altura de la frente, procurando entrar los dos por la angosta escalerilla. Bob, Rudy y Laurel los seguían. Laurel había hablado una sola vez desde el regreso de Albert y Nick, para preguntar si Toomy estaba muerto. Cuando Nick le dijo que no, lo había mirado inquisitivamente, asintiendo aliviada después. Cuando Nick llegó a lo alto de la escalera y metió el extremo de la camilla dentro del avión, Brian estaba de pie en la puerta de la cabina central. —Quiero ponerla en primera clase —dijo Nick—, con este extremo de camilla levantado, para que tenga la cabeza alta. ¿Es posible? —No hay problema. Asegure la camilla pasando un par de cinturones de seguridad por la parte superior del marco. ¿Lo ve? —Sí. Suban —ordenó a Albert y a Bethany—. Lo están haciendo muy bien. Bajo las luces de la cabina, la sangre que manchaba las mejillas y la barbilla de Dinah contrastaba con el blanco amarillento de su piel. Tenía los ojos cerrados; los párpados eran de un delicado color lavanda. Bajo el cinturón (en el que Nick había practicado un nuevo agujero, muy apartado de los otros),la compresa improvisada era de color rojo oscuro. Brian escuchó su respiración. Era como el de una cañita que absorbe aire del fondo de un vaso vacío. —Está mal, ¿no? —preguntó Brian en voz baja. —Bueno, es su pulmón y no su corazón, y no se está llenando de sangre tan rápido como temí, pero es serio, sí. —¿Vivirá hasta que regresemos? —¿Cómo mierda voy a saberlo yo? —gritó Nick de repente—. ¡Soy un soldado, no un maldito matasanos! Los otros quedaron helados, mirándolo con ojos cautelosos. Laurel volvió a sentir que se le erizaba la piel. —Lo siento —murmuró Nick—. Los viajes a través del tiempo no sientan bien a los nervios, ¿verdad? Lo siento muchísimo. —No necesita disculparse —dijo Laurel tocando su brazo—. Todos estamos sometidos a una gran presión. Él le dedicó una sonrisa fatigada y tocó su cabello. —Eres un encanto, Laurel, no hay duda. Ven, vamos a sujetarla y veamos qué podemos hacer para salir pitando de aquí. 2 Cinco minutos después, la camilla de Dinah había quedado sujeta a dos asientos de primera clase en posición inclinada, y con la cabecera levantada. El resto de los pasajeros estaba reunido en un pequeño grupo en torno a Brian, en la zona de servicio del compartimento de primera clase. —Tenemos que repostar. Ahora voy a encender el otro motor y me acercaré todo lo que pueda a ese 727-400 que hay en la pista de rodaje —dijo Brian, señalando el avión Delta, que apenas era ya un bulto gris en la oscuridad—. Como nuestro aparato es más alto podré colocar el ala derecha encima del ala izquierda del Delta. Mientras lo hago, cuatro de ustedes irán a buscar un vehículo con manga. Hay uno en la otra pista, lo vi antes de que oscureciera. —Tal vez tendríamos que despertar a la Bella Durmiente para que nos ayude —dijo Bob. Brian lo pensó un instante y meneó la cabeza. —Lo último que necesitamos ahora es otro pasajero asustado, desorientado y, por si fuera poco, con resaca. Además, no nos va a hacer ninguna falta: dos hombres fuertes pueden acercar la manga en un momento; lo he visto hacer. Sólo tienen que controlar la palanca de transmisión para asegurarse de que está en punto muerto. La manga hay que colocarla directamente debajo de los alerones, ¿está claro? Todos asintieron. Brian los miró y llegó a la conclusión de que Rudy y Bethany todavía estaban demasiado fatigados como para servir de ayuda. —Nick, Bob y Albert. Ustedes empujan. Laurel, usted conduce. ¿De acuerdo? Asintieron. —Entonces, háganlo. Bethany, señor Warwick, bajen con ellos. Aparten la escalerilla del avión y, cuando el avión esté en la nueva posición, colóquenla cerca de los alerones. Los alerones, no la puerta, ¿vale? Asintieron. Mirándolos, Brian vio que, por primera vez desde que habían aterrizado, sus ojos parecían claros y brillantes. «Claro —pensó—. Ahora tienen algo que hacer. Y yo también, gracias a Dios.» 3 A medida que se aproximaban al vehículo situado a la izquierda de la pista vacía, Laurel advirtió que podía verlo. —¡Dios mío! —exclamó—. Ya vuelve a hacerse de día. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que oscureció? —Menos de cuarenta minutos por mi reloj —dijo Bob—, pero me parece que cuando estoy fuera del avión mi reloj no funciona bien. De todos modos, también siento que aquí el tiempo no importa mucho. —¿Qué le pasará al señor Toomy? —preguntó Laurel. Habían llegado al vehículo. Era pequeño, con un tanque en la parte trasera, una cabina sin techo y gruesas mangas negras enrolladas a cada lado. Nick le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo hacia él. Durante un instante, Laurel tuvo la loca idea de que pensaba besarla y sintió que su corazón se aceleraba. —No sé qué le pasará —dijo—. Lo único que sé es que cuando se presentó la oportunidad, decidí hacer lo que quería Dinah. Lo dejé en el suelo, inconsciente. ¿Está bien? —No —dijo ella con voz algo temblorosa—, pero supongo que tendrá que bastar. Él esbozó una sonrisa, asintió y oprimió ligeramente su cintura. —¿Te gustaría cenar conmigo si conseguimos regresar a Los Ángeles? —Sí —respondió ella de inmediato—. Es algo por lo que conservar la esperanza. Él volvió a asentir. —Para mí también. Pero, a menos que podamos repostar, no iremos a ninguna parte. ¿Crees que puedes encontrar el punto muerto? —preguntó, mirando la cabina del camión. Laurel observó la palanca de cambios que salía del suelo del vehículo. —Me temo que sólo sé conducir con cambio de marchas automático. —Yo lo haré —dijo Albert, saltando a la cabina. Empezó a mover la palanca, fijándose en el diagrama que tenía en la parte superior. A sus espaldas, el segundo motor del 767 se encendió y ambos motores empezaron a hacer más ruido a medida que Brian los aceleraba. Era un ruido infernal, pero Laurel descubrió que no le importaba. Tapaba aquel otro sonido, aunque fuera temporalmente. Y seguía deseando mirar a Nick. ¿De veras la había invitado a cenar? Le parecía difícil de creer. Albert pasó de una marcha a otra hasta que encontró el punto muerto. —Lo tengo —dijo, y bajó de un salto—. Arriba, Laurel. Una vez que estemos rodando, tendrás que presionar con la mano derecha y hacer que describa un círculo. —De acuerdo. Miró nerviosa a sus espaldas, mientras los tres hombres se colocaban en la parte trasera del vehículo, con Nick en el centro. —¿Listos, chicos? —preguntó. Albert y Bob asintieron. —Vale, entonces... todos juntos. Bob se había preparado para empujar tan fuerte como pudiera, pese al maldito dolor en la parte baja de la cintura que lo perseguía desde hacía diez años, pero el vehículo rodó con increíble facilidad. Laurel hizo girar el volante rígido con todas sus fuerzas. El camión describió un pequeño círculo en el asfalto gris y empezó a rodar hacia atrás, en dirección al 767, que estaba colocándose lentamente en posición a la derecha del jet Delta aparcado. —Es increíble la diferencia entre los dos aparatos —dijo Bob. —Sí —asintió Nick—. Tenías razón, Albert. Tal vez nos hayamos apartado del presente, pero de alguna manera ese avión sigue formando parte de él. —Y nosotros también —dijo Albert—. Al menos por el momento. Las turbinas del 767 se apagaron, dejando sólo el rugido grave y regular de los motores. Ahora, Brian tenía los cuatro encendidos, no bastaba para tapar el ruido que venía del este. Antes, aquel ruido tenía una especie de uniformidad masiva, pero a medida que se acercaba iba fragmentándose; parecía haber ruidos dentro de los ruidos, y la suma de todos ellos empezaba a parecer horriblemente familiar. «Animales a la hora del almuerzo —pensó Laurel, y se estremeció—. Así es como suena. Ruido de animales comiendo, transmitido por un amplificador y elevado a proporciones grotescas.» Se estremeció violentamente y sintió que el pánico empezaba a invadir sus pensamientos: una fuerza elemental que no podía controlar, como tampoco podía controlar lo que producía aquel ruido. —Si pudiéramos verlo, tal vez podríamos hacerle frente —dijo Bob mientras empujaban. Albert le lanzó una mirada y dijo: —No lo creo. 4 Brian apareció en la puerta delantera del 767 e hizo gestos a Bethany y Rudy de que acercaran la escalerilla. Cuando lo hicieron, salió a la plataforma superior y señaló los alerones. Mientras llevaban el vehículo hacia allí, oyó el ruido que se aproximaba y recordó una película que había visto hacía mucho tiempo, en una sesión de madrugada. En aquella película, Charlton Heston era dueño de una gran plantación en Sudamérica. La plantación había sido atacada por una vasta alfombra viviente de hormigas soldado, que comían todo lo que encontraban a su paso: árboles, hierba, edificios, vacas, hombres. ¿Cómo se llamaba aquella película? No conseguía recordarlo. Sólo recordaba que Charlton Heston había utilizado estratagemas cada vez más desesperadas para detenerlas o al menos retrasarlas. ¿Había logrado derrotarlas? Tampoco recordaba eso, pero de pronto apareció en su mente un fragmento de su sueño, perturbador por su falta de asociación connada: un siniestro cartel rojo que rezaba: «Sólo estrellas fugaces.» —¡Paren! —gritó a Rudy y a Bethany. Dejaron de empujar, y Brian bajó por la escalerilla hasta que su cabeza quedó a la misma altura de la parte inferior del ala del Delta. Tanto el 767 como el 727 estaban equipados con una sola portilla de acceso al combustible en el ala izquierda. Ahora estaba mirando una pequeña puerta cuadrada con las palabras «Acceso al tanque de combustible» y «Antes de repostar controle la válvula de cierre». Algún gracioso había puesto una pegatina con una redonda y amarilla cara feliz. Era el último toque surrealista. Albert, Bob y Nick habían empujado la manga en la posición correcta y ahora lo miraban. Sus caras eran círculos de color gris sucio en la penumbra que se disipaba. Brian se agachó y gritó a Nick: —¡Hay dos mangas, una a cada lado! ¡Quiero la más corta! Nick la desenrolló y se la alcanzó. Sosteniendo la escalerilla y el pico de la manga con una mano, Brian se situó bajo el ala y abrió el cuadrado del tanque. Dentro había un conector macho con una palanca de acero que sobresalía como un dedo. Brian se inclinó más y resbaló. Se cogió a la barandilla de la escalera. —Aguante, colega —dijo Nick, subiendo a la escalerilla—. Ya llega la ayuda. —Se detuvo tres escalones debajo de Brian y lo cogió por el cinturón—. Hágame un favor, ¿quiere? —¿De qué se trata? —No se tire un pedo. —Lo intentaré, pero no puedo prometerlo. Volvió a estirarse y miró a los otros. Rudy y Bethany se habían reunido con Bob y Albert debajo del ala. —¡Apártense, a menos que quieran recibir un chorro de combustible! —gritó—. No puedo controlar la válvula de cierre del Delta y tal vez pierda. Mientras esperaba a que retrocedieran, pensó: «Por supuesto, es posible que no pierda. Por lo que sé, los tanques de esta cosa pueden estar más secos que un maldito hueso.» Volvió a estirarse y, como ahora Nick lo sujetaba, pudo usar las dos manos y encajar el pico en la portilla. Se produjo una breve lluvia de combustible, una lluvia muy bienvenida en aquellas circunstancias, y después se oyó un fuerte chasquido metálico. Brian hizo girar el pico un cuarto de vuelta a la derecha, sujetándolo en el lugar, y escuchó satisfecho que el combustible pasaba por la manguera hacia el vehículo, donde una válvula cerrada detendría su flujo. —Vale —suspiró, recuperando su lugar en la escalera—. Hasta ahora, todo va bien. —¿Y ahora qué, colega? ¿Cómo hacemos funcionar ese vehículo? ¿Lo hacemos desde el avión o qué? —Dudo de que pudiéramos hacerlo aunque alguien hubiera recordado traer los cables —dijo Brian—. Afortunadamente, no tiene por qué correr. En esencia, es sólo un dispositivo para filtrar y transferir combustible. Voy a usar las unidades eléctricas auxiliares de nuestro avión para chupar el combustible, como si fuera una cañita para beber limonada de un vaso. —¿Y cuánto tiempo tardará? —En condiciones óptimas, es decir, bombeando con electricidad de tierra, podríamos cargar novecientos litros de combustible por minuto. Pero de esta manera me resulta difícil calcular. Nunca he tenido que usar los auxiliares para bombear. Por lo menos una hora. Tal vez dos. Nick miró ansiosamente hacia el este, y cuando habló lo hizo en voz baja. —Hágame un favor, compañero, no se lo diga a los demás. —¿Por qué no? —Porque no creo que dispongamos de dos horas. Tal vez ni siquiera de una. 5 Sola en primera clase, Dinah Catherine Bellman abrió los ojos. Y vio. —Craig —murmuró. 6 «Craig.» Pero él no quería volver a oír su nombre. Cuando la gente pronunciaba su nombre, siempre pasaba algo. Siempre. «¡Craig! ¡Levántate, Craig!» No, no se levantaría. Su cabeza se había convertido en un vasto avispero; el dolor rugía en cada cavidad, en cada retorcido conducto. Habían llegado las abejas. Creyeron que estaba muerto y habían invadido su cabeza, transformando el cráneo en un panal. Y ahora..., ahora... «Sienten mis pensamientos y tratan de matarlos con sus aguijones —pensó, y emitió un gemido espeso, agónico. Sus manos manchadas de sangre se abrieron y cerraron lentamente sobre la moqueta que cubría el suelo del vestíbulo inferior—. Dejadme morir, por favor, dejadme morir.» «¡Craig, tienes que levantarte ahora! ¡Ya!» Era la voz de su padre, la única que nunca había podido rechazar ni desoír. Pero ahora la rechazaría. Ahora la desoiría. —Vete —graznó—. Te odio. Vete. El dolor chillaba en su cabeza como un aullido dorado de trompetas. Nubes de abejas, furiosas y agresivas, se apartaron de las campanas que sonaban. «¡Ah, dejadme morir! —pensó—. Dejadme morir. Esto es el infierno. Estoy en un infierno de abejas y trompas.» «Levántate, Craiggy-weggy. Es tu cumpleaños y, ¿sabes qué?, en cuanto te levantes, alguien te regalará una cerveza y te dará un golpe en la cabeza porque este golpe es para ti.» —No —dijo—. Basta de golpes. —Y su mano arañó la alfombra. Hizo un esfuerzo por abrir los ojos, pero una pasta pegajosa de sangre que se secaba los había sellado—. Estás muerta. Los dos estáis muertos. No podéis golpearme ni obligarme a hacer cosas. Los dos estáis muertos, y yo también quiero morir. Pero no estaba muerto. En algún lugar, más allá de aquellas voces fantasmasles, oía el gemido de los motores del jet, y aquel otro ruido. El ruido del avance de los lagolieros. De su carrera. Comprendió que no era la voz de su padre ni la de su madre. Eso sólo había sido producto de su cabeza, que intentaba engañarse. Ésta era una voz de..., de..., (¿arriba?) algún otro lugar, un lugar alto y brillante donde el dolor era un mito, y la presión un sueño. «Craig, ha venido a verte toda la gente a la que querías ver. Dejaron Boston y vinieron aquí. Eres así de importante para ellos. Todavía puedes hacerlo, Craig. Todavía puedes sacar el percutor. Todavía queda tiempo para entregar los papeles y quedar fuera del ejército de tu padre, es decir, si eres lo bastante hombre como para hacerlo. »Si eres lo bastante hombre como para hacerlo.» —¿Lo bastante hombre? —graznó—. ¿Lo bastante hombre? Seas quien seas, debes de estar burlándote de mí. Intentó de nuevo abrir los ojos. La sangre pegajosa que los mantenía cerrados cedió un poco, pero no lo suficiente. Se las arregló para acercar una mano a la cara. La mano rozó los restos de su nariz y emitió un bajo y fatigado grito de dolor. Dentro de su cabeza, las trompetas chillaban y las abejas zumbaban. Esperó a que cediera lo peor del dolor y se abrió los ojos con dos dedos. La aureola de luz seguía allí. En la penumbra, constituía una forma vagamente evocadora. Lentamente, Craig levantó la cabeza. Y entonces la vio. Era ella, de pie dentro de la aureola de luz. Era la niña, pero ya no llevaba las gafas oscuras y lo miraba con ojos amables. «Vamos, Craig. Sé que es duro, pero tienes que levantarte, tienes que hacerlo. Porque están todos aquí, esperando, pero no esperarán para siempre. Los lagolieros se ocuparan de eso.» Vio que la niña estaba ahora de pie en el suelo. Sus zapatos parecían flotar tres o cuatro centímetros por encima de la superficie y ella estaba totalmente rodeada por la luz brillante, envuelta en una radiación espectral. «Vamos, Craig. Levántate.» Craig empezó a luchar por ponerse de pie. Era muy duro. Había perdido casi por completo el sentido del equilibrio y le resultaba difícil mantener la cabeza erguida. ¡Naturalmente, como que estaba llena de abejas furiosas! Cayó dos veces hacia atrás, pero volvió a incorporarse y a intentarlo, fascinado y obligado por la niña resplandeciente, con sus dulces ojos y su promesa de liberación final. «Todos esperan, Craig. Te esperan. »Están esperándote.» 7 Dinah yacía en la camilla, mirando con sus ojos ciegos cómo Craig Toomy se apoyaba en una rodilla, caía de lado e intentaba levantarse de nuevo. Su corazón estaba invadido por una piedad terrible hacia aquel hombre herido y quebrado, aquel pez asesino que sólo deseaba estallar. En su cara sanguinolenta, destrozada,vio una terrible mezcla de emociones: terror, esperanza y una especie de despiadada decisión. «Lo siento, señor Toomy —pensó—. Pese a lo que hizo, lo siento. Pero lo necesitamos.» Después volvió a llamarlo; lo llamó con su conciencia moribunda: «¡Levántate, Craig! ¡Deprisa! ¡Pronto será demasiado tarde!» Y sintió que lo era. 8 Cuando la manga más larga estuvo bajo el vientre del 767 y sujeta a la portilla del combustible, Brian regresó a la cabina, activó los auxiliares y se puso a trabajar, absorbiendo hasta la última gota de combustible del 727-400. Mientras miraba cómo la pantalla lectora del tanque derecho ascendía lentamente hacia los once mil litros, esperó tenso a que el auxiliar empezara a traquetear y arrastrarse, intentando engullir un combustible que no ardería. El tanque de la derecha había llegado a los tres mil quinientos litros cuando se produjo un cambio en la nota emitida por los motores jet de la parte trasera del avión. La nota se hizo dificultosa, áspera. —¿Qué pasa, colega? —preguntó Nick. Estaba otra vez en el asiento del copiloto. Tenía el cabello revuelto, y una gran mancha de grasa adornaba su camisa, antes tan limpia. —Los motores auxiliares están probando el combustible del 727 y no les gusta —dijo Brian—. Espero que Albert tenga razón, Nick, pero no estoy muy seguro. Un instante antes de que la lectora señalara los cuatro mil litros en el tanque derecho, el primer auxiliar se apagó. En el tablero de Brian apareció una luz roja de «Motor cerrado». Bajó el interruptor. —¿Y qué se puede hacer? —preguntó Nick, levantándose para mirar por encima del hombro de Brian. —Utilizar los otros tres para mantener las bombas en funcionamiento y esperar lo mejor —dijo Brian. El segundo motor auxiliar se apagó treinta segundos más tarde y mientras Brian estiraba la mano para bajar el interruptor, se apagó el tercero. Con él desaparecieron las luces de la cabina; ' ahora sólo quedaban las luces parpadeantes del tablero y el ruido irregular de las bombas hidráulicas. El último auxiliar funcionaba asmáticamente, subiendo y bajando, y sacudiendo el avión. —Voy a cerrar del todo —dijo Brian. Su voz le sonaba áspera y tensa hasta a él mismo; la voz de un hombre que estaba ante una situación que no controlaba y que le producía fatiga—. Tendremos que esperar a que el combustible del Delta se ponga a la altura de la corriente temporal de nuestro avión, o marco temporal, o como se llame. De esta manera no podemos seguir. Si se produce un flujo potente de electricidad antes de que se corte el último auxiliar, nos vaciará el ordenador. Tal vez hasta lo fría. Pero cuando Brian se inclinaba en busca del interruptor, la nota convulsa del motor empezó a cambiar y a emparejarse. Se volvió y miró incrédulo a Nick. Éste le devolvió la mirada mientras una lenta sonrisa le iluminaba el rostro. —Tal vez hayamos tenido suerte, compañero. Brian levantó las manos, cruzó los dedos y los agitó en el aire. —Eso espero —dijo, y volvió a mirar los tableros. Levantó los interruptores marcados como Auxiliares 1, 3, y 4. Empezaron a funcionar suavemente. Las luces de la cabina regresaron. Las campanillas sonaron. Nick vitoreó y le dio una palmada en la espalda. Detrás de ellos apareció Bethany. —¿Qué pasa? ¿Todo está bien? —Creo —dijo Brian sin volverse— que tal vez tengamos una oportunidad. 9 Finalmente, Craig se las arregló para ponerse de pie. Ahora, la niña resplandeciente estaba encima de la cinta transportadora de equipajes. Lo miraba con una dulzura sobrenatural y algo más, algo que Craig había anhelado toda su vida. ¿Qué era? Buscó lo que era y finalmente lo encontró. Era compasión. Compasión y comprensión. Miró a su alrededor y vio que la oscuridad se desvanecía. Eso quería decir que había estado inconsciente toda la noche, ¿no? No lo sabía. Y no importaba. Lo único que importaba era que la niña resplandeciente los había llevado a todos: los inversores, los especialistas en bonos, los agentes y los vendedores de acciones. Estaban aquí y querían una explicación de lo que había estado haciendo el joven señor Craiggy-weggy Toomy-Woomy, y allí estaba la verdad: especulaciones tramposas. A eso se había dedicado..., a metros y metros de especulaciones tramposas..., kilómetros de especulaciones tramposas. Y cuando les dijera eso... —Tendrán que dejarme ir, ¿no es cierto? «Sí —dijo ella—. Pero tienes que apresurarte, Craig. Tienes que apresurarte antes de que piensen que no quieres ir y se vayan.» Craig empezó a avanzar despacio. Los pies de la niña no se movían, pero, a medida que él se acercaba, ella retrocedía como un espejismo en dirección a las tiras de goma que colgaban entre la zona de recuperación de maletas y el embarcadero de carga, en el exterior. Y, ¡oh, gloria!, estaba sonriendo. 10 Ahora estaban todos en el avión salvo, Bob y Albert, que se habían quedado sentados en la escalerilla, escuchando avanzar el ruido en una ola lenta y fragmentada. Laurel Stevenson permanecía de pie en la puerta delantera, mirando hacia la terminal y preguntándose todavía qué harían con el señor Toomy cuando Bethany dio un tiró a su blusa. —Dinah habla en sueños o algo así. Creo que está delirando. ¿Puedes venir? Laurel fue. Rudy Warwick estaba sentado frente a Dinah, cogiéndole una mano entre las suyas y mirándola ansiosamente. —No lo sé —dijo deprisa—. No lo sé, pero creo que se está yendo. Laurel tocó la frente de la niña. Estaba seca y muy caliente. La hemorragia había disminuido o se había detenido por completo, pero la respiración de la niña se había convertido en una serie de penosos silbidos. Tenía sangre pegada en torno a la boca como si fuera salsa de fresas. —Creo... —empezó a decir Laurel. Y en ese momento Dinah dijo con total claridad: —Tienes que apresurarte antes de que piensen que no quieres ir y se vayan. Laurel y Bethany intercambiaron miradas desconcertadas y asustadas. —Creo que sueña con ese tipo, Toomy —dijo Rudy a Laurel—. Antes lo nombró. —Sí —dijo Dinah. Tenía los ojos cerrados, pero movía ligeramente la cabeza como si estuviera escuchando a alguien—. Sí, lo seré —dijo—. Si lo deseas, lo seré. Pero apresúrate. Sé que duele, pero tienes que apresurarte. —Está delirando, ¿no es cierto? —susurró Bethany. —No —respondió Laurel—. No lo creo. Debe de estar soñando. Pero no era eso lo que pensaba. Lo que pensaba realmente era que Dinah podía estar (viendo) haciendo otra cosa. No estaba segura de querer saber qué era esa otra cosa, aunque en algún lugar de su mente giraba y danzaba una idea. Sabía que podía formularla si lo deseaba, pero no lo deseaba. Porque aquí estaba sucediendo algo horrible, muy horrible, y no podía dejar de pensar que tenía algo que ver con («no lo mate, lo necesitamos») el señor Toomy. —Déjenla sola —dijo con voz seca y brusca—. Déjenla sola para que pueda («hacer lo que tenga que hacerle») dormir. —¡Dios! Espero que despeguemos pronto —dijo Bethany angustiada, y Rudy le pasó un brazo consolador por los hombros. 11 Craig llegó a la cinta transportadora y cayó sobre ella. Una blanca sábana de agonía pasó por su cabeza, su cuello, su pecho. Trató de recordar qué le había sucedido y no pudo. Había bajado corriendo por la escalera, se había escondido en un cuarto pequeño, se había quedado en la oscuridad, rasgando tiras de papel, y allí se detenía el recuerdo. Levantó la cabeza con el pelo cubriéndole los ojos y miró a la niña resplandeciente, que ahora estaba sentada con las piernas cruzadas frente a las tiras de goma, un par de centímetros por encima de la superficie de la cinta transportadora. Era la cosa más hermosa que había visto en su vida. ¿Cómo pudo creer alguna vez que era uno de ellos? —¿Eres un ángel? —graznó. «Sí», contestó la niña resplandeciente, y Craig sintió que el júbilo taponaba el dolor. Su visión se hizo borrosa, y las lágrimas, las primeras que habían derramado desde que era adulto, empezaron a correr por sus mejillas. De prontose descubrió recordando la voz dulce, ronroneante y embriagada de su madre cuando cantaba aquella vieja canción. —¿Eres un ángel de la mañana? ¿Querrás ser mi ángel de la mañana? «Sí, lo seré. Si quieres, lo seré. Pero apresúrate. Sé que duele, pero tienes que apresurarte.» —Sí —sollozó Craig, y empezó a arrastrarse ansiosamente por la cinta transportadora, hacia ella. A cada movimiento lo atravesaba un dolor nuevo en oleadas irregulares. De su nariz destrozada y de su boca brotaba sangre. Sin embargo, se apresuraba tanto como podía. Delante de él, la niña retrocedía y desaparecía por las tiras de goma, y por alguna razón ni siquiera las movía al pasar. —Sólo toca mi mejilla antes de irte, nena —dijo Craig. Vomitó un coágulo esponjoso de sangre, lo escupió contra la pared, donde quedó colgado como una enorme araña muerta, y trató de arrastrarse más deprisa. 12 Un ruido crujiente, desgarrador, invadió la extraña mañana al este del aeropuerto. Bob y Albert habían permanecido sentados en la escalerilla, pero se pusieron en pie, pálidos y haciéndose miles de preguntas temerosas. —¿Qué fue eso? —preguntó Albert. —Creo que ha sido un árbol —contestó Bob, y se humedeció los labios. —¡Pero si no hay viento! —No —aceptó Bob—. No hay viento. Ahora, el ruido se había convertido en una barricada móvil de sonido ensordecedor. Fragmentos del sonido parecían avanzar..., y retroceder un instante antes de que fuera posible identificarlos. Al cabo de un momento, Albert estaba dispuesto a jurar que escuchaba algo así como ladridos, y después, los ladridos, o aullidos, o lo que fueran, fueron engullidos por un breve sonido ronroneante, como de electricidad. Las únicas constantes eran el ruido de dientes y el penetrante silbido. —¿Qué sucede? —preguntó Bethany a sus espaldas. —Nad... —empezó Albert, pero en ese momento Bob apretó su hombro y señaló. —¡Mira! —gritó— ¡Mira allí! A lo lejos, hacia el este, sobre el horizonte, se erguía una serie de torres eléctricas que se extendían de norte a sur a lo largo de un alto promontorio de madera. Mientras Albert miraba, una de las torres se inclinó como un juguete y se derrumbó, arrastrando con ella un montón de cables de alta tensión. Un instante después, cayó otra torre, y otra, y otra. —Y eso no es todo —dijo Albert, aturdido—. Mire los árboles. Aquellos árboles se agitan como arbustos. Pero no sólo se agitaban. Mientras los miraban, los árboles empezaron a caer, a desaparecer. Crunch, tac, crunch, golpe, ladrido. Crunch, tac, ladrido, golpe, crunch. —Tenemos que salir de aquí —dijo Bob. Apretaba a Albert con ambas manos. Sus ojos estaban desorbitados, llenos de una especie de terror idiota. La expresión contrastaba de un modo repulsivo con su rostro alargado e inteligente—. Creo que tenemos que salir de aquí ahora mismo. Sobre el horizonte, a unos quince kilómetros de distancia, el alto caballete de una torre de radio se balanceó, giró y se desplomó, desapareciendo entre los temblorosos árboles. Ahora notaban que la tierra vibraba; la vibración ascendía por la escalerilla y sacudía sus pies dentro de los zapatos. —¡Háganlo parar! —gritó súbitamente Bethany desde la puerta. Se llevó las manos a los oídos—. ¡Por favor, por favor, hagan que pare! Pero la onda sonora avanzaba hacia ellos... el ruido de dientes, lamidas, alimentación de los lagolieros. 13 —No quiero fastidiar, Brian, pero, ¿cuánto falta? —la voz de Nick era tensa—. A unos seis kilómetros de aquí hay un río..., lo vi cuando descendíamos..., y creo que lo que se acerca está ahora en la otra margen. Brian observó los indicadores de combustible. Once mil litros en el ala derecha; siete mil en la izquierda. Ahora no tenía que bombear el combustible del Delta hacia el otro lado, la cosa iba más rápida. —Quince minutos. —Sentía que gruesas gotas de sudor cubrían su frente—. Necesitamos más combustible, Nick, porque si no, caeremos en el desierto de Mohave. Otros diez minutos para desengancharnos, dar las órdenes y salir. —¿No puede ser menos? ¿Está seguro de que no puede ser menos? Brian negó con la cabeza y volvió a observar los aparatos. 14 Craig pasó arrastrándose por las bandas de goma, sintiendo que se deslizaban por su espalda como dedos muertos. Emergió a la blanca y muerta luz de un nuevo día, muy abreviado. El sonido era terrible, abrumador: el ruido de un ejército invasor caníbal. Hasta el cielo parecía temblar con él, y durante un segundo el miedo lo dejó petrificado. «Mira», dijo su ángel de la mañana, y señaló hacia las pistas. Craig miró y olvidó su miedo. Más allá del 767 de la American Pride, en un triángulo de hierbas muertas flanqueado por dos pistas y una carretera de rodaje, había una larga mesa de caoba. Brillaba intensamente bajo la fatigada luz. En cada sitio había un bloc amarillo, una jarra de agua helada y un vaso Waterford. Sentados en torno a la mesa había dos docenas de hombres, vestidos con sobrios trajes de banqueros, que ahora se volvían a mirarlo. De pronto, empezaron a aplaudir. Se pusieron en pie y lo miraron, aplaudiendo su llegada. Craig sintió que una amplia sonrisa de agradecimiento empezaba a estirarle la cara. 15 Dinah se había quedado sola en el compartimento de primera. Su respiración era dificultosa, y su voz apenas un susurro estrangulado. —¡Corre hacia ellos, Craig! ¡Rápido, rápido! 16 Craig bajó a trompicones de la cinta, cayó en el suelo con un golpe violento y se incorporó. El dolor ya no importaba. ¡El ángel los había traído! ¡Claro que los había traído! Los ángeles eran como los fantasmas de aquel cuento del señor Scrooge. ¡Podían hacer todo cuanto quisieran! La corona que rodeaba su cabeza comenzaba a desaparecer, pero no importaba. Ella había traído su salvación: una red en la cual estaba por fin, misericordiosamente, atrapado. «¡Corre hacia ellos, Craig! ¡Rodea el avión! ¡Aléjate del avión! ¡Corre hacia ellos ahora!» Craig empezó a correr dando torpes zancadas que pronto se convirtieron en una trabajosa carrera. Mientras corría, su cabeza iba arriba y abajo como un girasol sobre un tallo quebrado. Corrió hacia unos hombres sin humor y sin piedad, unos hombres que eran su salvación, unos hombres que hubieran podido ser pescadores de pie en un barca, más allá de un cielo plateado, recogiendo su red para ver qué animal fabuloso habían cogido. 17 Al llegar a los nueve mil quinientos litros, la pantalla lectora del tanque izquierdo empezó a detenerse, y cuando llegó a diez mil se quedó prácticamente inmóvil. Brian entendió lo que pasaba y accionó a toda prisa dos interruptores, cerrando las bombas hidráulicas. El 727-400 les había dado todo lo que tenía: algo más de veinte mil ochocientos litros de combustible. Tenía que ser suficiente. —Vale —dijo poniéndose en pie. —Vale, ¿qué? —preguntó Nick, imitándolo. —Vamos a desengancharnos y a salir a toda pastilla. El ruido que se aproximaba había alcanzado intensidades ensordecedoras. Mezclado con el sonido de dientes y el chillido de transmisión, se oía el ruido de árboles que caían y el estallido sordo de edificios que se desplomaban. Antes de cerrar las bombas había percibido una serie de golpes seguida de una especie de chapoteo. Imaginó que se trataba de algún puente en el río que había visto Nick. —¡Señor Toomy! —chilló repentinamente Bethany—. ¡Es el señor Toomy! Nick se adelantó a Brian y pasó primero por la puerta, en dirección al compartimento de primera, pero de todos modos los dos llegaron a tiempo de ver a Craig tropezando y corriendo por la pista. Ignoró totalmente el avión. Su destino parecía ser un vacío triángulo de hierbas limitado por un par de pistas que se entrecruzaban. —¿Qué está haciendo? —jadeó Rudy. —No se preocupen por él —dijo Brian—. Ya no queda tiempo. ¿Nick? Baje la escalerilla de delante. Sosténgame mientras saco la manguera. Brian se sentía como un hombre desnudo en una playa mientras una enorme ola se hincha en el horizonte y corre hacia la orilla.
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